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«INSPECTION» Проверка – Gala Sukhanova | 2013 | 16′ 20” | Rusia

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Especial selección oficial de ficción, III edición: La Guarimba International Film Festival

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Escrito por Pablo Cristóbal, Miguel Cristóbal Olmedo y Alicia V. Palacios Thomas

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Massa, con seis años de edad, se ve obligada a disimular las flaquezas de su madre, aparentemente ausente por obligaciones laborales, durante la visita inesperada de unos agentes de los servicios sociales. La niña oficia el papel de encubridora y cumple su papel de perfecta anfitriona. Les ofrece té, algo de picar, les muestra las chapuzas que la madre ha realizado en el hogar (“ahora tenemos comido en la nevera y también ha arreglado el armario”), y sin embargo, entre lo que dice y lo que vemos existe un contraste evidente porque la nevera está semi vacía, la comida que ofrece son humildes sobras de una cazuelita, el armario es sólo uno de tantos muebles que suplican un arreglo y la pintura de toda la casa está descascarillada, con la constante promesa de un problema de goteras.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Massa, víctima de una situación disfuncional, obsequia a sus visitantes con el recital de un poema que dice haber aprendido en la escuela, en un intento torpe aunque ingenioso por distraer la atención de una indiscutible verdad: su madre, totalmente alcoholizada, duerme en la bañera de casa.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Este es el tesoro prohibido de la niña. Si la descubren, se la llevarán de la casa, poniéndola bajo la tutela del Estado, que es otra especie de extraño amenazador. El cortometraje Inspección es el retrato de una infancia envejecida, un bellísimo reverso del video musical de los Cramberries: Animal Instict,  pero también es la historia mínima de un pacto de silencio (sin resolución) entre dos personas, la hospitalaria Massa y la implacable jefa de los Servicios Sociales. Lo que nos rompe el corazón no son sólo los constantes esfuerzos de una niña que no quiere ser separada de su irresponsable madre, sino el maravilloso desarme emocional de la mujer gélida y antagonista cuando descubre el terrible secreto de Massa.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Porque Inspection nos viene a decir que la piedad no entiende de legislaciones ni leyes escritas por ninguna persona y es parte de ese lenguaje humano que antecede morales heredadas.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Cuatro aspectos nos interesan destacar en el apartado formal: 1) la invasión en el hogar de Massa, rodada cámara en mano y con una brusquedad que acentúa la violencia psicológica de esta visita intrusiva; 2) entre los agentes de servicios sociales se encuentra un operador de cámara sin escrúpulos, una mirada mecánica en busca del documento, una analogía del espectador más paparazzi y del injusto escrutinio al que uno es sometido cuando se está en el punto de mira;

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3) exactamente a la mitad del cortometraje tenemos un punto de inflexión: la jefa supervisora se detiene a mirar una fotografía de la niña estableciendo así el auténtico criterio para la valoración de esta inspección, el criterio moral, a través del retrato de esta frágil vida y no de su desastroso habitáculo;

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4) la maestría de la realizadora Gala Sukhanova que, de manera imperceptible, parece introducir su cámara por los recovecos de este íntimo relato y nos hace olvidar que estamos ante una ficción cuyo potencial dramático se asemeja al del documental Los niños de la estación de Leningradsky (Hanna Polak y Andrzej Celinski, 2004).

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Los niños de la estación de Leningradsky (Hanna Polak y Andrzej Celinski, 2004)

Inspection se mantiene dentro de los márgenes de las historias de niños que se ven forzados a establecer un rol demasiado adulto, prematuramente. La versión más cruel de Peter Pan, escrita y dibujada por Loisel, nos contaba de manera gráfica cómo el país de Nunca Jamás era un refugio de las humillaciones y escarmientos que propiciaba una madre alcohólica, un lugar donde no se cometen abusos sexuales ni palizas, donde los únicos adultos que habitan son unos piratas que pierden cada batalla. De un modo mucho más burgués también se evadía del mundo de los mayores la misma Wendy y sus hermanos, e incluso la mimada protagonista de Alicia en el país de las maravillas compartía sueño con Lewis Carrol en esa misma máxima de abrazarse a la fantasía como último reducto frente al bautismo adulto.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

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Izquierda: Novela gráfica de Peter Pan realizada por Regis Loisel (1952). Derecha: Fotograma del cortometraje Peter (Nicolas Duval, 2012).

Los hijos, en sus albores, se ven constantemente sometidos a las máximas de los adultos, a sus restricciones y prohibiciones, esas reglas que, para un pequeño, no tienen ningún sentido porque aprenden rápidamente que todos tenemos nuestro talón de Aquiles, que la tiranía del gigante esconde la misma hipocresía que el párroco que vacía las arcas de los feligreses o mete mano al monaguillo obediente. El niño se da cuenta de que algo funciona mal con los mayores, sobre todo cuando papá no existe y mamá le da a la botella. Este tipo de “secreto a voces”, de “vergüenzas disfrazadas” las hemos visto en muchísimas películas, con los ejemplos recientes de Boyhood (Richard Linklater, 2014) donde un padrastro de mano suelta guarda las botellas de alcohol entre productos de limpieza y The Spectacular Now (James Ponsoldt, 2013) cuyo protagonista, en edad adolescente, compagina estudios y trabajo con su afición al whisky disfrazado de bebida gaseosas.

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Izquierda: Boyhood (Richard Linklater, 2014). Derecha: The Spectacular Now (James Ponsoldt, 2013).

Los adultos esconden secretos por temor al rechazo social, pero asimismo los niños viven en un miedo similar que los obliga a enterrar sus tesoros prohibidos —bichos, diademas robadas, golosinas e incluso animales—, para que una fuerza mayor no se los arrebate. Así, en el cortometraje Inspection, la pequeña Massa debe jugar al disimulo y la distracción para que tampoco le arrebaten su más preciosa pertenencia, ese “pájaro herido” en que se ha transformado una madre vulnerable y rota, una madre desmadrada que es, sin embargo, todo lo que tiene, todo lo que sabe esperar la niña de su propia infancia. Una niña que ha dejado de ser niña y no sabe que su tiempo de jugar no ha llegado nunca.

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Todos queremos ser Hank Moody «Californication» | Tom Kapinos, 2007-2014

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Los auténticos escritores son también enfermos sexuales en potencia pero no les dan la ocasión de ejercer, se pasan la vida soñando lo imposible y se alivian sobre su barriga mientras congelan la imagen en la oportuna escena de Californication.

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Todos queremos ser Hank Moody Californicationpor Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

PhotoEscribir no mola. Si escribes o vives con alguien que lo hace, ya te conoces el percal. Su realidad es muy puerca. Escribir es doloroso, como dar a luz, dicen algunos exagerados. Es más bien una menstruación, porque te inhabilita y sangras cada tanto, y muchas veces solo logras ponerte perdido. No se vive de tocar las teclas, se sufre o se muere. Allí les tienes, autores de un solo lector (ellos mismos), subidos a un podio improvisado, a veces con un micrófono que no hace falta, en las fiestas tristes donde presentan su libro, a las que acuden familiares y gente talludita, por obligación o desocupación, y uno no se come una rosca ni pincha nada, ni la teta desinflada de la abuela.

Decía Fernando Fernán-Gómez, que no le desearía ser actor ni a su peor enemigo, y eso que él triunfó. Pero la vida no es vida para un hombre de las artes, y de las artes, los tipos más marginales, son los de letras; porque las letras no se escuchan ni se tocan, ni se miran fácilmente, porque se requiere una digestión mental. Y nadie tiene tiempo ni ganas ni fortaleza cerebral para eso. Ni en el metro ni en la sala de espera del hospital.

Sin embargo, otra cosa nos cuentan cuando uno enciende la tele o se va al cine. En América sí que mola escribir. Son gente que se pasa el tiempo sin hacer nada, o les sobrevienen montones de aventuras, tienen una pareja espectacular, enseñan en la universidad por el hecho de haber publicado un libro, y son hostigados por un agente que les lame el culo y ruega que terminen esa gran novela que va a seducir al resto del mundo, como le pasaba a Michael Douglas con Robert Downey Jr. en Jóvenes prodigiosos (Wonder boys, Curtis Hanson, 2000). O eso se ve por la pantalla, y a fuerza de que te lo repitan, uno acaba por creérselo. Hasta que sales a la calle y te ponen en tu sitio.

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Michael Douglas y Robert Downey Jr. en Jóvenes prodigiosos (Curtis Hanson, 2000)

En los primeros años de escritor, cuando uno es más vanidoso y charlatán que escritor, la vida va de presumir del libro que a lo mejor no se escribe o del que uno se desdice obligado por la madurez; se sigue el modelo golfo, bullente, que va de sobrado y alardea de una sabiduría caótica y pinceladas lascivas. Uno quiere ser como Hank Moody, es decir, como Bukowski, como Hemingway, como Rimbaud, autores con apariencia de vida que desdicen el clásico binomio donde el tedio y la inteligencia aparecen imbricados y se trenzan, se conectan y no se sueltan como dos amantes maricones.

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Charles Bukowski, Ernest Hemingway y Arthur Rimbaud.

Hank Moody es el personaje principal de una serie de televisión llamada Californication (Tom Kapinos, 2007-2014), y Californication va de drogas, alcohol, y una familia que se rompe y se vuelve a juntar y se vuelve a romper episodio tras episodio. Californication no va de literatura aunque Moody sea un escritor con desparpajo macarra, su punto de crápula y medio hijo de puta. Por eso tantos se quieren hacer escritores y llevar una vida a la medida de David Duchovnny en el personaje estelar. Siete temporadas se las pasaba follando con una recua de bellezas con su chaqueta, gafas de sol y descapotable, aunque su personaje presuma de amar solamente a la madre de su hija (Natasha McElhone). Californication es la historia de un escritor al que nunca vemos escribir aunque todo el mundo le recuerde lo grandes que son sus libros. A veces pasa unos segundos sentado, haciendo que martillea las teclas, rabiosamente inspirado, dándose un atracón a lo Kerouac, sin dudas ni descansos, y festeja su nueva obra con el ceremonial del whisky y el puro.

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David Duchovny

Hank Moody se autocompadece, aunque el resto del mundo le envidia. Tras su faramalla convencional de hombre con corazoncito y moralidad que solo sirve para congraciarse con los televidentes carcas, deja que sean otras las que le enjuguen sus lágrimas. Y es que hasta en sueños una monja como Michele Nordin le ofrece una mamada. Y no se cepillaba a cualquiera de los cayos malayos que se soplan los mortales. Ahí tenías a Madeline Zima a quien le fueron dando más papeles gracias a su exuberancia corporal, como en The Collector (Marcus Dunstan, 2009), donde repetía con el muestrario de sus virtudes corporales aunque los golpes, esta vez, se los llevase ella. Ahí tenías a la hija de Susan Sarandon, Eva Amurri, demostrando que el legado de la delantera de su madre seguía vivo; a la madurita Carla Gugino, haciendo bueno el dicho de los vinos; a Maggie Grace como la musa regalada de las artes; a Meagan Good, poniéndole los cuernos a su novio rapero (imagínense el poder de la imaginación, situar por delante a un escritor que a un cantante guayón); a Addison Timlin, la actriz haciendo de actriz con inclinación al destape, y a un largo y estimulante etcétera que no vamos a repetir aquí para evitar pasarnos el resto del artículo con los puños apretados. 

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David Duchovny Californication (Tom Kapinos, 2007-2014).

Cuando Tom Kapinos empezó a escribir el personaje, creía que lo suyo era una comedia negra que lindaba con el thriller. Pasó de querer proyectarlo en formato de película para enriquecer la idea en una serie longeva, pasó de escribir una historia de crecimiento interno en la figura de un Peter Pan letrado a rivalizar en bromas y disparates con las sagas calenturientas de American Pie. Duchovny, empeñado en defender la sensatez del producto, se lamentaba de que los desnudos distrajeran la atención de los auténticos “conflictos adultos” (aunque uno no sabe si con adulto se refiere a esa vez que Hank le empieza a comer el coño a otra chica por error, o cuando vomita sobre la pintura del novio de su ex novia, ese tipo de cosas).

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David Duchovny y Tom Kapinos.

Las dos primeras temporadas tenían un pase, por aquello de oxigenarse con una fantasía divertida, pero luego la fueron cagando con reiteraciones y dramas superfluos, porque en el fondo Hank Moody no es solamente un narcisista autodestructivo, sino un tipo reaccionario, de valores puritanos en muchos aspectos, a quien le llueven las drogas, las mujeres y los problemas sin que él vaya a buscarlos. Vamos, que su intrépida existencia es accidental y no merecida, es víctima de la diversión y no el juerguista nato que nos proponían; Moody presume de querer ser un apacible padre de familia aunque su vida sea todo lo contrario, y con esto se nos caía el santo. David Duchovny además, no dejaba de proponerle a Tom Kapinos, creador de la serie, que Hank muriera al final, consumido por sus vicios, como enseñanza moral, lo cual tiene su guasa porque el gancho de la serie residía en lo opuesto. “No puedes beber y fumar así y salirte con la tuya indefinidamente”, decía el hipócrita cuando era entrevistado. En la vida real, o en su vida de estrella, —cuya autenticidad siempre está en tela de juicio—, Duchovny saltaba a la prensa amarilla por tener que vencer su adición al sexo, mientras estaba casado con Tea Leoni. Ese tipo de cosas que solo pasa a los actores conocidos; los auténticos escritores son también enfermos sexuales en potencia pero no les dan la ocasión de ejercer, se pasan la vida soñando lo imposible y se alivian sobre su barriga mientras congelan la imagen en la oportuna escena de Californication.

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Por eso Californication, pese a no ser una gran serie, sí es una buena idea. Recurre a todos los tópicos del escritor maldito y ligón. Su protagonista no vive, experimenta, sin necesidad de que el diccionario lo socorra en la hora de la duda; es un personaje de ficción que recrea una fantasía literaria, una coraza con la que otros autores se disfrazan para perpetuar su leyenda o sus ventas. Por supuesto que todos queremos ser Hank Moody, follarnos a todas las perras que se nos cruzan profesando su admiración, ponernos hasta el culo de drogas, irnos al final del día con la princesa de nuestro cuento, sin una sola resaca, bajo un sol de verano eternamente resplandeciente. Que nadie nos joda el sueño y alguien se presente gritando: “¡Corten!” para darnos el hostión con la realidad, que duele toda la vida y del que solo nos anestesiamos chupando más realidad travestida por el ojo sin pestañas de la tele. Benditas mentiras.

Shenzhen, 10 de diciembre, 2015

 

 

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«Bowie no ha muerto.»

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David Bowie soñaba desde hacía tiempo con dejar el foco de los escenarios, recogerse en su apartamento de Nueva York y llevar una vida ejemplar de padre, dicen sus allegados. Su mortalidad de hombre le había llevado a escaquearse de sus obligaciones revolucionarias de alienígena.

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David Bowie

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

David Bowie, Angie Bowie, Mick Jagger, Duncan Jones, muerte Bowie, Miguel Cristóbal Olmedo, Alicia Victoria Palacios Thomas, música bowie, vida bowie, biografía bowieQue no, que Bowie no ha muerto. Con la de veces que se ha salido con la suya tomándonos el pelo, bajo otros nombres y otras caras y otras vidas, y todavía le vamos a creer. ¿A nadie le parece demasiado fenomenal y lírico que se nos vaya a morir dos días después de sacar a la venta su último disco, dos días después de su sexagésimo noveno cumpleaños?  Y, sí, fíjense en ese 69, el más sexual de entre los números. ¿No son demasiadas coincidencias, no les parece un fraude diseñado de antemano?

Cómo va a atreverse a semejante engaño, dirán. Alguno habrá que lo delate o reconozca y le exponga al escarnio universal. Pero Bowie es de esos que se han hecho famosos pretendiendo que todo se la trae floja, y para este músico, actor, productor, escritor, ¿poeta? (sí, también) la muerte es solo un paso más en su carrera. Se habrá fugado en su jet privado y vivirá felizmente en la misma isla retirada de Elvis Presley, Michael Jackson y Jim Morrison. A lo mejor desde allí sigue mandando melodías para algún anuncio de coches, y el resto será silencio.

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Elvis Presley, Michael Jackson y Jim Morrison.

Bowie, como Tom Sawyer, es de esos pocos que gozan del privilegio de asistir a su propio entierro y escuchar los panegíricos que le llueven del espacio, por vía de astronautas apasionados, de los despachos presidenciales, de los colegas del espectáculo y del Twitter.

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David Bowie en el videoclip “Lazarus” (Johan Renck, 2016)

Bowie no era Dios pero podía habérselo propuesto, acostumbrado como estaba a hacer su renombrado truco de magia, desapareciendo y resucitando con una nueva personalidad.

No en vano Christopher Nolan lo hizo compadecer ante las cámaras en el papel de Nikola Tesla, un inventor de artilugios eléctrico-mágicos en The Prestige (2006), con una cara engordada y reblandecida y una expresión beatífica por el retiro al que le obligó un ataque al corazón entre bastidores, alguien distinto de la silueta cadavérica que asoma en sus últimos vídeos y pelea con una agonía secreta (ahora, nos cuentan, ese dolor era cáncer de hígado).

Bowie siempre quiso ser actor y su mejor papel fue el de músico camaleónico, ya fuese dentro o fuera de las arenas de sus megaconciertos. Bowie, como decimos, se lo inventó todo, empezando por su nombre y siguiendo con la muerte.

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David Bowie, saxofonista de The Kon-Rads (1962-1968).

Se hizo llamar Davy o Davie Jones pero volvió a bautizarse como Bowie para evitar confusiones con el solista Davy Jones de los Monkees.

Probó a cantar y a ser mimo en la comedia del arte. Sus experimentos fueron frustrados por la indiferencia del público. Su primer disco, con veinte años, titulado David Bowie a secas, también pasó sin pena ni gloria. Los críticos siguen viéndolo como una tentativa inmadura, un paso transicional hasta el Bowie que conocemos. En realidad su genialidad ya está presente. Bowie es capaz de hacer una canción con la historia de un tal Arthur, pegado a las faldas de su madre, que un día conoce a una Sally, se quiere independizar pero termina regresando a los pucheros de la mamá que tanto echa de menos. No hay un auténtico romance ni una auténtica tragedia. Bowie nos dice que se puede hablar de todo, hasta de naderías, y componer buenos temas. Con Sell Me A Coat tenemos una canción de amor dispersa entre metáforas climáticas. Se ríe y nos sorprende, jamás acude a lo obvio. Nos está dando una clase magistral y no nos enteramos porque lo que cuenta tampoco viene en nuestros libros.

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“Durante toda mi carrera he trabajado con el mismo tema. Los pantalones pueden cambiar pero las palabras y temáticas que siempre he elegido para escribir son el aislamiento, el abandono, el miedo, la ansiedad, todos los puntos culminantes de la vida de cualquiera.”

Cantaba “There’s a staaaaar maaaaan… ” haciendo suyo el estribillo archifamoso “Over The Rainbow” que entonaba soñadoramente Judy Garland para El mago de Oz (Victor Fleming, 1939). En la peli, Dorothy y sus estrafalarios amigos recorren el camino de baldosas amarillas para tener una audiencia con Oz, que resulta no ser el gran mago sapiente que todos adoran, sino un farsante emboscado tras sus artilugios mecánicos, ¿les suena? Bowie prometía en el programa musical donde debutaba, un número uno de audiencia en Inglaterra, el mítico Top of the Tops —corrompiendo a su audiencia con su disfraz andrógino, sus acercamientos cariñosos con el guitarrista Mick Ronson y sus letras de rebelión juvenil—, ser un hombre de las estrellas que viene a cambiar el mundo. Luego resultó que todo era una careta. Lo que no sabemos es si la careta tenía el rostro de Ziggy Stardust, el alien devenido en estrella de rock, o de David Bowie, el chaval introvertido que se emancipó de la raza humana.

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David Robert Jones nació en el sur de Londres, un pos apocalíptico Brixton atravesado por las socavones de las bombas alemanas. Carecía de alumbrado público, los edificios estaban reducidos a escombros, la tildaban de ciudad moribunda. Su padre, un héroe de guerra. Su madre, una camarera chiflada que había quedado preñada mientras trabajaba de enfermera, una madre sin lumbre maternal, una madre con una herencia genética dañada; la locura vivía subida a las ramas de su árbol genealógico.

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David Bowie (1962)

Los chavales de esa zona y esa época parecían abocados a infancias austeras y futuros predecibles. Reconstruir un país requería disciplina, bofetadas, el restallar de la hebilla del cinturón, padres lacónicos frente a su pinta de cerveza, requería perder los sueños en favor de doblegarse a la autoridad en casa y la escuela. Parece mentira que aquella fuese una generación con el as escondido en la manga, con la llama del punk y la heroína bullendo en las entretelas. David era solamente ese chaval de colegio que viste de forma impecable y lleva las uñas limpias.

La peli Semilla de maldad (Blackboard Jungle, Richard Brooks, 1955)  puso de moda el rock and roll en las islas; por la tele mostraban series de ciencia ficción como The Quatermass Experiment (1953) que David veía detrás del sofá, cuando lo creían tapado en la cama. Con Little Richard y su Tutti Fruti, David conoce a Dios y se aplica en la música como vía de escape a su realidad adocenada.

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Little Richard dando su famoso “saludo fálico” en 1957.

David, como buen artista y mujeriego, era desleal, copión, obstinado, ambicioso, egocéntrico y un jodido bastardo, elementos necesarios para descollar del anonimato. Le trató de levantar la novia a su colega de música, George Underwood. George tenía una cita con una tal Carol pero David le contó a George que esta había cambiado de idea y no se iba a presentar. Carol, por supuesto, fue la que recibió plantazo. David pensaba pasarse unos días más tarde para consolarla y llevársela a la cama. Lo único que consiguió fue una hostia en la cara cuando su amigo se enteró de la jugada. El ojo de David quedó permanentemente dañado por el golpe. Los músculos que contraen el iris dejaron de funcionar, dando la apariencia, a través de esa pupila eternamente dilatada, de tener los ojos de diferente color. A pesar del hospital y los problemas de visión, David, lejos de compadecerse, incorporó esta anomalía a su repertorio de características alienígenas, y le terminó dando las gracias a George por el infortunado puñetazo.

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David Bowie y el artista británico George Underwood, compañeros de banda y amigos de toda la vida (1968-1972).

David juntaba y desmembraba bandas, como si fuesen sus ligues quinceañeros, siempre en pos de algo que fuese a más y mejor.

El aspecto de esos años era el de un saxofonista introvertido y sin voz, de rasgos angulosos, piel fina, demasiado rubio y blanco y para venderse como símbolo sexual. En esos años ensayaba con su nombre y sus atuendos y hacía versiones de sus ídolos musicales. La obsesión perfeccionista de David le mantuvo desconectado de su público. No era de esos, cómo decirlo, sementales con personalidad magnética. Tenía algo de mozalbete inseguro que le sudan las manos. Su carácter reservado asoma en detalles breves, insignificantes, en las entrevistas donde se requiere agilidad verbal o en las soflamas de sus conciertos. Cuando anuncia a los espectadores, al mundo, a su propia banda, que están escuchando su último concierto como Ziggy Stardust, lo hace de corrido, como si quisiera quitarse de encima cuanto antes la tragedia colectiva de su declaración sorpresiva. David va a lo suyo y eso se nota. Socializar porque sí no va con él. Se nutre del arte, esa es su excusa para la conversación, y en el escenario se disfraza, por motivos comerciales, usándose de anzuelo, pero más aún por timidez, para esconderse, como también lo hacía Peter Gabriel para Génesis. Pertenece a esa casta de artistas a quienes ofrecerse a sí mismos les parece insuficiente, y por eso juegan a ser otro gracias al maquillaje y la impostura, de forma que su romance verdadero no es con el público sino con su personalidad soñada.

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“No disfruto tanto de mis actuaciones. Siempre ha sido así. Puedo hacerlo, y, si estoy metido en situación, me sale bastante bien. Pero después de cinco o seis conciertos, me muero por dejar la carretera y regresar al estudio”.

Que David fuese un poco rarito, no lo hacía ingenuo. Con frecuencia uno recuerda con lástima a los chavalines gafotas con el bocadillo estropeado por las lágrimas. Luego se los encuentra uno de mayores y se da cuenta de que eran y son unos arrogantes sin empatía hacia los demás. Que son tan cabrones como los otros que les endiñaban las patadas y capones. O peores. Ya David, antes de ser Bowie siquiera, era conocido entre los suyos por su ambición brutal, su carácter desalmado cuando se trataba de su carrera musical. La amistad valía menos que el talento. Quería ser músico profesional y no juntarse simplemente con los coleguillas, hacer que tocaban e irse de farra. Si hacía falta, desertaba de una banda para tocar con otra, y no valían de nada los lazos amistosos. Gracias por todo y chau. Así, boquiabiertos y traicionados, como luego se sintieron los miembros de Spiders of Mars cuando los dejó sin trabajo al darse de baja de su papel de alíen. Ensayaba, estudiaba a los grandes en sus discos, pulía su forma de tocar, se odiaba, se construía y se deconstruía, fingía orgullo ahí donde podía vencerle su autoestima apocada.

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En 1964 empieza a experimentar con la homosexualidad a pesar de su voraz apetito hetero. Todo forma parte de su crecimiento artístico, es parte del peaje por que se cobra la vanguardia artística. La vida ha olvidado su espartano blanco y negro y todo vale de nuevo, el arco iris hippy y su reclamo de promiscuidad se abre camino entre los jóvenes. La crisis de los misiles en Cuba es el aditivo al presentimiento fatal, vigoroso y excitado de que el mundo está por acabarse en una guerra nuclear, así que puestos a morir, disfrútese ahora y que le den por saco a la moral victoriana reinstaurada tras la II Guerra Mundial.

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David Bowie  junto a Mick Ronson comiendo guisantes (1973)


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Café Royal, 4 de Julio de 1973, Londres, Lou Reed, Mick Jagger and David Bowie.

Bowie escribe Space Oddity al calor de la película de Kubrick, 2001 Odisea Espacial (1968) aun cuando más tarde, en su etapa drogadicta, vende la idea de que debía su inspiración a la heroína.

David y su novia Hermione (sí, la chica de esa preciosa balada titulada Letter to Hermione) ni siquiera eran muy dados a los porros. Lo suyo, más bien, era el vino blanco, pero la relación se pierde cuando ella emprende un viaje por los confines nórdicos donde participa en un musical, y a David los refinamientos se le acaban cuando el vendaval Angela Barnett, que será la primera mujer Bowie, la fuerza motora creativa —y asimismo destructiva— de su vida, se le interpone. Angela es una amazona libertina, una norteamericana que no se cansa de proponerle ideas y orgías, bravucona, posesiva en ciertos aspectos y completamente abierta en otros. Presumía de haber sido expulsada del Colegio de Mujeres de Connecticut por una relación lesbiana. “Para conocer a Bowie uno debía pasar por Angela”, cuentan los colegas de entonces. Se dice que es la Angie a la que canta Mick Jagger y Bowie también le dedica su The Prettiest Start, que es una canción reafirmando su amor pero en la que se advierten indicios de una relación condenada.

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David Bowie Hermione-Farthingale en la espera para grabar “Ching-A-Ling”, el 27 de noviembre 1968.


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Angela Barnett (Angie Bowie) junto a David Bowie y el hijo de ambos Duncan Jones (Zowie Bowie), 1974.

El lanzamiento del Apollo 11 y la llegada del hombre a la luna pone en órbita el Space Oddity de Bowie y su carrera. El espacio estaba de moda, ergo… El tema de Bowie parecía la perfecta banda sonora de ese tiempo aunque en América no le prestasen demasiada cobertura mediática por miedo a gafar sus expectativas triunfalistas de poner a un hombre en el espacio con una canción que sonaba a tristeza y soledad. El 20 de julio Angie salió a dar una vuelta mientras Bowie presenciaba emocionado por televisión los primeros pasos de Armstrong en la llanura lunar, y regresó narrando su encuentro con unos hombrecillos verdes. Entretanto el viaje ficticio del Comandante Tom por las distancias siderales, regalaba a Bowie el primer ápice de su leyenda.

El resto ya se lo saben. Es la historia que nos han contado cien veces. El Bowie que renace y muta a lo largo de las décadas y las modas, siguiendo la máxima de Picasso de que los auténticos genios roban de los otros, y Bowie alardea de ser un buen ladrón.

Las caretas vienen, se caen y se reponen. Bowie es Ziggy Stardust, Aladdin Sane, El pálido Duque Blanco, y ya después huye de los excesos de la cocaína y la vida norteamericana para recogerse en el estudio berlinés con Brian Eno. Reaparece gloriosamente en Heroes, recordándonos que todos podemos serlo aun cuando sea por un solo día, e invita a que bailemos en los ochenta. Con Ashes To Ashes salda cuentas con el Comandante Tom, que seguía perdido en la triste soledad espacial y lo reinterpreta como un yonqui catapultado por una inyección de heroína. Celebra la MTV y el escaparate musical del revolucionario Internet. Se apunta a todas las modas y las reforma a su antojo.

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Y entretanto, cuando quiere, se apunta al cine, una pasión que a veces le parece frustrada. Hace de Poncio Pilatos para Scorsese y de prisionero de guerra en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983) para Nagisa Oshima, responsable de El Imperio de los Sentidos (1976), calza como nadie su papel de alienígena en The Man Who Fell to the Earth (Nicolas Roeg, 1976), es un vampiro estilizado y gótico en El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983), es la bruja/hechicero de Dentro del laberinto (Jim Henson, 1986), nos regala una aparición casi fantasmal en Fuego camina conmigo (David Lynch, 1992), la precuela cinematográfica de la serie Twin Peaks. Se casa con la supermodelo somalí Iman Mohamed Abdulmajid y respalda al hijo de su primer matrimonio, Duncan Jones, en un debut cinematográfico, Moon (2009) que nos hizo arder las manos de tanto aplaudir: una intrigante historia sobre el espacio, la soledad y la paranoia. Se desmiente de su bisexualidad y lo achaca al espíritu de esa época. Escribe Crack City, una canción visceral en contra de las drogas.

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David Bowie The man who fell to earth (Nicolas Roeg, 1976)


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David Bowie The man who fell to earth (Nicolas Roeg, 1976)


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Catherine Deneuve y David Bowie en El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983).


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David Bowie y Jennifer Connelly en Dentro del laberinto (The Labyrinth, Jim Henson, 1986).


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Bowie en Fire walk with me (Fuego camina conmigo, David Lynch, 1992).


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Sam Rockwell en Moon (Duncan Jones, 2009).



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Iman y David Bowie en 1985.

Tras hacernos flipar con su álbum Heathen, Bowie se va disipando durante la gira que promociona su nuevo disco Reality, trufada por las desventuras. Su garganta, pasada por Gitanes y Marlboros, sufre una fuerte laringitis.

En Oslo, una fan le arroja un chupa chups que va a golpearle en el ojo izquierdo. Percibe dolores musculares en el hombro durante su concierto en Praga y el infarto le llega en Schlessel, Alemania. El tour se cancela con la angioplastia que le practican de emergencia. Los escenarios ya solo los pisa como estrella invitada y la última vez que le vemos sujetar un micrófono es aparejado con Alicia Keys para su canción Changes en el 2006.

Después nada. Seis infartos de corazón que mantiene en el anonimato. Toca cuidarse. Toca luchar por la longevidad y desligarse de la gloria. Pone la voz a uno de los personajes de Bob Esponja.

Bowie soñaba desde hacía tiempo con dejar el foco de los escenarios, recogerse en su apartamento de Nueva York y llevar una vida ejemplar de padre, dicen sus allegados. Su mortalidad de hombre le había llevado a escaquearse de sus obligaciones revolucionarias de alienígena.

Se guardaba un último milagro después de un silencio musical de diez años, gracias a sus dos últimos discos, casi póstumos, que como su productor Tony Visconti propone: “Han sido su regalo de despedida”. En el vídeo musical Blackstar se muestran los restos de un astronauta. ¿Es posible que sea el Comandante Tom y este sea el final de su singladura hacia lo desconocido, el final de camino de su experimento galáctico? Bowie ya es el hombre del futuro, plagado de arrepentimientos y sabiduría, el misterioso extraño que se proyecta desde nosotros y es descrito en la canción Shadow Man.

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Nadie como él para hacer mutis de la forma más inesperada. Hasta cuando muere o finge que muere, lo hace de forma artística. Con las botas puestas, de nuevo en el cenit de una gloria que reclama como suya.

Bowie no ha muerto. Yo no creo en la muerte porque después de esta vida no hay nada. No hay descanso ni castigo, solo olvido. Y Bowie nunca será olvidado. Él es parte de la historia de la música. Él es la música. También sé que no hace falta tener delante a los seres queridos para saber que existen. No me hace falta probar que Bowie sigue vivo. Lo estoy escuchando en estos momentos y eso basta. Él canta y yo escucho, la relación de siempre, la alquimia de todos estos años, que seguimos perpetuando, como si nada hubiese cambiado, aunque todo cambia y Bowie me lo siga repitiendo desde los altavoces. Yo salmodio: Bowie no ha muerto. Bowie no ha muerto. Bowie no ha muerto. Mueren los otros, morimos los demás. Bowie nos sobrevivirá a todos. Bowie no ha muerto.

Shenzhen, 12 de enero, 2016

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THE AFFAIR: Los cuernos del amor (o la insoportable levedad de la pareja)

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Hay una intrahistoria dentro de cada historia de amor. Se acumulan bajo la alfombra del lado oscuro de la luna, con todo lo que no vemos o jamás querremos ver sobre nosotros mismos y nuestras parejas. El 20 de noviembre ha regresado The Affair en su tercera temporada, tras restregarnos por la cara nuestra insoportable levedad, las dolorosas contradicciones de una relación con el membrete despegable de “hasta que la muerte nos separe”  Es un retorno que esperábamos escépticos y con vaporosa curiosidad porque se trata de una serie que nos sorprendió en su primera entrega, nos decepcionó en la segunda, y cuya historia sigue estirándose en favor del melodrama y los bolsillos de Showtime, siguiendo la premisa de que un chicle, por mucho que se mastique, sigue siendo el mismo chicle (lo cual, todos sabemos, no es verdad). Dominic West, Ruth Wilson, Maura Tierney y Joshua Jackson. Por orden de importancia, de minutos contados en la pantalla, de encoñamiento. Un elenco de actores que encarnan los diferentes papeles en dos relaciones que colapsan y se entrecruzan.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

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The Affair, producida por la cadena Showtime

Todos sufren, todos emprenden batallas consigo mismo y con las personas que más quieren, sumando a su bagaje el viento caliente de anteriores incendios (esos amores bochornosos que no enterramos suficientemente profundo).

The Affair se postula como una serie que disecciona como ninguna otra las entrañas de una infidelidad y sus devastadoras consecuencias.

La primera temporada cumplió las expectativas pese a sus ocasionales amenazas de llevarnos al thriller de sobremesa, utilizando como cordón umbilical entre episodio y episodio una sala de interrogatorios salida de True Detective [1].  Esa necesidad de introducir cebos argumentales baratos, el crimen, los interrogatorios, las coartadas, expone la falta de confianza en un tema que de por sí ya contiene los elementos necesarios de una historia con suspense.

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Salas de interrogatorio con los protagonistas de sus respectivas series: The Affair con Dominic West, arriba. True Detective con Matthew McConaughey, abajo.

Los títulos de crédito iniciales, con Fionna Apple entregándonos una estupenda y misteriosa canción (Container) prácticamente a capela y comprimida en ochenta segundos (voy a escupir al cielo y decir que es uno de sus mejores trabajos) nos pone en sobre aviso: entramos en un terreno movedizo y creativamente estimulante. La paternidad de la serie se haya repartida, al menos en principio, entre Sarah Treem, esa chica de estudiada pose hipster y en cuyo repertorio también figuran varios capítulos de House of Cards [2], y su mentor, Hagai Levi, creador de BeTipul [3], la serie sobre psiquiatría que la mayoría de nosotros conocimos en su versión norteamericana como In Treatment [4].

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Arriba, Gabriel Byrne como protagonista de In Treatment, otra serie que no teme sustituir la acción física por el diálogo, los paseos y las carreras por las confesiones desde los asientos y divanes.

Pero es Sarah finalmente, la persona de la batuta y quien va regalando las claves de la serie entrevistada por periodistas inflamados por un morbo semejante:

“La vida no acaba en el momento en que alguien engaña a su mujer o su marido ―y tampoco es el desenlace de la historia. O cuando alguien deja a su cónyuge por otra persona―. Como narradores padecemos la tendencia de sentir que hay un principio y un final, tradicionalmente acompañado de la idea de alguien abandonando a su pareja o volviendo con ella, pero no es verdad.

Las aventuras amorosas tienen consecuencias que se dejan sentir por años y años y años, honestamente por el resto de sus vidas: en sus matrimonios, en sus segundos matrimonios, en la vida de sus hijos.

Ha sido algo muy interesante en lo que pensar: cómo nuestros personajes  lidian una y otra vez con semejante trauma”.

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A la izquierda Hagai Levi, creador de BeTipul (In Treatment), a la derecha la premiada Sarah Treem por su trabajo en House of cards.

La serie, más que reposar sobre una moralina evidente (uno no sabe en el fondo de qué lado están sus guionistas, si es que existe “un lado”), funciona como herramienta de desenmascaramiento.

La posibilidad de la traición es parte indivisible de la vida de la pareja. Joshua Jackson explicaba en la radio:

“Más que una historia con advertencia, lo veo como un examen del daño que nos causamos unos a otros como individuos. Hay instituciones diseñadas específicamente para hacer a la gente infeliz. Es interesante que como sociedad nos centramos en la importancia de la monogamia pero todo lo que nos quieren vender en los medios de comunicación es sexo. Es una sociedad basada en el individualismo y, sin embargo, al mismo tiempo, vemos el matrimonio como la espina dorsal de esa sociedad.”

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El primer capítulo da cuenta de sus posibilidades como serie pero no las desarrolla. Nos sitúan en un escenario tópico para hacernos simpatizar con los futuros adúlteros. Él, Noah Solloway, Dominic West, el inolvidable McNulty de la inolvidable The Wire [5], es el alter ego perfeccionado de su demiurgo Sarah Treem y la caterva de guionistas que han volcado sobre él sus sueños y frustraciones. Es un personaje demasiado sexi, demasiado seguro de sí mismo, demasiado masculino, su represión humana y literaria apenas dejan secuelas en el magnetismo de su carácter (es además el mejor culo de todas las escenas de sexo).

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Es uno de los mejores villanos de la televisión porque encarna gran parte de nuestras flaquezas y egoísmos. Noah se encuentra disipado entre un matrimonio con cuatro hijos ―cuatro monstruos, especialmente la hija anémica y con sobredosis de adolescencia y un chaval que finge su suicidio esperando que el padre le aplauda la audacia― y  sus deberes para con la sociedad, que es también otro niño intolerante y chillón, la vida ponderada del padre de familia, la ética burguesa, etc. La pareja funciona bien a nivel elemental, son dos buenos compinches, pero en la cama, además de sufrir toda clase de interrupciones por parte de los vástagos que dan la tabarra en los momentos más placenteros y comprometedores, padecen las desventajas del descenso de la libido, de quererse demasiado, conocerse demasiado como para prestarse al juego de la pasión. Admitámoslo, la esposa riéndose en pleno coito porque dice que su marido pone caras raras, nos pone de parte del macho que busca su desarrollo sexual con otra persona.

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El matrimonio Salloway intentando llevar a cabo sus relaciones sexuales.

Hay más razones que se insinúan y van aflorando con toda su violencia psicológica en los siguientes capítulos: los suegros mecenas que se inmiscuyen en sus vidas con el derecho de haberles pagado la educación de sus chavales, la mujer que es hija de millonarios, perfeccionista y acostumbrada a tal nivel de exigencia que hace del marido un poco su marioneta. El suegro (John Doman, que ya le hacía la vida imposible a Dominic West para The Wire), goza de un éxito apabullante con sus libros y sugiere que quizás Noah sea autor de un solo libro, ese escrito sin mucha gracia, relegado a las estanterías polvorientas de bibliotecas municipales. La madeja psicológica está bien urdida, quizás de forma demasiado deliberada y evidente.

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Arriba John Doman, que ya le hacía la vida imposible a Dominic West para The Wire. Abajo en The Affair como un suegro mecenas que se inmiscuye en sus vidas.

Podemos ver en Noah a un buen tipo, que lucha por mantener la cabeza encima del agua y se encuentra anulado por la fuerza de opinión de su mujer y la contestataria hija. Podemos ver en Noah a esa ególatra que pasa por delante de las personas que más lo quieren con tal de satisfacer sus ambiciones personales (y esta es una cuestión  que se verbaliza en la segunda temporada, con la maravillosa Cynthia Nixon haciendo de terapeuta: cuántas veces el éxito artístico no es consecuencia también de la mala conciencia de los artistas, del arrebato sexual y creativo, de sus comportamientos disolutos, sus mentiras y la absoluta crueldad del ego).

¿Qué ve en Alison, además de sus piernas impúdicamente largas y desnudas? El espíritu de la aventura, la libertad que se ha negado y, por supuesto, el afrodisíaco de poner su vida entera en peligro.

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―¿Quién es esa mujer?― le pregunta a a Noah uno de sus chavales.

―Una catástrofe.

Y, sin embargo, se deja atraer al borde del precipicio, se arroja por él, embiste su propia pesadilla porque es la forma que tiene de sentirse más vivo.

¿Y Alison? ¿Cuál es su excusa?

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Ruth Wilson como Alison Bailey

Alison (Ruth Wilson, la sociópata de Luther [6], por ejemplo) vestida con sus pingos de muchacha rural yanqui (un cruce entre la decencia pacata mormona y el toque atrevido y moderno del este) y ese aire de ninfa y ninfómana simultáneamente, representa la belleza de una persona trágica y ojos sollozantes, la mirada convertida en desgarrada sensualidad con el fondo de la partícula de la muerte del hijo, que es también su propia muerte. Esta sirena embriagadora (que vive en la costa y no sabe nadar) padece su encierro en el rancho Lockhart, el hogar y sustento de su familia política. Alison perdió de vista a su madre muy pronto, llevada por los vientos de la espiritualidad New age y hippie. Cuidó de ella una abuela que ahora parece de Alzheimer avanzado. Su novio de juventud es su marido. Todo así huele a una vida sin opciones, predestinada a depender de la bondad de los extraños. Es casi una huérfana.  La desgracia de su hijo muerto por culpa de un desliz acuático es su obsesión destructiva que rememora cada vez que mira el tatuaje de su esposo. Necesita romper con el pasado, los recuerdos que la aplastan el cuello y le roban el aire. Eso también significa acabar con su relación actual. Vivir otro comienzo para reinventarse como otra persona, una persona que no comparta su pasado.

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“Si supieran lo que estoy pensando, se sentirían aterrorizados conmigo”, confiesa el personaje de Alison, al tiempo que la actriz que la viste, Ruth Wilson, desvela:

“Desde mi punto de vista quería desafiar el estigma de las infidelidades. Pasan tan a menudo que no puede estar todo mal. Quería participar en esa historia donde dos personas se enamoran fuera del matrimonio. Pero Sarah Treem y yo sabíamos que mi personaje, por ser mujer, iba a sufrir mucho más antagonismo por parte de la prensa y la audiencia en general. Por eso en mi versión, en la historia contada desde mi punto de vista, soy la mujer que ha perdido un hijo. Y eso me ayudó a tener una justificación, que en realidad no necesitaría por qué tener”.

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Entre los personajes está la mujer cornuda de Noah, Helen Solloway, (la actriz de televisión Maura Tierney), estupenda en su papel de una mujer a quien se le viene el mundo abajo en el plazo de unas semanas, véanla romperse una y otra vez ante los desplantes y las traiciones de su esposo, y el marido cornudo de Alison, Cole Lockhart, el actor Joshua Jackson ―que ya se había hecho un nombre en Fringe [7] con su ciencia ficción episódica, friki, y Dawson crece [8], donde le quitaba la chica al rubiales protagonista de la serie―, hace aquí de una especie de cowboy trasnochado, un tipo taciturno, con un más que probable aliento a cebolla cruda y rectitud heterosexual,  luciendo una mirada profunda que le ha plagiado a John Wayne.

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Joshua Jackson como Cole Lockhart y Maura Tierney en su estupendo papel como Helen Solloway.

Pululan por ahí otra lista de personajes para terminar de añadir matices a la paleta, el hermano yonqui, siniestro, malhadado, Scotty Lockhart (Colin Donnell) a quien no se le ofrecen cualidades redentoras y termina la segunda temporada siendo si cabe más odioso que en la primera. Está el dueño del restaurante The Lobster Roll, Oscar Hodges (Darren Goldstein) físicamente un hermano gemelo de Louis C. K, antipático, lenguaraz y con la increíble habilidad de enterarse de los más turbios secretos de sus vecinos, un chantajista a quien, de alguna forma misteriosa, se le sigue tolerando e invitando a las celebraciones de sus viejos enemigos. Está el amigo de facultad de la pareja Noah/Helen, Max Cadman (Josh Stamberg), engreído, millonario, mujeriego, divorciado, triunfador en la superficie, encarna los tópicos televisivos del hombre de Wall Street, mientras que en otros aspectos es también una figura solitaria que mantiene su dolor oculto bajo los divertimentos ocasionales que le ofrece el dinero. Será Max quien, en forma de parábola económica, ofrezca a Noah uno de los consejos más sensatos:

“Estás viviendo la fantasía de un colegial. Es hora de crecer. Las mujeres son como una bolsa de valores. Pones tu dinero en un fondo mutuo de alto rendimiento y lo dejas tranquilo. No lo sacas para invertir en una nueva empresa atractiva . El 99% de estas fracasan y te joden vivo. Deja tu dinero donde está. Confía en mí. Cometí ese error. Déjalo estar”.

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La gran apuesta creativa de The Affair, o lo que han publicitado como si lo fuera, está en los recuerdos  de los personajes que son montajes artificiales por los que aprendemos a ver cómo son ellos por dentro y cómo perciben el mundo. No hay una versión oficial de los hechos. Tenemos dos puntos de vista en la primera temporada (cuatro en la segunda, y cinco en la tercera), uno masculino (Noah), y otro femenino (Alison). Es una apuesta sugerente, dos realidades de una misma situación, un punto de vista sin asidero en la imparcialidad. Él ve en Alison a una hermosa camarera, atrevida, sexual, casquivana, que flirtea con él, y ella se describe como un alma solitaria, triste, desconectada, que encuentra en Noah a un hombre fuerte y seguro de sí mismo, protector, familiar, capaz de mostrar empatía con sus sentimientos y darle un nuevo sentido a su vida. Noah nos pinta a Alison como un desastre en ciernes para su vida conyugal, un mal inevitable como pasa con todas las sirenas que se nos cruzan. Desde el punto de vista de Alison, ella es una mujer frágil y destruida por la tragedia que pese a hacer vagos intentos por frenar el avance tentacular y confiado de Noah, acaba encontrando un refugio sentimental en sus brazos. Sus historias difieren desde detalles nimios pero reveladores, como la longitud de la falda de Alison, hasta en acontecimientos más transcendentales, dejándose llevar por los excesos de la imaginación. Alison percibe a la mujer de Noah  de forma más elegante, acentúa la diferencia de clase social y su inclinación por el arte. Noah ve a Alison con el pelo suelto, porque realmente es como a él le gusta. Ella puede revivir largas conversaciones, factores humanos, bromas que establecen las futuras complicidades. En la memoria de Noah los diálogos son breves y picantes, eclipsa el ruido de las palabras la silueta femenina de Alison en falda corta y escote agradecido. La culpa, por otro lado, está más presente en él que en ella. Su mujer se le aparece en momentos que Alison no recuerda que estuviera. En el punto de vista de Noah, es él quien salva a su pequeña de asfixiarse con una canica que rueda de la boca de la niña hasta los tenis blancos de Alison, trabajando de camarera. En la versión de Alison, es ella la que interviene a tiempo de prodigar la palmada salvadora en la espalda de la niña.

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El primer encuentro de Alison y Noah desde la subjetiva mirada de cada uno.

Según Sarah Treem, la propuesta original de la serie descansa en el basamento de un poema de Robert Hass, Meditación en Lagunitas, donde la búsqueda por el entusiasmo primitivo de una palabra recién aprendida y cuyo significado se pierde en sus constantes repeticiones se compara al descubrimiento de un amor, un cuerpo, cuando todo es nuevo y el sexo es sexo. El secreto de contar y contar lo mismo de siempre de una forma ilusionante es parte de la receta mágica.

“De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.

[…]

Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso como las palabras” [9]

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Noah solía ser el hombre bueno en el buen sentido de la palabra (citando a Antonio Machado, otro enamorador de ninfas), un hombre que pasó sus días de universidad cuidando de su madre enferma, que solo tuvo una amante en su vida, su propia esposa (“es casi como si fueses virgen”, se burla Alison, como si para tener una educación sexual completa hiciese falta follarse a la mitad de Barrio Sésamo). Un profesor de enseñanza pública (solo en Estados Unidos puede tomarse un trabajo tan noble como símbolo de fracaso profesional), que esconde su hambre atrasado por una vida que nunca ha conocido. Por eso es ahora un hombre herido de culpa, no quiere causar el dolor que causa, quiere ser feliz y libre y escapar a todos los destinos impuestos y eso es imposible. La vida se debe a sus horarios y caprichos letárgicos. La rutina nos alcanza a todos y termina por darnos muerte, una muerte longeva y pacífica, entre brumas de aniversarios y días festivos que confundimos por eso que llaman vida y son las impertinencias de la edad.

Lo que nos cuentan aquí, más que una historia de lujuria y amores es una tragedia, de las grandes, las auténticas, las que vivimos día a día y miramos por la tele para recibir la catarsis y sentirnos limpios de culpa, el griego que niega a su mujer y se entrega complaciente a su propia destrucción en pos de ninfas, sirenas, semidiosas y vellocinos de oro. Va de la tragedia que se origina dentro de uno y por eso es tan difícil evitarse. Noah se da cuenta, finge querer detenerse antes de que su semen llegue al río ajeno, pero no es capaz de lograrlo, preso de la fatalidad libidinosa que llevan los seres humanos en su alma partida. Ahí está el tipo de vida apacible y familiar, su vida sin historia, y a su izquierda el disparo en la sien del sexo, los órganos sexuales que vienen y van como olas lubricadas del  infame goce, lo prohibido, lo terrible, cagar con la puerta abierta, el despertar a otra existencia, paladear una nueva sal entre unas nuevas piernas, caracterizar el papel de malo incitado por la experiencia de lo nuevo y la culpa. Vivir la historia y quedarse sin vida, volverse caudal tumultuoso, de esos que rompen las piedras del dique y se precipitan hacia abajo, hacia abajo.

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Noah no quiere causar el dolor que causa, Noah quiere ser feliz y libre y escapar a todos los destinos impuestos.

Les voy a a contar lo que la The Affair no se atreve a decir a las claras, con todas sus excusas freudianas y sus miradas de soslayo a la sensibilidad puritana de la audiencia: Noah utiliza a Alison como forma de escapar del tedio se su matrimonio, que es en el fondo el tedio de ser él mismo. Le reprocha a su hija que haya hecho daño a otra persona por puro aburrimiento. Pero el hipócrita (la paternidad está llena de hipocresía) está refiriéndose a su propio crimen sin percatarse. Alison es un caso aparte, Alison se defiende con el sexo y es, en definitiva, el personaje más promiscuo. Tuvo una juventud vorazmente lujuriosa (“en los pajares de los pueblos hay mucha actividad”, nos recordaba Andie MacDowell  en Cuatro bodas y un funeral [10]) y ahora evita el dolor abriéndose de piernas. No funciona del todo, el sexo es un lenitivo muy poco eficaz, y como pasa con el alcohol, uno sigue volviendo sobre él y hundiéndose más y más. Alison huye de las trampas de la vida y esa es otra trampa. No tiene carácter para afrontarlas. Está demasiado ensimismada en su dolor de madre sin hijo, en el egoísmo de ese dolor sin nombre, que la absuelve de todos los placeres y traiciones. Hay cicatrices que son tan parte de uno que ha dejado de verlas, son una marca olvidada de un acontecimiento remoto y ya pertenecen a la piel defectuosa más que al accidente que las causó.

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Andie Macdowell y Hugh Grant en Four Weddings and a Funeral (Mike Newell, 1994)

La mujer de Noah tilda su infidelidad de crisis de la mediana edad y le pregunta si cuando se termine, volverá a ser el mismo hombre que amó y a regresar con los suyos. Pero cuando se atraviesa un túnel, un momento oscuro y confuso y agónico, nunca te recuerdan que la luz que ves saliendo de él pertenece a la del otro lado, ya no eres la misma persona que entró ni te defines por los mismos apetitos. Tienes el mismo rostro pero no significa nada, los rostros son careta, te disfrazan y no te representan. Por supuesto Noah quiere volver sobre sus pasos cada vez que siente la punzada de dolor de la añoranza. Se lo confiesa a su Helen en la playa: “Siempre estoy considerando volver contigo”, como si fuese una opción. Se engaña. No hay regreso a la misma relación que se dejó atrás, a su antigua piel de hombre felizmente casado.

Hay traiciones irreversibles, hay traiciones que nos transforman a nosotros y especialmente a los demás.

Es el precio del descubridor que se lanza al Nuevo Mundo  y regresa por la añoranza del Viejo, que el Viejo Mundo ya no le espera, ya no es tan viejo sino que es otro y ya no encaja en su recuerdo. Uno se queda atrapado en el ir y venir, en mitad del océano, a merced de una estúpida ráfaga de viento o el aullido consolador de una gaviota. Uno ya es marinero sin casa y, poco a poco, también sin buque.

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En el arranque de la tercera temporada, los guionistas nos vuelven a proponer  nuevas apuestas afectivas y un misterio  con fórmula repetida, a base de las piezas de puzzle que son los saltos en el tiempo. Noah Solloway regresa como el fantasma del hombre que fue, dislocado, ineficaz, sintiéndose perdido y desplazado aun en el funeral de su padre, en un episodio que abarca únicamente su punto de vista, visitado por las nieblas de su infancia y por las difíciles experiencia de los últimos tres años. Enseña escritura creativa en una facultad de New Jersey y vive con su hermana. Sur relación afectiva con Irène Jacob , añadiendo cuernos a los cuernos, procura infructuosamente amenizarnos el rato, pero vamos a quedarnos con la imagen siniestra de Brendan Fraser y sus ojitos dulces convertidos en fuego frío. Lo cierto que que ya queda poco de las intenciones primerizas de la serie. La historia del engaño es ya un viejo libro que parece escrito por un autor diferente. La vida de los personajes continúa sin su dilema original, cada vez más cerca de la telenovela. Noah, con sus camisas arrugada de leñador, invoca la figura crepuscular y derrotada del Kerouac de los últimos años, la del alcohol y el aislamiento. Su desapasionada vida actual su enajenamiento social, contagia a los espectadores del mismo desamparo existencial.

―¿Sabes por qué me casé contigo?― le pregunta Helen  con el dolor de la decepción asomando en su timbre de voz.

―¿Porque me querías?― contesta Noah con esa particular ingenuidad masculina.

―Porque eras alguien con la que me podía sentir a salvo, algo seguro

Hagai Levi (Creator), Jeffrey Reiner, Carl Franklin, Mark Mylod, Ryan Fleck, Anna Boden, Laura Innes, Michael Slovis

Uno aprende lo que ya hemos sabido desde siempre y no dejamos de olvidarlo en favor de una coexistencia sin miedos o eternas desconfianzas: que la vida es un proceso de cambio y no hay opciones seguras, ni garantías, que las relaciones sexuales no son tan inocentes ni están libres de repercusión como se le vende a la pareja cuando te pilla con las manos en la masa, en la masa de otra cocina, se entiende.  Que el amor entre la pareja declina aunque no muera del todo porque la complicidad de una vida en común se revela a la larga como algo más importante que un buen polvo en momentos de resurgimiento hormonal, y que  veces no lo es y un coito manda a tomar por saco una escala de valores bien asentada. Que somos seres humanos con un resabio de nuestros antediluvianos lagartos, que somos imperfectos y nos hacemos daño precisamente por querernos tanto, que en ese proceso de metamorfosis uno debe aprender a perdonar y adaptarse, a resistir el sufrimiento sin blindarse y buscar la redención fortuita en el siguiente recodo de nuestra insoportable levedad. No hay respuestas. Nos quedamos con las preguntas de siempre, la tilde del miedo en las entrañas, porque somos todos víctimas, y quien pone los cuernos también acaba siendo cornudo. The Affair nos obliga a cogernos de las manos con nuestra pareja y prometernos las mentiras de siempre: que nunca nos engañaremos el uno al otro, que siempre nos querremos exactamente como nos queremos ahora. Y por eso la serie es tan desgarradora, supone un salto en el tiempo de nuestras relaciones o nos devuelve la historia de nuestros pasados errores. Y eso es también lo que tenemos que agradecerle a una serie tan bien escrita, protagonizada y dirigida, pese a los desvíos argumentales y su falta de seguridad en sí misma, que nos lleve a mirar de frente y de cerca la cicatriz mal sanada, cuya existencia nos empeñamos en olvidar. Uno puede decidir que quizás es mejor no exponerse a las decepciones de una relación, en muchos casos mudable y, a la postre, enfermiza, un amor destinado al desamor y a encabezar títulos de canciones pop. Pero entonces para qué estamos vivos. Porque el amor, cuando funciona, por breve y alucinógeno y deteriorable que este sea, es la respuesta a nuestras sombrías crisis existenciales y pone fin al aburrimiento y a las monocromas gafas de sol que llevamos en nuestra vida. Por eso venimos a intentarlo una y otra vez, a darnos cabezazos contra el mismo muro que no es un muro sino un rosal de espinas y fragancias.

Shenzhen, martes, 20 de diciembre, 2016

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EL AÑO NEGRO DE LOS OSCAR (I)

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Se lió la marimorena el año pasado, bueno, solo en los medios, donde tienen su propio juego de histeria, por la falta de candidatos negros a los premios Oscar. Todos nos partimos de la risa escuchando declaraciones de celebridades renunciando a asistir a una ceremonia, a la que ni siquiera fueron invitados, por considerarlos racistas. Vimos sus hashtags y sus emocionados twitters de medianoche y copa de más, y en Hollywood, claro, fueron lo suficientemente absurdos como para tomarse esa pantomima en serio y mudar de careta. Actores progres y actores desocupados en zapatillas de andar por casa, en pos de la promoción gratuita y una causa mejor que los guiones de superhéroes, salieron a la palestra para defender los derechos civiles de la comunidad afroamericana, derechos que ya no se centraban en el respeto, la convivencia, la igualdad salarial y todo eso, sino en una pataleta lindando con el cachondeo.

Neil Patrick Harris, Oscar 2015, oscar,

Neil Patrick Harris como el presentador de la gala de los Oscar 2015.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

“Los Oscar taaaan blancos”, tildaron en su campaña de desprestigio, y el eco del abucheo encontró hiriente el oído sensible y pesetero de los jerarcas del cine.

Así que este año tomaron nota y poco ha faltado para que también testimonien que la estatuilla dorada está tomada de un modelo gay negro, en aras de la conveniencia social y la cosmética que un vendedor pone en el coche viejo para doblarle el precio. Para empezar se han deshecho del electorado más carcamal, ese compuesto de jubilados del mundo del cine que hasta ayer tenían derecho a votar. Y la presidenta de la Academia, Cheryl Boone Isaacs, la primera mujer de color en sus 88 años de historia, está haciendo promesas en favor de la diversidad en un plan que culminará en el año 2020. Si el año pasado no era apropiado ser negro, este podría pensarse que es justo lo contario. “¡El año negro de los Óscar!”, vocifero con cachondeo, pero nadie sigue esta clase de bromas. Y negro, consideraciones raciales para más adelante, ciertamente ha sido. Las nominaciones a los premios Óscar siguen ofreciendo pronóstico de lluvias y mala salud en el entorno del cine. La televisión ha dejado que otros ocupe su lugar de caja tonta. Hollywood, provocadora y lasciva de puertas adentro, es el basural de la corrección política, el reino de la sacarina, cuando saca a pasear su galería de pelis seleccionadas. En una ceremonia probablemente trufada por los consabidos chistes bienintencionados y los guiños críticos a su presidente misógino y racista (y elegido democráticamente, no lo olviden) nos harán creer que están premiando lo más granado del cine de este año.

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Confundiendo narrativa con moralina y entretenimiento con mensaje, las películas seleccionadas están ahí más para propagar su historia con enseñanza mega positiva que para hacernos cosquillas en el cerebelo.

Haciendo uso de la discriminación positiva, se erigen entre las nueve candidatas, tres títulos con protagonistas y temática afroamericana, otra con protagonista indio (indio de la India), otra donde se alude tangencialmente la cuestión india (india de Norteamérica), otra donde se nos habla de la integración alienígena, y hasta en la categoría de las películas de animación, se posiciona como favorita Zootrópolis, con una historia sobre la aceptación de unos animales por otros y el peso del estigma de los falsos estereotipos. Como siempre, la tendencia yanqui dada a los abusos de corrección política se pone en evidencia con estas demostraciones hipócritas donde el cine importa menos que su posicionamiento social. Por ahí tenemos además tres historias de blancos, en las que pasamos del drama de telefilme y una historia de guerra con friki religioso a bordo, a una pareja muy guapa, bailando y cantando, ofreciéndonos un tipo de escapismo multicolor a la antigua. Cine palomitero, cine que puede seguirse con la Coca Cola en una mano y el móvil repleto de mensajes de texto chorras en la otra. Así pues dejen cerca del sofá atrapa-pedos una caja de kleenex para la lágrima fácil y chantajeada, y la cesta de la basura para echar la pota, porque las nominadas a la mejor película de este año son…

Correccion política, Hollywood, nominados, Cine, 2016

Manchester by the Sea (Manchester frente al mar): donde tenemos a Cassey Affleck haciendo de su papel favorito, un tío raro, inadaptado socialmente aunque las mujeres le tiren la cerveza encima para follárselo.

Imaginamos que con tamaño magnetismo, nos sentiríamos menos herméticos y más triunfadores, pero hay una desgracia en su pasado que no le deja maniobrar. El personaje de Cassey es un conserje que hace chapuzas para varios edificios, metido en su burbuja autodestructiva, hasta que su hermano la espicha y le toca ejercer de padre adoptivo de su hijo. El planteamiento así dicho no tiene nada de original, y el tráiler nos remite falsamente a las comedias de incomprensible éxito como Tres solteros y un biberón, Un niño grande, o a tragedias románticas con Cosas que perdimos con el fuego. Es una peli aséptica, lenta, predecible (porque no hay nada que predecir) y más honesta de lo que se promete. Era un papel que iba para Matt Damon, dispuesto a marcarse otro Indomable Will Hunting, pero que por problemas de calendario haciendo de payaso astronauta en Marte, la pasó la oportunidad a su colega Cassey Affleck, figura de contra luces y menos estelar, deudor de esa saga de actores farfulladores como Marlon Brando, Heath Ledger (especialmente en Brokeback Mountain) o Jeff Bridges (casi incomprensible en el remake Valor de ley). Su interpretación, entre lo contenido y lo histérico, bien podría darle una grata sorpresa la noche de la gala, si no fuera porque su nombre aparece asociado en la casilla del buscador con una demanda por acoso sexual.

Good Will Hunting, Manchester by the Sea, Oscar 2016

Izda Cassey Affleck con su hermano Ben y su amigo Matt Damon en Good Will Hunting (1997). Dcha Cassey Affleck junto a Michelle Williams en Manchester by the Sea (2016).

Dirigida y escrita por Kenneth Lonegan, experto en contarnos historias formato pequeña pantalla, donde lo más interesante transcurre fuera del ojo del espectador, en las entretelas de sus personajes. En sus pelis predomina una interpretación realista, lacónica, como si el invierno en ese pueblo costero les hubiese achicado el alma. Se agradece el sentido de humor inteligente y casi solapado en algunas de sus escenas, la autenticidad de sus diálogos. Kenneth es además experto en contarnos historias emotivas sin echar mano del chantaje emocional. El problema es el de siempre, al final de esta película con hechuras de dramón de sobremesa, uno permanece en estado de indiferencia, emocionalmente distanciado.

Manchester by the sea, Margaret, Kenneth Lonergan, Matt Damon, Anna Paquin, Cassey Affleck

Izda, Cassey Affleck en Manchester by the Sea (2016). Dcha, Anna Paquin y Matt Damon en Margaret (2011), ambos films de Kenneth Lonergan.

Hacksaw Ridge (Hasta el último hombre), donde tenemos cine Gibson, es decir, cine épico, porque todo lo que hace este hombre le sale heroico, afectado, inspirador, entusiasta.

Con Mel Gibson uno no conoce un bostezo ni cuando filmó una peli de tres horas llamada Braveheart. Es posible que en persona sea un tío mierda, ultraderechista católico, racista, con la olla ida, pero ha sido un actor carismático y sigue siendo un director ejemplar. Esta película no ha sido la excepción y si en el Hollywood judío le abren la puerta a un talludo antisemita como él, por algo será.

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Uno echa de menos para su banda sonora a James Horner, ese compositor también con gusto por la grandilocuencia musical, desde que la diñase en un accidente aéreo. La partitura de Rupert Gregson-Williams para este film, con plagio añadido a la de Hans Zimmer por La Delgada Línea Roja, no hace más que acentuar su ausencia.

El larguirucho Andrew Garfield, aún con la musculatura de sus dos Spiderman, interpreta a Desmond Doss, héroe verídico de la II Guerra Mundial. Doss es un Adventista del Séptimo Día que se alista en el ejército para salvar vidas (y no tomarlas, negándose a empuñar un arma). Se verá confrontado a causa de sus ideas no solamente en el campo de batalla sino por sus compañeros de pelotón. Hugo Weaving, que no ha sido nominado, hace una más que estupenda interpretación como el padre atormentado y alcohólico de Desmond. Todavía uno lo recuerda como el agente Smith de The Matrix. Aquí tenemos a un agente Smith pasado por la batidora del shock post-combatiente, y le sale bordado.

Andrew Garfield, Hacksaw Ridge, Hasta el último hombreMel Gibson,

La historia se centra en la invasión de la isla de Okinawa (si bien se filmó en Australia), una isla bien pertrechada, en donde los japoneses habían construido sus escondites en cuevas, túneles, agujeros, fortines. La escarpadura abrupta fue bautizada con el nombre que da título a la película, Hacksaw Ridge, que en cristiano significa “La cresta de la sierra”. Las tropas norteamericanas fueron repelidas dejando tras de sí a un gran número de sus compañeros heridos e incapaces de escapar por sí mismos. El trabajo de Desmond como médico, reducido a hacer torniquetes, suministrar plasma e inyecciones de morfina y trasladar a los heridos fuera del campo de batalla, lo mantuvo sin cobertura aliada durante las doce horas que pasó solo rescatando a sus compañeros ―50 almas contó él, 100 decía su comandante, y cerraron el trato para la leyenda en 75―.

The Thin Red Line, Terrence Malick, Mel Gibson, Hacksaw Ridge

Arriba, Hacksaw Ridge (2016). Abajo, The Thin Red Line (Terrence Malick, 1998).

Una constante del cine de Mel Gibson, aparte de las escenas sanguinolentas, es el protagonista que arrostra adversidades prácticamente insalvables, un superhombre con ideales tan elevados que lo llevan a enemistarse con sus propios amigos. La tentación de ceder, salvar la vida y volverse uno más del clan gregario se presenta durante todo el metraje (“Clemencia, William, clemencia”, ¿se acuerdan?). Por eso es una historia que viene a su director, como anillo al dedo, que posiblemente también se sienta ese héroe maltratado por la sociedad, incomprendido por sus palabras, que persevera en sus declaraciones escandalosas con el fin de “salvar el mundo”. En fin, mejor no hacer dobles lecturas, mejor es dejarse contagiar por el heroísmo que rezuma la película. Los yanquis son los buenos, los japos son los diablos imbatibles. Disfruten como espectáculo de esa simplicidad (Gibson sabe filmar la guerra y el valor), como cuento que nos inspire a ser algo más grande de lo que somos y quizás solo podamos llegar a sentirlo en el cine.

Arriba, Mel Gibson como actor en We Were Soldiers (2002). Abajo Andrew Garfield a las órdenes de Gibson en Hacksaw Ridge (2016).

Arriba, Mel Gibson como actor en We Were Soldiers (2002). Abajo Andrew Garfield a las órdenes de Gibson en Hacksaw Ridge (2016).

Fences es una obra de teatro filmada. Es decir, no es cine en el más fino sentido de la palabra. Uno puede imaginar el tablado que las cortinas van mostrando al descorrerse, con el deprimente escenario pintado al fondo de un barrio de clase obrera en la Pittsburgh de los años 50. En escena van apareciendo tres de sus personajes divagando sobre mujeres, béisbol, mortalidad y diablos durante los primeros 20 minutos.

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Denzel Washington dirige y protagoniza la vida de Troy Maxson, un hombre de la vieja escuela, duro, fanfarrón, estricto, que puedes imaginar dando zurriagazos con el cinturón en una mano y la Biblia en la otra. Troy ha conocido días mejores, era un buen jugador de béisbol que vio perder su oportunidad de ingresar en la liga profesional por terminar enchironado a causa de una pendencia y, según él, porque con su color de piel no tenía auténticas posibilidades de triunfar en un mundo de blancos. Trabaja como basurero. Solo confía en el dinero que uno produce de sus dos manos callosas. Tiene un hermano a quien la guerra le ha jodido la cabeza. Tiene dos hijos: el primero, de su anterior matrimonio, malvive como músico en tugurios de baja estofa. El otro quiere usar el béisbol como trampolín para entrar en la universidad. Ninguno de los dos está a la altura de las expectativas paternas. Troy Maxson está harto de pelotas y trompetas, todo eso son fantasías que el hombre blanco pone en la cabeza del negro para mantenerlo sometido en una vida que desemboca, como le ha pasado con la suya, en la parte trasera de un camión maloliente y de ruta establecida. La cerca que quiere levantar alrededor de su casa y los matojos que componen el jardín, es una alegoría del drama generacional, la tradicional barrera entre padres e hijos, emociones imposibles de sacar afuera, y el vano intento de mantener lo que se ama al lado de uno.

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La acción está en la palabra, y para aquellos mortales que no hemos pisado Broadway, esta película nos ofrece una especie de compensación. Pese a sus buenos propósitos, la gimnasia verbal y sus estupendas interpretaciones (tirando al exceso, como ocurre siempre en el teatro), Fences nos deja con un sabor de insustancialidad, que es asimismo el sabor con el que nos llena la vida tantas y tantas veces.

Dejamos que descansen la vista por ahora, que se terminen las palomitas untadas en mantequilla y queso. Hace falta cambiar el agua al canario y la vomitona rebosando el cesto de los papeles. Enfádense o congratúlense, recuerden que esto es cine, o ni siquiera eso a veces. Para gustos, colores, y en este caso el puto arco iris se queda corto.

Les amenazo: continuará…

Shenzhen, 14 de febrero del 2017

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EL AÑO NEGRO DE LOS OSCAR (II)

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No es motivo para encabronarse. Es tan solo una operación malamente orquestada de limpieza de imagen. Las películas de los Oscars 2017 tienen menos que ver con la ética artística que con la moralidad. Los redaños del buen cine se encuentran en las afueras, en los circuitos de diletantes y los alcantarillados subversivos del anonimato, llevado a cabo por gente que, si tiene suerte, acabará algún día vendiéndose por una mega producción que recorra el mundo, y si no, vagará como agente libre, chupando de subvenciones o ahorros familiares, en pos de los vientos de su caprichosa conciencia, a sabiendas de que las buenas historias no hacen necesariamente dinero.

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Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

Esta vida es un show, y en el caso de la ceremonia de los Oscars, aun peor, un show televisado, con grapa en la comisura de las sonrisas para que no se les deshaga a los invitados por puro aburrimiento.

Arrival (La llegada): es una peli de Denis Villeneuve, lo que significa buen cine cuente lo que cuente y aun cuando este trabajo vaya a la zaga de todos los anteriores; una obra menor de un director que, esperamos, solo esté calentando motores en la ciencia ficción para deslumbrarnos con la secuela de Blade Runner. Basado en un relato corto, Arrival es la historia “infilmable”, como el mismo Villeneuve se quejaba al principio, de una lingüista y un físico, que trabajan juntos para descifrar un lenguaje extraterrestre. La dificultad de la película está en salvar el escollo del aburrimiento, en brindar momentos apasionantes a un relato cuya baza está en la sorpresa final, tan inconcebible que conmueve menos de lo que decepciona. Los alienígenas están diseñados como manos haciendo el tolai en un manto de niebla dentro de la propia nave espacial, los chicos del ejército están ansiosos por darle al gatillo, los líderes políticos son oportunistas y poco agraciados cerebralmente. Peli que es híbrido entre Contact e Interstellar y se queda, en efecto, entre las dos, sin llegar a la originalidad de una ni al efectismo de la otra.

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Lion: 80.00 niños desparecen de la India cada año, nos dicen al comienzo de los títulos de crédito. Esta se trata de la historia con final feliz de uno de ellos (es un spoiler que todos podemos figurarnos). Filmada en dos continentes. El primero es la India, un lugar sugestivo gracias a la alegría bulliciosa de los sonidos, con ese contraste entre espiritualidad y miseria desoladora. Allí, un niño de 5 años que se gana la vida recogiendo piedras con su madre y hermano, se pierde en la oscuridad del inmenso continente y el extravío le dura 25 años, salvando los peligros ofrecidos por falsos samaritanos empeñados en secuestrarlo y convertirlo en prostituto infantil. El chaval indio será adoptado en una Australia con resonancias inglesas, frígida, plomiza, y mal les pese, multicultural. Una velada entre amigos le devuelve parte de sus memorias perdidas y la urgencia de dar a saber a su familia que está vivo y a salvo. Una película entrañable, con final entrañabilísimo cuando en los minutos finales, a la manera que ya nos tienen acostumbrados, se muestran a sus protagonistas de carne y hueso. La película se resiente a falta de un desarrollo más entretenido, ya que su protagonista (el actor Dev Patel, favorito de los papeles de personaje indio aunque sea británico hasta la médula) va realizando la búsqueda de su pueblo natal a través del Google Earth. Entre medias le inventan rupturas emocionales y distanciamiento afectivo con su familia australiana. Ayudando a solventar sus carencias, la película se apoya en la música de los pianistas Hauschka y Dustin O’Halloran, apostando por un desenlace que, no por esperado, desmerece los pañuelos.

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Hell or High Water (Comanchería): Es la mejor película de todas aunque en las quinielas de los Óscar apunte bajísimo. Se mueve entre el western moderno, la crítica social y pelis de atracadores de bancos. La inteligencia de su historia va más allá de un planteamiento aparentemente sencillo. Como sucede con las grandes pequeñas películas, el trabajo del equipo de filmación es excelente; los actores son verosímiles; la música, adecuada; el ritmo de la historia, no peca ni de trepidante ni de soporífera.

Resaltan Jeff Bridges y Ben Foster. Para más detalles y lecturas les remito al interesante artículo TRES VECES EN IRAK, PERO NO HAY DINERO PARA NOSOTROS de nuestro colega Miguel Martín Maestro.

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Hidden Figures (Figuras ocultas): Otra historia de autosuperación y logros casi milagrosos, por si todavía no tuviéramos suficiente. Otra historia basada en hechos reales. Tres talentosas mujeres afroamericanas trabajan para la NASA a principios de los años 60, durante los frenéticos inicios de la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. “Poner un hombre en el espacio”, era la consigna. Y ya como postre el sueño de la Luna, que hoy ya es el sueño de Marte. A las tres mujeres se les estropea el coche de camino al trabajo y aparece el inoportuno policía que, por supuesto, hace alarde de su munición racista antes de acceder a escoltarlas hasta la NASA. La película está basada en un libro que a su vez está basada en una historia real por inverosímil que nos parezca en la forma que han llevado el argumento. Los diálogos, los amores y las zancadillas que deben salvar, vienen servidas en un paquete demasiado peliculero. Se trata de un producto auténticamente norteamericano, donde la honradez y el esfuerzo acaban prevaleciendo por encima de los prejuicios de sus colegas de trabajo. Del trío de amigas, el peso protagonista lo lleva Taraji Penda Henson, en plan de apocada matemática con momentos de celebrados exabruptos. La actriz y cantante Janelle Monáe hace doblete con ésta y en Moonlight, otra de las favoritas de este año. Kirsten Dunst sale luciendo su cara de prematura amargada de clase media y Kevin Costner, con esas gafas pseudointelectuales que usa para sus papeles de personaje pseudointeletual, hace de sí mismo, es decir, de Kevin Costner, es decir, de un hombre frío, recto y sosainas, que masca chicle, marca ACME probablemente, rezumando patriotismo y diligencia laboral por los cuatro (o cinco) costados.

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Kevin Costner con sus gafas de pasta adoctrinándonos en J.F.K. (1991) y Hidden Figures (2016)

Por supuesto las tres aguerridas afroamericanas son ninguneadas por el resto del equipo blanco, que además peca de una incompetencia rayana en la anormalidad. Se trata de la América pre Johnson, pre derechos sociales, la América de las cacareadas libertades en donde la gente de color solo podía sentarse en la parte de atrás del autobús y debían usar sus propios baños, iglesias y cementerios.

La América del cambio o de la ilusión del cambio, con Kennedy en la presidencia y Martin Luther King haciéndose asiduo de una televisión que va pasando de la monocromía a una década floreada de colores lisérgicos.

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Producto entretenido, familiar, sin subtextos o claroscuros, con el toque justo de comedia y el toque inocuo de romance, que repite las alquimias de una larga generación de películas diseñadas con buenas intenciones y que no van más allá de su propia fórmula. Un tipo de cine con final edificante, como de un universo alternativo del que también participan la mayoría de las películas seleccionadas y un poco santurronas. Todo ello para sentirnos mejores personas sin mover un dedo para lograrlo y ahogar el ruido del auténtico problema: América sigue siendo segregacionista, el mundo sigue siendo segregacionista, aunque luego, en Hidden Figures escuchemos esa frase contundente y gloriosa del gran americano que tanto le gusta encarnar a Kevin Costner: “Aquí en la NASA todos meamos con el mismo color”

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Nos quedan las dos favoritas de los Oscar 2017, Moonlight, peli de negros, falsamente controvertida, diseñada para un público de izquierdas solidario con las minorías y fáciles de encandilar con el tema, y La la land, peli de blancos, comedia musical al uso de cualquier comedia musical, diseñada para atraer a un público carca y de lagrimón fácil, comprometido con la nostalgia y el cariño hacia un cine casi fenecido. El nuevo Hollywood versus el viejo Hollywood, de eso irá la noche del 26.

Moonlight: Hay quienes nacen sin infancia y otros que desgraciadamente la sufren y es escabrosa. El primer encuentro con el personaje principal es a la carrera, con una panda de mal nacidos pegada a sus talones. A partir de ahí nada mejora demasiado. El chaval contará con muy pocos aliados que le ayuden a crecer, entre los que se cuenta un sensiblero camello (Mahershala Ali), pródigo en consejos tan paternales como “no te sientes de espaldas a la puerta. Nunca sabes quién puede venirte por la espalda”, y la novia de este, que cuidará de él como su madre adoptiva, en ausencia de la auténtica, la actriz Naomie Harris, la bella Moneypenny en las últimas pelis de Bond devenida en adicta del crack en esta. La peli está dividida en tres partes, tres diferentes décadas en la vida del chaval, tres nombres: “Little”, “Chiron” y “Black”. Un muchacho enclenque, gay como colmo de infortunios en una barriada donde no se admite algo así. “Little”/”Chiron”/”Black” va perdiendo sus plumas de cisne, su humanidad (si convenimos en que la humanidad es algo bueno) para transformarse en otro de esos gángsteres embrutecidos, en este caso con la apariencia de un gladiador de ébano interpretado por el atleta Trevante Rhodes. Este “Boyhood Black” ha abierto los grifos lagrimales de la mala conciencia blanca norteamericana a pesar de ser una historia conocida de antemano. Spike Lee, por ejemplo, ya nos la había contado de muchas formas. Es una historia que se pierde en los tópicos raciales (no por ello menos ciertos) y en la sensiblería facilona, made in Hollywood, respaldada por los pasajes musicales de una banda sonora muy hermosa pero reiterativa. Una historia que no ofende pero quiere emocionarnos, algo fácil, digerible, que presume de valiente sin cometer ninguna audacia.

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La la Land (La ciudad de las estrellas): es su antagonista, su contraste, está llena de color, música, bailes, optimismo, gags de supuesta gracia, felicidad vomitiva prácticamente en toda la película… es decir, un musical romántico, la herencia de tanto emponzoñamiento disneryriano en la creencia de “all you need is love”. Guiños y concesiones al pasado en formato Cinemascope. Ni siquiera pasarán por las puertas batientes del cine a quienes, como a mí, les parezca que el interludio musical de Harpo en las divertidas comedias de los hermanos Marx era para levantarse de la silla y pegarle un tiro. Ryan Gosling y Emma Stone repiten como pareja en su tercera colaboración desde Crazy, Stupid, Love y Gangster Squad: Brigada de élite (ninguna de ellas una gran película). Él, pianista de jazz; ella, actriz debutante. Ambos buscan su lugar en ese mundo aparte que es L.A. con un pie puesto en sus sueños y otro en los curreles por subsistencia. Sus sensibilidades artísticas los unen, y sus carreras artísticas los separan. Se trata de la historia tópica sobre la metamorfosis que todo aspirante a artista saborea y sufre en su camino al estrellato. Integridad artística versus triunfo comercial, es otro de sus subtemas, aunque sea una peli que no profundiza sobre nada y es más la la la que la la land. Los últimos diez minutos y un par de canciones son lo menos olvidable de una película casi infantil, en la cual se deja sentir algo del espíritu de Casablanca. Según Damien Chazelle, su director (nos deslumbró con Whiplash), tomó como inspiración los viejos musicales plantándolo en la vida real donde las cosas no funcionan exactamente como uno quisiera. La la land ya cuenta con catorce nominaciones y tiene a todos encandilados porque resucita un género que siempre se está rescatando, o, lo que es lo mismo, que nunca deja de morirse.

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En resumidas cuentas, mientras unos se frotan las manos por un año de candidaturas repleto de afroamericanos, otros nos sentimos con el malestar de un cine de bajo calado artístico, con historias poco novedosas y valientes que ayuden a abrir las miras de nuestra imaginación. La mayoría caen en el estereotipo blando, en las fachadas, en las historias victoriosas de autosuperación, que adolecen de falta de verosimilitud aunque se basen en hechos reales (uno prefiere una ficción creíble que una realidad demasiado asombrosa). Entre el espectador y el artista ya no existe desafío sino la mutua pereza de ofrecerse lo que siempre se pide y viene preparado de antemano.

No es motivo para encabronarse. Es tan solo una operación malamente orquestada de limpieza de imagen. Este año las películas tiene menos que ver con la ética artística que con la moralidad. Los redaños del buen cine se encuentran en las afueras, en los circuitos de diletantes y los alcantarillados subversivos del anonimato, llevado a cabo por gente que, si tiene suerte, acabará algún día vendiéndose por una mega producción que recorra el mundo, y si no, vagará como agente libre, chupando de subvenciones o ahorros familiares, en pos de los vientos de su caprichosa conciencia, a sabiendas de que las buenas historias no hacen necesariamente dinero. Bromas y seriedades apartes, esta vida es un show, y en el caso de la ceremonia de los Óscar, aun peor, un show televisado, con grapa en la comisura de las sonrisas para que no se les deshaga a los invitados por puro aburrimiento. Aquí ya lo que importa es el guardarropa con joyería prestada haciendo poses monas en la alfombra roja. La palabra es glamour y no arte, industria y no artesanía. La estatuilla de marras está casi de más. Por eso ya pueden dársela a los negros.

Shenzhen, 14 de febrero del 2017

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Juego de tronos, Mad men, Sex and the city, Espartacus, Alfombra roja y escaparate de maniquíes: UNA CASA CON DEMASIADAS VENTANAS

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Madmen (Matthew Weiner, 2007)

El cine no es solamente cine, sino también chismorreo y moda. La ceremonia de los Oscars, un coñazo aun para sus invitados, pasaría inadvertida si no fuese por su pasarela en la alfombra roja. O miren cómo se lo montan en Cannes y en qué se ha convertido. Mad men, Juego de tronos, Espartacus, Sex and the city…

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

Alfombra roja y escaparate de maniquíes.

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Todo esto, en el terreno del cine, para contarles que ni se imaginan las razones peregrinas que llevan a las películas y series de televisión a triunfar o hundirse: a veces es una cuestión de calendarios o estrenos que coinciden, escándalos guarros, cobertura mediática morbosa, una franja horaria mala, un embarazo en camino, un rodaje conflictivo, un noviazgo semiclandestino dentro y fuera del plató. El cine no es solamente cine, sino también chismorreo y moda. La ceremonia de los Oscars, un coñazo aun para sus invitados, pasaría inadvertida si no fuese por su pasarela en la alfombra roja. O miren cómo se lo montan en Cannes y en qué se ha convertido. ¿A quién le importa lo que suceda en esas cavernas de Platón donde nos obligan a guardar silencio mientras se proyectan películas? El espectáculo está en otra parte: desvíen la mirada hacia esas piernas sin final, esa espalda descubierta, esos zapatos tachonados, esa chaqueta, esos escotes enjoyados, ese Armani, ese Vera Wang, ese desfile de marcas que son las que realmente apadrinan todo ese pifostio del séptimo arte. Por ahí saludan los artistas, esos maniquíes glorificados vestidos por sus mecenas, agitando la mano, adoptando expresión de foto, anticipando la ametralladora caliente de los flashes.

A un lado ese escaparate de trajes a precios imposibles y de este otro, nosotros, restringidos a permanecer detrás del cordón (policial) con el resto de los pobres mortales. Eso es cine.

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Los actores metidos en la industria, saben, así como los políticos, que cuando tratamos con la audiencia, el público o la masa, también estamos tratando con borregos. Así que sus asesores de imagen les obligan a esconder sus propia personalidad o sus estimulantes perversiones para no causar la estampida del rebaño. Al actor, que es un producto, una marca, le toca morderse la lengua para no malograr su próxima película, que no es solamente suya sino de un montón de gente que ha puesto su alma en ella para que luego venga la estrella de turno y lo eche a perder todo en una interviú cualquiera. No es de extrañar que los actores parezcan gilipollas cuando se dejan entrevistar en su gira de promoción. Deben de estar acojonados: si dicen algo que se sale de los márgenes de la conveniencia social, le puede costar miles de espectadores, léase borregos, a la taquilla. Los periodistas, que también son grandes actores, aguantan el tipo escuchando toda esa mierda: “Oh, sí, mi personaje es muy interesante” (aquí el actor cambia a una pose intelectual), “yo creo que XXX es una mezcla de… Además, he tenido la oportunidad de trabajar con YYY, del que soy un gran fan, es el mejor director con el que he trabajado y ha sido tan paciente” (aquí se le humedecen los ojos, pero sin lágrimas, para que no se le corra el maquillaje) “y también quiero agradecerle a mi compañero de reparto ZZZ, por su generosidad. He aprendido tanto a su lado. Hemos sido una gran familia”.

Sexo y violencia en la pequeña pantalla: Espartaco versus Juego de tronos.

Uno ya sabe que un rodaje es como ir a la guerra y que la gente pierde los nervios y hay grandes peleas, donde unos se retiran a llorar a su caravana, otros amenazan con renunciar, otros sufren infartos. Los periodistas deberían hacer boicot a tanta sandez, levantarse de sus sillas y dejarles con la boca abierta. Para escuchar toda esa cantidad de falsedad aduladora, uno puede quedarse en su casa y escribir las respuestas por ellos.  Pero ni unos ni otros tienen narices de hacerlo, unos por salvar su entrevista y otros por salvar la película. Todo es cuestión de imagen. ¿Seguro que estamos hablando de cine?

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Vincent Chase (Adrian Grenier)

Les decía que el triunfo del cine tiene menos que ver con el cine que con todo lo demás. ¿Recuerdan ese capítulo de Entourage (“Un día en el Valle” segundo capítulo de la tercera temporada) en el cual Vincent Chase (Adrian Grenier) pasa un día lleno de angustia porque no sabe cuánto dinero va a hacer la película que protagoniza en el primer fin de semana? Su reputación está en juego en esa guerra de números condicionada, o eso temen, por unos apagones de luz que se han venido dando en las salas de cine a causa de la ola de calor.

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Izquierda: Los Soprano (David Chase, 1999-2007). Derecha: Spartacus: Sangre y arena (Steven S. DeKnight, 2010-2013)

La HBO, como buena cadena de pago, aprendió a ganarse su audiencia gracias a repetidas concesiones gráficas al desnudo y la violencia. Así en Los Soprano, se gozaba del Bada Ding, el típico club de striptease para mafiosos y de las amantes ocasionales de su protagonista. Pero la HBO sólo era una novicia mirándose las bragas. Después vino la serie Espartaco (Steven S. DeKnight), que fue más allá con tres temporadas y una miniserie, admitiendo hacer entrega de un guión cochambroso escrito para chavales con espinillas. Nunca escondió cuáles eran sus reclamos, que reposaban sobre la entrañable fórmula del sexo y la violencia. Casquería digitalizada y cuerpos en pelotas dando rienda suelta a su pasión superlativa. Eso era Espartaco, divertimento sin límites, los guionistas se inspiraban con la portada de la Playboy y leyendo los cómics de Conan. Nadie discutía la verosimilitud de sus argumentos porque un pezón es irrebatible, una espada esparciendo sangre es irrebatible. Su público no quería aprender historia ni le importaba el realismo de las heridas. Disfrutaban de su vídeo juego.

Por eso cuando la HBO propuso hacer Juego de Tronos (David Benioff, D.B. Weiss) que era una empresa ambiciosa y sin visos de triunfar como lo ha hecho, arrancó de forma timorata, jugando sobre seguro, ofreciendo desnudos en cada episodio para mantener el interés en una serie cuya temática shakesperiana gira alrededor de la codicia y el poder.

A sabiendas de que un buen guión no es suficiente. Nunca lo es.

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Juego de Tronos (David Benioff y D.B. Weiss, 2011)

Es interesante hacer notar que sus escenas picantes han ido disminuyendo poco a poco a lo largo de las temporadas, conscientes de que a sus seguidores más entregados les causaba un poco de risa ese despliegue de erotismo facilón, con diálogos sostenidos en mitad de una cabalgada sexual para querer justificar la inmodestia de tanta piel al aire (¿y quién diseña estrategias políticas mientras folla? Seamos serios. Es como si la parienta se pusiese a hablarte de los chavales en el cole mientras se abre de piernas). Lo que la HBO ha ido aprendiendo, y nosotros un poco con ella, es que una cosa es hacer una serie adulta y otra intercalar contenidos adultos. Dicho en plata, en la junta directiva habían llegado al acuerdo de que no querían solamente una serie que invitase al onanismo sino para recoger un Emmy y agradecérselo a la madre.

El pasado vergonzoso de Sex and the City.

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Sexo en Nueva York (Darren Star, 1998-2004)

Sex and the City o, como lo llamábamos por aquí, Sexo en Nueva York, era, como ambos nombres indican, una inteligente radiografía de la vida sexual y la vida en pareja de un grupo de amigas neoyorquinas, pero lo que su público femenino demandaba eran más historias de Manolos, Loubotines y Chaneles, zapatos o sandalias de exhibición que no sirven para andar con ellos. La serie también recurría a escenas jocosas de sexo donde el hombre era cosificado al punto de ser aun menos que un pene, simplemente una billetera abierta y un bulto en la bragueta.

La mujer, presumiendo de independencia económica, seguía siendo una persona incompleta, obsesionada con la idea de encontrar su media naranja para sentirse validada.

Pero una cosa era Sex and the City y otra la precuela que quedó esbozada en dos temporadas (no aguantó más, no aguantamos más). Eso ya podía considerarse una desvergüenza para Michael Patrick King, la mente maestra criminal de la serie original, que se valió del estandarte feminista para hacer de sus protagonistas modelo de conducta de la generación homosexual. Lo de El diario de Carrie fue la excusa para hacer algo más de pasta meándose encima del legado de otros. O así lo vio él. “Mi Carrie Bradshaw empezó a los 33 y la llevé a los 43 -ni siquiera sé quiénes son los padres de Carrie Bradshaw-… la idea de volver hacia atrás y hacer de ella algo menos evolucionado, es algo que no me imagino haciendo. No tengo ninguna conexión con esa precuela”. Si en las últimas películas uno sentía ese hedor de quien está por estirar la pata por culpa de esas escenas en las que olvidaban la trama para auto homenajearse,  la precuela, aun más bochornosa, remató cualquier posibilidad de continuidad. Lo cual nos parece bien porque hay cosas que si permanecen muertas, duran mucho más tiempo.

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Sexo en Nueva York (Darren Star, 1998-2004)

El diario de Carrie se basa en el supuesto de que una idea no envejece si sus actores se renuevan. A veces ha dado resultado, como en X-Men y otras no tanto como en el Asombroso Spiderman. El relevo generacional en El diario de Carrie ha obligado a bajar la barrera de la edad de su público, que es como decir que ha puesto el listón de inteligencia más bajo, con lo que ya no tenemos las complejidades de una mujer adulta y cínica en sus líos de pantalones, sino a una mocosa de instituto cocinada en los tópicos romances de instituto, en la línea del Club Disney.

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Adam Driver y Lena Dunham en Girls (Lena Dunham, 2012)

Para encontrar vida más allá, es decir, un producto digno que repita la mezcla del pijerío, el amor, la sexualidad y Nueva York, prueben mejor con Girls (Lena Dunham), que tiene una estupenda primera temporada, y donde también se hizo famoso Adam Driver en camino de hacer de villano para la nueva entrega de Star Wars.

Orígenes y finales de Mad Men.

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Don Draper en Madmen (Matthew Weiner, 2007)

Mad Men ofrecía aun menos, ni pezones, ni disparos, ni mafiosos ni aliens, y sin embargo es una de las cinco mejores series de la historia de la televisión.

En ella se nos cuenta las vidas desquiciadas de un grupo de publicistas asentados en la Nueva York de la década de los 60. Es un retrato de época y asimismo una historia acerca de la búsqueda truncada de la felicidad, esa promesa y esa mentira que los creativos de la agencia propalan para vender su producto y en cuyas redes caen ellos mismos, pasando de cómplices a víctimas en el tejemaneje consumista. Especia su discurso con las continuas crisis de identidad de su protagonista Don Draper (Jon Hamm), sus encrucijadas morales y el vacío existencial de turno. Y aunque vaya de todo eso, nosotros sólo oiremos comentar los trajes de sus protagonistas durante la sesión de fotos para el estreno de cada nueva temporada. Aquello que la HBO no podía prever cuando le ofrecieron y rechazó un producto de tanta calidad pero sin atractivo de masas, es que su fórmula del éxito para durar estas siete temporadas no estaba en un argumento que adolecía de atractivos comerciales, sino en el glamour de sus personajes, en la moda sesentera que iban a exportar, en los vestidos, en el aspecto saludable de sus secretarias, en el rostro cerúleo y hermoso de January Jones, en el porte de Jon Hamm, en la sensualidad voluptuosa y bien vestida de Christina Hendricks.

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De izquierda a derecha: January Jones, Jon Hamm y Christina Hendricks. Madmen (Matthew Weiner, 2007)


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Matthew Weiner

Por las galerías del rechazo, que son las más complicadas de andar y las más solitarias aun cuando todo el mundo deba recorrerlas para llegar a alguna parte, los gerifaltes resabidos de las grandes cadenas lo miraban  llegar desde su apoltronamiento oficinista. Se decían: “aquí viene el tío rarito, ese que escribía sueños muy largos en Los Soprano” y hacían limpiar el polvo de los pósteres enmarcados que colgaban como títulos de medicina, recordando las series que tenían circulando y el dinero que generaban. “Muy bueno, todo muy bueno pero… ”. ¿Pero a quién coño le importa tu historia? Querían decirle y no se atrevían para mantener buenas relaciones con un escritor que les serviría para pulir sus otros guiones. “Necesitaríamos crear una base de fans con esta serie y ahora mismo… En fin, buena suerte.” o “Lo siento, es demasiado bueno para producirlo. Nadie va a verlo”.

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Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008).

Los únicos interesados fueron el modesto canal AMC (American Movie Classics), donde emitían viejas pelis norteamericanas.

Aceptaron el guión de Weiner porque estaban deseando crear sus propios contenidos y hacía muy poco les habían quitado de las manos la posibilidad de filmar la versión de la novela Revolutionary Road, que fue a a manos de Sam Mendes en su lugar. Mad Men guardaba muchas similitudes con el libro de Yeats, que es una mirada impasible sobre las contradicciones y demonios de un matrimonio suburbano a mediados de los 50. Desde entonces AMC ha ido aprovechándose de lo que la HBO no se atrevía a producir y le ha puesto como punta de lanza en el panorama televisivo. A día de hoy han producido cosas como Breaking Bad y The Walking Dead.

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Izquierda: Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013). Derecha:  The Walking Dead (Frank Darabont, 2010).

Mad Men, es verdad, al principio sólo se hizo popular entre los articulistas del medio pero de una forma u otra ese prestigio le ayudó a sobrevivir a la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Ante su incierto futuro, Matt Weiner nos ofreció tentativas de tres finales, en la primera, segunda y cuarta temporada, por miedo a que su contrato no fuera renovado. Eran capítulos que cerraban un arco argumental pero uno no sabía distinguir si se trataba de un desenlace feliz o amargo, había que dejar pasar tiempo, antes de tomar partido, para que las emociones se aposentaran.

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Madmen (Matthew Weiner, 2007)

El 17 de mayo termina la serie y sabremos absolutamente toda la historia. ¿No es extraño poner fecha tan precisa al final de una curiosidad? Mad Men sigue siendo uno de esos ejemplos de talento que sigue sin tener detrás el reconocimiento de la masa por eso de que el rebaño no va tras los mejores pastos sino a por la plasta de caca más fresca. Pese a todo, quién iba a esperarlo, el secreto de su éxito (humilde, claro, pero éxito) estaba como siempre en los detalles más frívolos. De esta forma el número de televidentes que no pasaba del millón ha triplicado su cifra aunque sea nada más que para comentar sobre los vestidos en la peluquería.

No hay moraleja. Para hacer cine vale cualquier excusa y el cine es una excusa para otros fines si se quiere. Este negocio es un queso gruyer, con todos esos agujeritos y ventanas donde no se sabe si el gruyer es el queso o la ausencia intencionada del queso es el gruyer.

                                                                                  Shenzhen, 14 de abril de 2015

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La entrada Juego de tronos, Mad men, Sex and the city, Espartacus, Alfombra roja y escaparate de maniquíes: UNA CASA CON DEMASIADAS VENTANAS se publicó primero en El tornillo de Klaus Revista de cine.

MICKEY ROURKE | Fisonomía de un caradura sin cara (II)

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Mickey Rourke no hace solamente del hermano mayor de Matt Dillon (que seguirá sus pasos profesionales al interpretar después de él a Hank Chinaski, el alter ego del poeta alcohólico Charles Bukowski), es además el hermano mayor simbólico de un nueva mesnada de actores, como Diane Lane y Larry Fishburne.[…] Rourke se muestra como ese chico duro y vulnerable, aureolado por la tragedia con un cigarrillo gastado en la comisura de la boca y la expresión de alguien vagamente ausente, vagamente atormentado, vagamente melancólico.

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Matt Dillon y Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

IV: Hermanos mayores y hermanos ausentes

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Mickey Rourke y Evan Rachel Wood en El luchador – The wrestler-  (Darren Aronofsky, 2008).

Ya sabemos que su padrastro era un cabrón que le llenaba de miedo mientras su padre legítimo se disolvía en alcohol, que su madre ignoraba voluntariamente los abusos y que el suyo era un vecindario diseñado para brutos con ensoñaciones criminales. Sabemos eso y no sabemos nada porque la hostia determinante se la llevó Mickey con su otro Mickey, es decir, el Mickey del barrio pobre versus el Mickey estrella de cine. Los cambios en su personalidad se hicieron notar durante el rodaje de Diner en 1982, una comedia inofensiva que supuso el estreno como director de Barry Levinson (el mismo que luego filmaría cosas como El secreto de la pirámide o The Young Sherlock Holmes, Good Morning, Vietnam y Rain Man). Por ahora Levinson está en su primera película y ni siquiera se acuerda de dar la orden de empezar. Hasta los actores bisoños tienen más experiencia que él.

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Mickey Rourke en Diner (Barry levinson, 1982).

Barry retrata las memorias de su pandilla de Baltimore, un grupo de amigos con un sentido del humor ligero, muy distinto del de la banda de machos a la que Rourke estaba habituado. La película se centra en uno de esos pequeños café restaurantes, anclados un poco en mitad de la nada, donde los camareros reciben a los clientes llamándoles por su nombre de pila. Allí descargan su artillería verbal, entre cafés y sándwiches, hacen bromas adolescentes aun cuando lindan en la treintena y estiran un poco más su complejo de Peter Pan en espera de que la vida adulta los engulla del todo.

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Diner (Barry levinson, 1982)


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Mickey Rourke, Kevin Bacon, Daniel Stern y Tim Daly en Diner (Barry levinson, 1982).

Mickey, sin duda, se erige como la estrella de esa hornada de futuras celebridades, haciendo de un mamonazo guaperas con deudas impagables, que oscila entre la lealtad a sus amigos y un gusto perverso por hacerle cabronadas a sus ligues. En el reparto está Steve Guttenberg, encumbrado más tarde gracias a ese saco de chistes malos e historias mediocres que coleccionó la franquicia de Loca Academia de Policía. También aparecen Kevin Bacon, en estado perpetuo de borrachera, y Daniel Stern, Paul Reiser, Ellen Barkin y Tim Daly. La mayoría logrará hacerse un nombre en pelis para niños o en series de comedia. Ninguno volará tan alto ni caerá tan bajo como Mickey. Decir que la convivencia entre él y sus compañeros de reparto fue compleja, es un eufemismo y Rourke ni siquiera se tomó la molestia de aparecer en los extras del DVD haciendo piña con los demás. Cuando le preguntan sobre la cinta, dice que sigue sin verle la gracia. Con todo, cosechó buenas críticas y una estupenda recaudación y supuso para él un peldaño importante hacia el pedestal de la posteridad fílmica.

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De izquierda a derecha: Don’t look now (1973), Performance (1970), The man who fell to earth (1976) películas de Nicolas Roeg.


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Nicolas Roeg

Nicolas Roeg le sale al paso antes de que se estrene Diner. Es uno de esos directores por el que tantos se desviven por trabajar aunque sus pelis no produzcan pasta y tengan problemas de distribución. Roeg, pese a sus rarezas, sigue siendo recibido como el hombre que parió Don’t look now (1973), una de las películas de terror más innovadoras de la historia, travistió a Mick Jagger para hacer Performance (1970) y autentificó a David Bowie como alienígena en The man who fell to earth (1976). No le pregunta, telefonea directamente a Mickey: “¡Ey, tipo duro, tengo algo para ti!” Y es todo lo que necesita decir. No es una cuestión de dinero sino de currículum, trabajar con Roeg significa hacerte respetar en el gremio, pasar de ser el culo de un artista al artista de cuerpo entero.

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Eureka  (Nicolas Roeg, 1983)

Para Eureka (1983) interpreta a un abogado, un italiano de ademanes suaves y malas intenciones. No es su mejor papel ni le sienta bien esa facha de hombre apocado que se mueve en las sombras. La película es irregular, con escenas memorables y juegos oníricos que pasa de la superstición, la astrología, la codicia y la demencia a un cruento asesinato. Gene Hackman es un millonario que ha logrado su fortuna escavando oro en el Yukon y ha comprado una isla en el Caribe donde mata el tiempo en la perezosa contemplación del océano y comportándose como un imbécil. Se aborda la consabida fábula que podría aplicarse a Mickey: el hombre que se jode a sí mismo cuando ha encontrado lo que busca. En el caso del personaje de Gene Hackman, permite que medren a su alrededor parásitos avariciosos: la hermosa Theresa Russell, haciendo de su hija consentida y aportando algún interludio erótico en compañía de un Rutger Hauer en plan de picaflor francés, o Joe Pesci, como el sempiterno mafioso, que conspira esta vez para construir un casino en la isla del millonario. Es una película confusa, como no podía menos de ser con Nicolas Roeg, donde un juicio de asesinato pasa a ser el escenario de una especie de terapia matrimonial y es el epicentro de una historia que cuenta muchas cosas aunque no estemos seguros de todo lo que dice.

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Matt Dillon y Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

Francis Ford Coppola le invita a subirse en su barco para una realización de bajo presupuesto basada en una de las novelas de Susan E. Hinton (la segunda que adapta) acerca de pandilleros juveniles.

Rusty Jame (Matt Dillon) es un joven desnortado que idealiza un pasado de guerras entre bandas y aspira a estar al nivel de la leyenda de su hermano, un Mickey Rourke que deplora las expectativas del barrio puestas en él, una especie de hijo pródigo, ausente por largas temporadas en misteriosas odiseas personales y al que todos conocen por el apodo de El chico de la motocicleta.

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Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

La aparición de Mickey Rourke no puede ser más fulminante, interrumpiendo la pelea entre Rusty y otro mocoso que le hiere con un trozo afilado de cristal. Mickey salva la vida de su hermano escoñando su propia motocicleta contra el rival de Rusty. Mola Mickey, mola El Chico de la Motocicleta. Todo lo hace bien aunque esté un poco ido de la olla.

Es sabido que Coppola reescribió su parte para darle más protagonismo. Mickey se presentaba cada día en el rodaje con un objeto nuevo que ponía en el bolsillo de Coppola y, durante sus líneas, trataba de pensar en este, oculto en la tela sobada de los pantalones del director. La idea la había tomado de algo que escuchó decir a Brando: cuando te centras en lo que estas diciendo, se nota demasiado. En la vida real, la gente habla de una cosa y esta pensando en otra.

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Izquierda: Marlon Brando.  Derecha: Nicolas Coppola y Matt Dillon en Rumble Fish (Francis Ford Coppola, 1983).

La película está dedicada al hermano mayor de su director. “Mi primer y mejor maestro”, reza en los créditos, y cuyo hijo debutaba con su auténtico nombre, Nicolas Coppola, que no tardaría en cambiarlo, para no deber nada a su linaje, por el de Nicolas Cage. Por encima de todo, La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) es una historia de hermanos y Rourke se siente inmediatamente identificado con su papel. Traslada sus sentimientos por Joey, su hermano menor al que en esos días le han diagnosticado un cáncer, al personaje de Rusty James en la película; recuerda los días de impotencia infantil, cuando no podía defenderle de los abusos físicos en casa, y ahora, como entonces, sigue sintiéndose desarmado.

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Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

Rodada en blanco y negro, ambientada en los 50, La ley de la calle es osada, artística, filosófica, respira aires de cine europeo, y se acompaña de una banda sonora irreverente de mano de Stewart Copeland, el baterista de los The Police. Mickey no hace solamente del hermano mayor de Matt Dillon (que seguirá sus pasos profesionales al interpretar después de él a Hank Chinaski, el alter ego del poeta alcohólico Charles Bukowski), es además el hermano mayor simbólico de un nueva mesnada de actores, como Diane Lane y Larry Fishburne. La película goza de la presencia de de un barman estrafalario interpretado por Tom Waits, y de Dennis Hopper haciendo del padre borracho de Matt y Mickey. Rourke se muestra como ese chico duro y vulnerable, aureolado por la tragedia con un cigarrillo gastado en la comisura de la boca y la expresión de alguien vagamente ausente, vagamente atormentado, vagamente melancólico. La peli es espléndida y también un fracaso porque el director ya es el Coppola post Apocalipsis, post El Padrino, es decir, el Coppola personal y de Corazonada, que quiere demostrar a la industria su capacidad de hacer cine de autor sin plegarse a los estereotipos de Hollywood, es un nombre que evoca a otro hombre, a otro Coppola, y no a este de fiascos económicos y audacias catastróficas.

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Willem Dafoe y Debra Feuer en Vivir y morir en L.A. (William Friedkin, 1985).

En la vida de Mickey Rourke aparece su primera Harley y una flota de descapotables. Pasa demasiado tiempo de juerga y en el espacio conyugal son todo peleas por celos y recriminaciones.

Mickey es un hombre tradicional en el peor sentido de la palabra, posesivo, de raíces católicas, quiere una esposa bonita y atada a la casa, odia verla salir para el rodaje de alguna secuencia subida de tono. Willem Dafoe padecía sus amenazas y el carácter voluble de Mickey cuando trabajaba con su mujer para To live and die in LA (William Friedkin, 1985). Aquella idílica casa de Beverly Hills iba convirtiéndose en una jaula con barrotes de oro. Asimismo estos son los años más felices en la profesión.

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Debra Feuer y Mickey Rourke.

The pope of Greenwich Village (Stuart Rosenberg, 1984) es una gran película de actores. Nadie sabe cómo se las arreglaron pero hasta los extras rascándose los huevos o sonándose la nariz están inmensos. Ahí resplandece Eric Roberts, “el mejor actor con el que he trabajado”, dice Mickey no en vano, un poco resignado, eclipsado por la buena estrella de Eric que, aunque no haga de galán, es el auténtico protagonista. Eric entonces no vagaba por ahí con el sambenito de ser el hermano de Julia Roberts (¿Julia quién? se hubieran reído por esos años), era la promesa de triunfo y sostén en la familia, recabando elogios sonados, visitas de modelos despelotadas a su remolque y nominaciones a los Globos de Oro por The King of the Gypsies (Frank Pierson, 1978) y Star 80 (Bob Fosse, 1983). Como Mickey, cuanto más se acercaba a la cumbre, más coqueteaba con el abismo. Su talón de Aquiles era su nariz-aspiradora enganchada a la cocaína colombiana. Un año después del estreno de la cinta, la vida profesional de Roberts entraría en barrena a causa de varios escándalos y arrestos policiales que lo metieron de cabeza en la batidora de películas televisivas con el resto de su generación de mediocres. Ahora hace de malhechor de tres al cuarto y se sincera en patéticos productos de reality shows acerca de sus problemas de drogas y los discontinuos procesos de rehabilitación. Pero eso vendría después.

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Mickey Rourke y Eric Roberts.

En The Pope of Greenwich Village, la química entre los tres protagonistas, porque también hay que agregar a Daryl Hannah en el lote, es absoluta. Los papeles principales iban a recaer en un principio sobre Al Pacino y Robert De Niro, anticipándose a su gran encuentro en Heat (Michael Mann, 1995), pero Mickey y Roberts estuvieron a la altura de las circunstancias. Quizás por encima de ellas.

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Mickey Rourke, Daryl Hannah y Eric Roberts en The pope of Greenwich Village (Stuart Rosenberg, 1984)

Mickey gastó 10.000 dólares en su propio vestuario, así como en Diner había intentado maquillarse por sí mismo para escándalo del equipo, que le pedía que se cortara un poco con la sombra de ojos porque aquella no era una jodida peli de vampiros.

Su compromiso en el rodaje y la verosimilitud de sus escenas ocasionó accidentes menores, como la vez que Daryl Hannah tiene que pegarle en la cara y, llevada por el ardor de la escena, le rompe de verdad la corona de una muela. Si bien la peli no es de esa clase que van por ahí fanfarroneando de taquilla, The pope of Greenwich Village subsiste como referente interpretativo para todos esos pardillos que se van creyendo la hostia.

Una curiosidad halagüeña: a los nostálgicos les gustará saber que el trío se verá las caras de nuevo en la película Skin Traffik (Ara Paiaya) de estreno previsto para este año aunque posiblemente no pase ni por los cines. Entretanto, Eric y Mickey han seguido haciendo un par de trabajos juntos en Spun (Jonas Åkerlund, 2002), con una escena que es más que nada un homenaje cómico a sus antiguos personajes, y en The Expendables (Sylvester Stallone, 2010).

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Manhattan Sur -Year of the Dragon– (Michael Cimino, 1985)


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Michael Cimino

Mickey tenía el glamour del artista de culto pero él aspiraba a más, al reconocimiento absoluto no solamente de los críticos sino de las masas, responsables de costear su estilo de vida. Su mapa de ruta incluía una nueva película con Michael Cimino, el director más maldito de todos, que iba buscando su redención por hundir financieramente a todo un estudio. Cimino iba a hacer las cosas bien y traía consigo al guionista en boga de esos años, un tal Oliver Stone, encumbrado en la historia del cine por sus guiones de El expreso de mediachoche (Alan Parker, 1978) y El precio del poder (Scarface, Brian De Palma, 1983) y que prometía seguir dando leña con Platoon (1986). La película, Manhattan Sur (Year of the Dragon, 1985) llevaba las trazas de ser un éxito pero una vez más el público le hizo la cobra. Oliver Stone había sido demasiado severo retratando a su protagonista, un policía egocéntrico, obsesivo, iracundo y racista, con el fantasma de la guerra de Vietnam aflorando en su ética implacable de trabajo. La película peca de un argumento descosido y de ser políticamente incorrecta de cara a las minorías asiáticas, pero también ofrece un ritmo trepidante y unas secuencias de acción que Tarantino sigue citando como parte del santoral de sus referencias fílmicas. Para meterse en la piel del capitán de policía Stanley White, Mickey pasó tres meses en el asiento de copiloto de un coche patrulla, respondiendo a llamadas por homicidio, y sacrificó su atractivo físico dejándose avejentar quince años. La película fue recibida por abucheos, manifestaciones de protesta y fuerte tirón de pelos en las reseñas de los periódicos donde se la tenían jurada a Cimino. Mickey sólo tenía palabras de desprecio hacia esos intelectuales de gafitas que atienden a la sala para actuar de voceros del paladar norteamericano.. También fue la primera vez que se planteó dejar el cine y abrir una tienda de motocicletas.

Empezó a tomarse su carrera con más calma ahora que el dinero no era un problema y todo empezaba a traérsela floja. Si bien ya es el personaje irascible y fanfarrón solicitado por la prensa amarilla, también es un tío enrollado, que cultiva amistades patibularias y consiente a sus colegas meterle la mano en el bolsillo en fiestas donde hacen rodar al unísono el hielo de sus copas. Son sonados sus dispendios, sus parrandas dionisíacas, sus tratos con modelos de fama súbita.

El nombre de Mickey pega como sinónimo de desenfreno nocturno.

De esta forma trata de apaciguar sus insatisfacciones artísticas. Quiere seguir haciendo películas, pero busca algo distinto y más provocado. Sucederá en compañía de una rubia bien dotada, manteniendo una relación obsesiva y degradante bajo el testimonio de las cámaras, para Nueve semanas y media.

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Mickey Rourke y Kim Basinger en Nueve semanas y media (Adriane Lyne, 1986)

V: El semental de los 80

Rourke es un tío duro que a diferencia de otros tipos duros como Steve McQueen, sí sabe llorar. Y lo hace como nadie. Con ese terremoto facial que mueve al llanto histérico y, de repente, con un gesto brusco del cuello, se esfuerza por reprimirlo, ya que después de todo es un hombre y la exposicion de sus sentimientos linda con lo obsceno. Se ha fabricado su imagen de tío duro con corazón de puta buena. Es lo que le encaja y lo que la gente paga por ver: su voz suave y dulce hasta que los cigarrillos la enronquecieron; sus estados de ánimo encontrados, antojadizos y violentos; su inmensa humanidad enterraba bajo capas de músculos y sufrimiento. Rourke seduce con sus papeles de tío bueno disfrazado de tío malo, o ,como le reprochaba Daryl Hannah en The Pope of Greenwich Village, un hombre a un solo paso de hacer lo correcto aunque nunca llegue a darlo. Mickey es un seductor entre lo masculino y lo estudiadamente afeminado como cuando se pasa los dedos por el labio inferior dando a entender que su caricia va dedicada a las zonas erógenas de su clientela femenina.

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Adrian Lyne

Adrian Lyne lo entendía perfectamente y confiaba en su magnetismo fotogénico para poner caliente a una sala de cine entera. Lyne había filmado Flashdance (1983) unos años atrás, película que tuvo sus días de gloria como parte de una tendencia basada en coreografías, canciones pegadizas y bailarines en mallas, y que hoy consideramos sobreapreciada y hortera.

Lo mejor estaba por llegar, sin embargo, y también sería el responsable de poner de moda los thrillers y dramas eróticos abanderados por Nueve semanas y media (1986), título que ofreció protagonizar a Mickey Rourke y este aceptó, entusiasmado con un guión tan perturbador, con un personaje, misterioso, cruel y romántico, que es como se veía a sí mismo y también quería que le viesen los demás.

Para Nueve semanas y media, volvió a hacerse habitual del gimnasio y perdió peso. Se recluyó en la suite de un hotel, dejando a su esposa sola (“No es la mejor terapia para un matrimonio en crisis”, confesó) y se mentalizó para pasar a ser el actor que llegó más lejos que ninguno.

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Kim Basinger en la portada de Play Boy en  febrero de 1983.

Kim Basinger era básicamente una desconocida de buen ver que había aparecido en el firmamento hollywoodiense gracias a su trabajo de modelo. Apuntaba maneras de actriz en la película para televisión Katie: Portrait of a Centerfold (Robert Greenwald, 1978) interpretando a una reina de la belleza de provincias con las miras puestas en una carrera como estrella de cine, que en su lugar padece el escarnio social, cimentado por el deseo reprimido, la envidia y una moralidad pacata, cuando accede a posar desnuda para una revista. El drama de su protagonista podría haberse visto repetido en carnes de la propia actriz cuando, para promocionar su papel de chica Bond en Nunca digas nunca jamás (Irvin Kershner, 1983), se dejó fotografiar para la portada de Playboy. La jugada le salió bien y un año después estaba seduciendo al personaje de Robert Redford para la película de béisbol El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) en un papel de villana con escrúpulos. Usando su cuerpo esculpido y sexualmente maduro de treinta y tres años, con las cejas depiladas y rubio peluquería, Basinger se alza como el modelo de belleza norteamericana en los 80, la Marilyn de los 60 y la fantasía sexual de medio mundo en su papel estelar en Nueve semanas y media donde hace de una tratante de arte impresionable que acaba de salir de una larga relación.

Rourke es un corredor de bolsa, con sonrisa gamberra, dulce y posesivo, de maneras suaves pero implacable, con el que tendrá una historia turbia, basada en el fornicio, la adrenalina y la sumisión.

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Mickey Rourke y Kim Basinger en Nueve semanas y media (Adriane Lyne, 1986)

Pero la química, contra lo que su audiencia espera, es solo imaginaria y restringida a las horas de rodaje. Basinger odiaba el tufo a tabaco que Mickey desprendía y lo apodaba “Cenicero Humano”. Mickey, obsesionado con Billy Idol, ponía a todo volumen su canción Rebel Yell para entrar en personaje, dando por culo al resto del equipo. La culpa también la lleva Adrian Lyne que para preservar la tensión sexual y su intimidad como pareja cinematográfica, no dejó que se conocieran hasta unos minutos previos de rodar juntos la que es también la escena del encuentro.

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Mickey Rourke y Kim Basinger.

Adrian Lyne y Mickey Rourke mantuvieron una relación de respeto basada en continuos desacuerdos que dirimían haciendo lo que a cada uno le daba la gana. Mickey, en la onda Billy Idol, quería llevar el pelo en punta y Adrian daba instrucciones opuestas al peluquero. Justo antes de empezar el plano, Mickey se rehacía el peinado. Entretanto, el estilo visual de Adrian, compuesta por atmósferas de humo seco, tinieblas artificiales y haces de focos ladeados, recargaban tanto el estudio que acabaron causando a Mickey una bronquitis.

Mickey se miraba en el espejo de Marlon Brando y esperaba convertirse en su relevo en unos años.

Nueve semanas y media iba a ser para él lo que El último tango en París (Bertolucci, 1972) fue para Brando, aunque la sangre (¿o debería decir los fluidos?) no llegase al río. Cuando le tocó ver el nuevo montaje, con los cortes impuestos para evitar una calificación de película adulta, volvió a sentirse estafado. Con todo, la película funciona bien como relato de obsesiones peligrosas, y sus escenas haciendo el bandarra con la puerta de la nevera abierta entre él y Kim Basinger se han convertido en el equivalente a la sodomización con mantequilla entre Maria Schneider y Brando. Rourke, el semental de la década, daba una lección a los aspirantes a follador sobre cómo satisfacer a una mujer aunque acabe diciéndole te quiero a una puerta que se cierra.

 

Shenzhen, 24 de abril, 2015

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14 Rasgos distintivos del buen superhéroe

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«Tal vez, el mayor superhéroe en la industria de las tapas y grapas sea ese Hugh Hefner de los cómics en que parece haberse convertido el entrañable Stan Lee (¿por qué este tipo también parece estar siempre en batín y acompañado de mujeres jóvenes?).»

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Lobezno inmortal (2013)

Escrito por Pablo Cristóbal y Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas y Pablo Cristóbal

Introducción

Los que crecimos con cuentos de Wolverine —cansados de un Lobo trasvestido de abuela y una Caperucita Roja demasiado ingenua— y nos emocionábamos viendo llorar a Cíclope cada vez que se moría su novia (que sigue estirando la pata y resucitando a día de hoy como parte de una chirigota comiquera), no podemos negar que las series de superhéroes o sus películas —también en clave serial— son nuestra nueva droga de diseño. Por eso les pedimos que nos dejen desbarrar.

Crecimos bajo un estigma que no tenía nombre y ahora lo tildan de friki, o friqui, según lo castellanos que nos pongamos. Íbamos a los kioscos en busca de nuestra dosis semanal de tíos voladores en traje de pijama. Y lo hacíamos al margen de los demás compis del colegio, que recurrían a Mortadelo y Filemón para mitigar su curiosidad lectora.

Los superhéroes eran algo que obstaculizaban el desarrollo mental del adolescente, así nos decían papá y mamá, los superhéroes iban a terminar volviéndonos locos, subnormales y violentos.

Y encima eran yanquis, no apoyaban la industria española tal y como hacían esas buenas historias franquistas con el Jabato cristiano salvando a su princesa virgen. Los cómics se escondían entre las páginas del libro de texto de Ciencias Naturales como si se tratasen de revistas pornográficas. Compartíamos el culto con unos pocos porque no estaba de moda soñar con Marvel o DC. Eran otros tiempos. Las chicas se reían si te veían con un cómic debajo del brazo, (que no tebeo, el tebeo sí era cosa de gilipollas, fíjense en la palabrita, TBO, que si bien etimológicamente no viene de “te veo”, creo que a sus autores les hizo gracia el equívoco a pesar de la falta de ortografía, como si hubiese sido urdida para desprestigiar completamente la revista y sus lectores) y te preguntaban si eras un niñito apegado a su chupete, y eso era el acabóse de tu vida social en el patio de recreo.

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The Avengers (2012)

De vez en cuando un colega que venía de hacerse un viaje por los Estados Unidos, te aclaraba que los cómics allí eran parte de su cultura y todos los chavales flipaban con ellos y el que no se apuntaba al club de Spiderman era el anacoreta de esos lares. Te traía un número muy avanzado en inglés, que uno descifraba por los dibujos, todo emocionado. Llevábamos una doble vida. En la calle éramos los mismos cretinos que hablaban de marcas de coches y defendían a sus jugadores de fútbol; en casa, en el santuario de nuestros dormitorios, imaginábamos que una araña radioactiva descendía por nuestro brazo, que inesperadamente nos descubríamos capaces de atravesar paredes, o que un hijo de puta nos mataba a la familia y eso servía de excusa para echarnos a la calle y partirnos la cara con criminales.

Porque las reglas para convertirte en superhéroes estaban fijadas de antemano, catorce mandamientos que todos los respetables del santoral de Chris Claremont y allegados hacían cumplir a rajatabla. Rasgos y caraceristicas de

Para empezar, las biografías de todos ellos, e incluso sus uniformes, son, en muchos casos, razonablemente parecidos y no sólo porque todos (¡y todas!) tengan una mandíbula cuadrada y el cuerpo de un modelo de ropa interior, sino porque aun cuando lo traten de disimular, comparten un profundo desprecio hacia el sistema y sus leyes. Hacia la democracia en sí, pasando por alto que nadie les ha votado, que no han ido a una academia ni han hecho prácticas de vigilante, que están ahí porque les sale de sus cojones, asistidos por la voz de un familiar defenestrado que les martillea la cabeza con la murga esa de lo del poder y la responsabilidad, eslogan tan de moda entre los militares a la hora de bombardear una población llena de civiles.

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El caballero oscuro: La leyenda renace (2012)

Ni qué decir que nadie sabe de dónde sacan tiempo para combinar su faceta enmascarada con una vida laboral estable. A ellos no les desvela llegar a fin de mes ni si tendrán paga extra estas navidades. No es de extrañar que muchos de estos individuos obsesivos y sin complejos hayan mantenido la soltería a falta de dedicar tiempo a remendar su vida amorosa: ni van de compras con la pareja, ni dedican un rato para ver la tele o comentar cómo les ha ido el día.  De vez en cuando se echan un polvo o un súperpolvo y salen volando por la ventana, como si fuese a presentarse el marido cornudo. Hay que decir que las películas de Sam Raimi han tenido muy en cuenta los problemas de Peter Parker para llegar a tiempo —sea a sus clases en la Universidad de ciencias, repartiendo pizza, asistiendo a la obra de teatro de su novia MJ o visitando a su tía May—. También ahora nos encontramos con un Flash (el hombre más rápido de la Tierra) que, irónicamente, llega tarde a todas las escenas de crimen. Y si quieren ver lo estresante que puede llegar a ser la vida de un superhéroe al más puro estilo Superman les recomiendo encarecidamente el primer número de Astro City (Kurt Busiek).

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Stan Lee

Tal vez, el mayor superhéroe en la industria de las tapas y grapas sea ese Hugh Hefner de los cómics en que parece haberse convertido el entrañable Stan Lee (¿por qué este tipo también parece estar siempre en batín y acompañado de mujeres jóvenes?).

Es el hombre de las mil apariciones y ha logrado lo que se proponen hacer todas las productoras de cine, un universo compartido como nunca se ha hecho antes, donde La viuda Negra (Scarlett Johanson) pueda tirarle los trastos a Lobezno (Hugh Jackman) —¿No les vimos ya haciendo ojitos en The Prestige?— o en el que Michael Fassbinder (Magento), James MacAvoy (Xavier) y Tom Hardy (Bane) compartan cartel como ya hicieran en la antológica serie sobre la segunda guerra mundial, Hermanos de Sangre. Stan Lee, demiurgo por antonomasia del superhéroe Marvel está por encima de Thanos e incluso de Galactus, porque es Dios con gafas de sol y aspecto de haber pasado el fin de semana en «La Mansión» que nada tiene que ver con la de Charles Xavier y más con aquella a la que iban los amigos de «El séquito» a montárselo con alguna.

La visión de los superhéroes, a pesar de haberse sofisticado, sigue siendo la misma de un niño de cuatro años: El que la hace, la paga, ejemplificado en esa nubecilla sobrevolando la cabeza del personaje con un “malo, malo, malo, eso no se hace” y un golpe en la mano. Y afirmo que siguen siendo droga, pese a nuestras confesiones de adulto frustrado, porque la primera dosis es maravillosa, incluso la vigésimo tercera pero las demás se convierten en un intento, malogrado casi siempre, de revivir una experiencia iniciática imposible, y no sólo eso, también, de tanto estirar la droga, pierde pureza, y uno ya no sabe qué coño se anda metiendo pero sabe que le está pudriendo el cerebro y también que no puede dejar de tomarlo porque después de eso no le queda otro lenitivo. Por eso uno agradece colocones como Daredevil que a más de uno le transportan a su infancia, una infancia conflictiva, se entiende, porque todas las infancias lo son.

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Daredevil (2015)

Como los superhéroes del papel, al igual que sus lectores, somos un poco megalómanos, queremos tener poder y control de todo el universo que los rodea y seguimos comprando toda la mierda que aparece en el mercado, con regodeo en las series de TV para estar a la última.

Ahora que hay tanto dominguero de la moda friki ayuda ir al cine a ver Thor, el mundo Oscuro, tan sólo para ver qué sorpresa nos deparan las escenas de los créditos y qué relación tendrá con la próxima película de la franquicia de Marvel, con un guiño con el que nos dejan hacer saber que nos quieren, que saben quiénes somos sus auténticos militantes, pero suficientemente masticado para que todo quisque se entere de la movida. La estrategia de personajes compartidos no la inventaron los peces gordos de la Fox, Sony o la Warner sino los redactores creativos de la Marvel y DC que, en la guerra que mantienen desde sus inicios, se las han ingeniado de mil maneras para tenernos en modo de comprador compulsivo y babeante a través de las secret-wars, los spin off, los héroes invitados —Spiderman y Wolverine han aparecido hasta en portadas de Los Snorkels, si me apuran— los artistas invitados (todos nos comprábamos el especial Navidad porque una historia la dibujaba Arthur Adams), los universos alternativos, las historias alternativas (what if?) y los reconocidísimos cross over, ahora de todos los tamaños y sabores.

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Vengadores: La era de Ultrón (2015)

Los superhéroes se definen por algo más que un cuerpo todo poderoso que ocupa una viñeta doble —que en cine vendría a ser como una secuencia de acción de veinte minutos—, los colores chillones, ahora dark, de sus trajes, los chistes ingeniosos, y todo ese marketing barato del nombre molón que muchas veces raya en lo ridículo con ayuda de ese postureo a doble página, por defecto de imprenta, más aún cuando te dibuja alguien tan narrativamente incompetente como Jim Lee. Aceptando que hay excepciones que no se rigen por el mismo patrón, hemos planteado aquí una serie de características muy comunes entre algunos de los luchadores de la justicia que han creado escuela. Cuando descubran lo sacrificada que es la vida de un superhéroe no se compadezcan de estos, piensen en el universo de belleza, glamour y pijerío en el que se mueven o —para el más nerd (término que es como añadir agravio al insulto de friki)— la high tech que incorporan acciones como lavarse los dientes. Por otro lado, a ellos les encanta el rollo autocompasivo, así que mejor no les sigan el juego. Recuerden que salvar al mundo es un oficio voluntario. Pueden quedarse en casa y zapear hasta que les castigue el sueño.

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Arrow (2012)

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Los superhéroes son:

1) Huérfanos.

El detonante de todo futuro héroe (o villano) es la experiencia traumática, estos juguetes rotos se mueven por las calles como niños perdidos e intentan suplir sus carencias afectivas con otras figuras paternas. Así como Batman (The Dark Knight Trilogy, 2005-2012) tiene a su mayordomo Alfred (como la madre que lo intenta proteger de que le hagan daño) y a Lucius Fox (como el padre que le incita a probar armas nuevas), Spiderman tiene siempre a su adorable tía May Parker (la interprete Sally Field o Rosemary Harris), Daredevil a su maestro Stick, Magneto a su amigo y mentor el Profesor Xavier, Arrow a su compañero John Diggle o The Flash ha sido criado por el detective Joe West.

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Batman Begins (2005)

La ausencia súbita de los padres proporciona la coartada de una persona sin obligaciones morales hacia su familia y, por supuesto, permite dar rienda suelta a un sentimiento de venganza perpetuamente insatisfecho. Ya se nos relataba en el excelente comic de Garth Ennis, Punisher Born, que el asesinato de la familia de Frank Castle es sólo una excusa para seguir practicando el arte de la guerra. En esa extraordinaria revelación descubrimos que el asesinato de su familia —en un accidental fuego cruzado entre bandas rivales— forma parte de un pacto con la muerte consumado mediante un diálogo imaginario en las profundidades de los pensamientos de Castle.

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Magneto en X-Men: First Class (2011)

2) Fehacientes.

La creencia en algo o alguien los convierte en incorregibles optimistas. Batman cree en Harvey Dent pero también en la bondad innata de los ciudadanos de Gotham, Arrow cree en la ciudad de Starling City y Daredevil cree en Dios y en su barrio, Hell’s Kitchen (La cocina del Infierno), para el cual alberga una esperanza de cambio. Bajo su pose de derrota existe un horizonte de luz, o tal vez, se ven incapaces de abandonar su responsabilidad como defensores del ciudadano de a pie.

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Daredevil (2003)

—Ellos provienen de las leyendas, son Dioses.

—Sólo hay un Dios señora y seguro que no viste así.

—The Avengers (2012)

David Dann (El protegido o el irrompible) desarrolla todo el potencial de sus poderes a instancias de Elijah Price, un misterioso desconocido que lo achucha para que se acepte como superhombre. Esta teoría aparentemente disparatada cala en el hijo de David que también lo empuja a realizarse, a creer. Si el héroe no cree en sí mismo, no es nada, etcétera. Entretanto, en otra peli y otra ciudad, Rachel Dawes abofetea a Bruce Wayne cuando le confiesa sus intenciones de vengar a sus padres revólver en mano: «tu padre se avergonzaría de ti». La chica pone morritos y, como de costumbre, la ética de Wayne se mantiene impoluta gracias a una frase tan hueca como estereotipada.

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El protegido (2000)

A falta de papás, buenos son el tío Ben y la tía May, que se pasaban el día dándole la chapa con lecciones de ética barata sobre la creencia de uno mismo, y sobre lo bueno que es Peter y sobre cómo saben que al final del día hará lo correcto. Afortunadamente al tío Ben lo jubilan en seguida de un balazo, en todas sus versiones de cine, y ya nos dejan con la tía May, tan renuente a salir del cuadro y encomendarse al geriátrico, como le pide la edad. El pobre Peter tiene el seso tan sorbido como un lector asiduo a las novelas de Paulo Coelho. Así que si quieren una mezcla perfecta entre un culebrón de telenovela, un manual de autoayuda, una pizca de humor y muchos efectos especiales, está claro: las películas de Spiderman de Sam Raimi se llevan la plana.

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Spiderman (2002)

Las insufribles charlas vacías pero pobladas en su defecto de miradas intensas que mantienen los personajes de Arrow parecen papeletas de lotería que intercambiasen entre ellos, el grupito endogámico de amigos y enemigos con caras largas sueltan como loros las mismas perogrulladas cristianas una y otra vez, sus conflictos muy «90210, Sensación de vivir». Tanto Arrow como Flash, Superman o Batman se mueven en un mundo de mujeres autosuficientes que trabajan en cargos dentro del entorno de la fiscalía del distrito o las redacciones de periódicos —y tienen a un familiar policía, para más inri, y así no quede duda de que son el producto de una buena familia norteamericana de moral recta—. Todas son inteligentes, limpias, con clase y huelen a miel y caramelos de fresa pero al final necesitan de un héroe masculino para «que las pongan en su sitio»: es decir, son solamente mujeres y su papel se limita a ser salvadas de cualquier situación a la que se enfrenten por el hombre enmascarado de turno. Por esto mismo la aparición de una serie como Agent Carter es una rara avis necesaria en la que no sólo se evitan las charlas facilonas de ética sino que la mujer ejerce de auténtica protagonista, encargada de sacarles las castañas del fuego a los incompetentes machistas del macartismo, y todo esto sin llevar un traje de cuero.

3) Adictos al traje, fetichistas del disfraz.

Dicen que es para ocultar su identidad aunque en el cine se la pasen quitándose la máscara y aireando su rostro de estrella de cine porque para algo la productora les está pagando un dineral. Pero lo cierto es que lo del traje les mola. Incentiva las ventas que añadan fruslerías aquí y allá. Se la pasan probándose trajes nuevos y posando en pin ups. Dicen que es un símbolo, dicen, como en Batman, que es para convocar el miedo en los delincuentes. Pero todo esto suena a pretexto…

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Batman vuelve (1992)

El superhéroe necesita un uniforme, como el propio militar, porque sin él no es más que un abusón de colegio imponiendo la justicia que le da la gana. Lo necesitan llevar hasta el extremo de la risa, como cuando Superman era capaz de arriesgar la vida de alguien por buscar una cabina de teléfonos para cambiarse (Superman II). El traje es su bandera, su patria, su postura ante el mundo. Sin él, es solamente un tirano más.

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El hombre de acero (2013)

David Dann (Bruce Willis) en su primera incursión superheroica (El Protegido) hace de un chubasquero empapado su uniforme de vigilante pero ha sido el cuero el que se ha hecho con el mercado textil del cine, paradójicamente el cuero es piel muerta, así que llevarla a cuestas convierte a los superhéroes en cazadores y animales. Aunque más que simbólica, esta decisión es estética porque a la hora de trasladar del papel al plasma, es complicado hacerlo sin caer en la caricatura. De ahí las semejanzas visuales entre Daredevil y The Flash, El Cuervo y Joker, Winter Soldier y El comediante, los X-men originales (2009) y los X-men de First Class (2011), el traje de Blade (1998), Hancock (2008) y La Viuda Negra (Iron Man II, 2010).

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—¿De verdad salís con estos trajes?

—¿Qué prefieres, licra amarilla?

—X-men (Brian Singer, 2000)

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Lobezno inmortal (2013)

El vestuario no es tan ilimitado como algunos quieren pensar pero el negro ajustado sienta bien y despierta la libido, concentrándose la fascinación del misterio en el antifaz antes que en el ser humano que se oculta detrás. Lois Lane, en las películas producidas por Richard Donner desprecia profundamente a su compañero de trabajo, el reportero, Clark Kent mientras el amor platónico de Barry Allen (The Flash) está fascinada por «The light».

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The Flash (2014)

En los comics los colores chillones no nos molestan pero en el celuloide son absolutamente detestables porque todos nos acordamos de los desastrosos resultados de Joel Schumacker con Batman —recuperando, según dice, el espíritu de las primeras creaciones de Bob Kane o la visión apocalíptica de Brian Singer en X-men: Days of Future Past (2014). Estos colores, maquillajes, teñidos, despliegue de pezones y paquetes embutidos en mallas son más propios de un evento erótico festivo que de un combate entre las fuerzas del bien y el mal. Bastante extraño se nos hizo que Josh Whedon apostase en The Avengers (2012) por un Capitán América de traje menos actualizado, aunque la cosa llegase a funcionar más que nada porque la película iba respaldada de un buen guión. Tras este éxito se le ha devuelto al capi la autoridad que merece con un uniforme más acorde con su rango. Whedon respeta las vestimentas originales aunque no duda en ironizar sobre ella —»¿sabe vuestra madre que vestís sus ropajes?» dice Iron Man a Thor— y se desmarca cuanto puede de los nombres titulares para referirse a ellos como «el soldado» (Capitán América), «el espía» (Nick Furia), «el otro tío» (Hulk), «el semidiós» (Thor), «la armadura» (Iron Man) o «un par de maestros asesinos»(La viuda negra y Ojo de halcón). «

4) Chovinistas.

Profesan amor a su ciudad natal. Cada uno tiene su propia localidad pero son altamente provincianos en este punto, su pueblo es su hogar y algunos de los más famosos héroes proclaman con orgullo su nacionalidad presumiendo de barras y estrellas: Superman, Wonder Woman, Capitán América, Iron Patriot, Spiderman e incluso El comediante en Watchmen. En las palabras de Miller tanto Spirit, Daredevil como Batman, definen a esta «su ciudad» como su amante…

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The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (2014)

«Me acaricia, me echa humo…» dice Daredevil en Born Again.

Los superhéroes actúan como sheriffs manteniendo el orden, expulsando a los indeseables y es muy frecuente escucharles dirigir invitaciones —tanto a maleantes como a otros héroes— a marchase de «su ciudad». Así pasa en la serie de The Flash (primera temporada, episodio 8) con la llegada de Arrow y la inminente pelea entre ambos —en este auténtico Crossover— y de igual modo pasará entre Daredevil y su mentor, Stick.

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The Spirit (2008)

En este sentido el alienígena Superman (que llegó como Noé por la aguas del Nilo) es el más esquizoide de todos puesto que su corazón está dividido entre el fantasma de un Krypton que no llegó a conocer, la añoranza de la granja en que le criaron sus padres adoptivos —Smallville— y la ciudad donde trabaja como periodista, Metrópolis.

«Mi ciudad…cada noche solitaria está para mí. No es un fraude, producida y disfrazada de carnada sexual. No. Es una ciudad vieja…vieja y orgullosa de cada pústula, cada grieta y arruga. Es mi amada, mi juguete.»

—The Spirit, 2008

5) Solitarios pero no están solos.

Eso es parte de su carisma. Necesitan colegas o amantes que puedan contarse entre los daños colaterales. Pero además estos personajes secundarios pueden incluirse como equipo de apoyo, son compañeros «no oficiales» y sin medallas, que les ayudan en la investigación o tratan sus heridas consecuentes de las batalla diarias…

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Daredevil (2015)

Kris Kristofferson, Rosario Dawson, Michael Caine —y ahora Jeremy Irons como el nuevo Alfred— son algunos de los nombres y caras reconocibles que presenciamos, como esas figuras anónimas, añado, de los peores y mejores momentos de estos cruzados. Batman pasó de tener la única compañía de su mayordomo a contar con un compañero, Robin (el dúo dinámico gayer), y de este a compartir aventuras con La Liga de la justicia. Ahora incluso tiene un Oráculo, un Nightcrawler, una Batgirl, una Catwoman, un hijo en funciones como nuevo Robin (vamos, toda una gran familia la que se junta en Gotham) hasta llegar a tener su propia corporativa justiciera en Batman INC (Grant Morrison). Ni qué mencionar que James Gordon ha sido siempre uno de sus primeros solados de entre sus filas aunque Tim Burton no quisiera explotar esa faceta.

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Blade II (2002)

6) Monologuistas internos.

A modo de introducción se nos cuenta la historia del personaje y sus objetivos, generalmente en primera persona.

«Mi nombre es Oliver Queen. Tras cinco años en el infierno, he regresado a casa con un solo objetivo: salvar a mi ciudad. Ahora, otros se han unido a mi cruzada, para ellos soy Oliver Queen. Para el resto de Starling City, soy alguien distinto. Soy… algo distinto.»

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The Flash vs. Arrow

«Mi nombre es Barry Allen y soy el hombre vivo más rápido del mundo, cuando tenía 11 años, mi madre fue asesinada por algo que parecía imposible y mi padre fue enviado a prisión por ello. Ahora, después de un accidente que me hizo lo imposible, para todo el mundo soy un científico forense, pero en secreto lucho contra el crimen para encontrar a otros como yo y algún día encontraré a quien mató a mi madre y salvaré a mi padre. Yo soy Flash.»

No es coincidencia que cuando Travis Bickle (Robert De Niro) patrulla Nueva York con su taxi, sean sus pensamientos los que lleven el volante de la historia, dejando a las claras que no se trata simplemente de un conductor de taxi hasta la coronilla sino de un aspirante a justiciero. Así, Alan Moore tomó esta voz in extremis para crear a Rorscharch y dejar bien clara la postura rancia y conservadora de muchos de los vigilantes salidos del papel.

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Taxi Driver (1976)

Aunque, en el caso de Tony Stark, su forma de hablar se asemeje más al monólogo de un tipo que divaga ocurrencias —fruto de una incontinencia verbal combinada con altas dosis de narcisismo— el monólogo interno muchas veces peca de ser una cantinela algo innecesaria que puede ir acompañada de un eslogan, sea en voz en off o como muletilla de un diálogo: «Tu amigo y vecino Spiderman». En las fallidas películas de Wolverine dejan caer de un modo sutil aquel “me llamo Logan y soy el mejor en mi trabajo, pero mi trabajo no es agradable”, esta frase daba el pistoletazo de salida para cualquier trama mensual que protagonizara. De esta manera reconocemos de inmediato el espíritu del personaje. Hasta el Llanero Solitario tenía su: “Hi-yo, Silver, away!” (“¡Arre, Plata, adelante!”) La frase, que a veces es la cabecera del cómic, la serie televisiva o la película seriada (véase el inicio de Blade II), también puede comprimir parte de su filosofía y el público espera que la diga como el forofo del futbol espera el gol en el penalti. ¿Cómo no acordarse del Aníbal del Equipo A cuando decía eso de: “me encanta que los planes salgan bien”?

7) Amigos de los tótem como seña de identidad.

Un tótem que puede ser un demonio (Daredevil), la muerte (Punisher), un murciélago (Batman), una hormiga (Antman), un águila imperial (Hancock)…. En ocasiones sus poderes son un reflejo de los poderes de esos animales, como Marshall Bravestar que abarcaba la fuerza de un oso, el ojo de un halcón, el salto de un puma…

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Si bien son los supervillanos los que mantienen una simbiosis mayor con los animales: Killer Croc, El Buitre, Dientes de Sable, El Camaleón, Doctor Octopus, El Lagarto, El Pingüino, Silver Sable, Rino… o el tipo cuyo trágico final lo convierte en uno de los más míticos de todos ellos, «Kraven, el cazador». Un loco obsesionado por coleccionar trofeos y que no hace distinción entre animales o seres humanos. Tras una serie de sesiones espirituales aderezadas de un vasto consumo de drogas psicotrópicas, Kraven logra enterrar viva a la araña (Spiderman) y creyéndolo muerto entiende que su vida no tiene ningún sentido así que decide acabar con ella volándose la tapa de los sesos; lo que no sabe es que Spiderman logra salir a flote, aunque dejándolo emocionalmente hundido.

8) Mirones desde las alturas.

El espacio de patrulla, recreación y meditación suele tener lugar en las azoteas y en los tejados, potenciando así el aislamiento, el punto de vista de toda la ciudad y, por lo tanto, el rol vigilante de los superhéroes. Estar en posición de una mirada panóptica (lo que se conoce como «el ojo del poder»), a su vez conlleva ese sentimiento de estar por encima de todo y de todos.

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Kick-Ass – Listo para machacar (2010)

Al inicio de Avengers, cuando están manejando el Teseracto en las instalaciones de SHIELD, vemos que Ojo de Halcón —una suerte de francotirador con arco— disfruta desde las alturas. En Batman Begins, The Crow, Daredevil e incluso Spiderman, son habituales los escenarios con gárgolas, chimeneas, antenas, cables eléctricos, azoteas o depósitos de agua. En muchos casos, todas estas criaturas solitarias adoptan estos parajes como refugio o morada fuera del ruido mediático que se ha convertido en su enemigo, con una prensa adversa en manos del recalcitrante J. J. Jameson.

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Daredevil (2015)

Escenas como El Cuervo corriendo por los tejados de Detroit, Batman Begins saltando de azotea en azotea con una tanqueta, o Daredevil y Spiderman huyendo de policías con demasiadas ganas de apretar el gatillo, suelen darse en las experiencias iniciáticas de estos personajes.

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The crow (1994)

Incluso el padre de Tony Stark en la serie de Agent Carter o el Capitán America en Winter Soldier se han visto maltratados públicamente por los poderes mediáticos de su nación hasta convertirlos en prófugos peligrosos, como los alumnos de Charles Xavier y esa constante persecución que sufren a manos del gobierno y su ”ley de registro mutante”.

9) Abstemios.

En principio nada de tabaco, alcohol o drogas duras, eso sólo lo hacen los chicos malos o lo superhéroes descarriados por influencias alienígenas, como le pasa a Superman (Superman III, 1983) bajo los efectos de la kriptonita roja, o a Peter Parker (Spiderman III, 2007) cuando su traje negro extraterrestre se posesiona de su alma y da rienda suelta a sus pulsiones más oscuras, cambiándole la raya del peinado para acentuar su malevolencia. Bruce Wayne se hace pasar por borracho y playboy para pasar desapercibido entre los borrachos y playboys de su clase social que no adivinan su auténtico pasatiempo, incluso tras el brindis por Harvey Dent lanza por la terraza el contenido de su copa de champán. Sin embargo, aunque los buenos chicos, por lo general, ni beben ni fuman (lo cual también es lógico no solamente en su papel de atletas sino de salvadores del mundo) tienen sus momentos de bajón donde puedes encontrártelos ahogando sus penas en un bar, generalmente cuando han perdido a un ser querido y se culpabilizan por ello…

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Thor (2011)

Wolverine, con un sistema inmunológico indestructible, es de los que se puede permitir la copa y el puro. Hay otros casos excepcionales como el de Tony Stark, que tiene por costumbre beber brandy a la hora del desayuno, y Thor, al que no se le presentan problemas en celebrar un banquete, sea en Asgard o en una cafetería de Nuevo México. «Esta bebida me gusta, ¡Otra!» exclama lanzando una jarra contra el suelo.

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X-Men: Días del futuro pasado (2014)

Mientras en seriales como Smallville (2001-2011) o Arrow (2012) moralizan —como si fuera esto «Barrio Sésamo»— sobre el consumo indebido de sustancias tóxicas e ilegales, en The Flash (2014), sus amigos y científicos de laboratorio intentan crear un alcohol puro de 800 grados para que el héroe —con el metabolismo más rápido del planeta Tierra—logre emborracharse. Por desgracia, a Flash no le alcanza ni con eso para pillarse un buen pedo con sus amiguetes. Daredevil es todo lo contrario y pasa muchas horas bebiendo whisky barato en el bar de Josie, aunque Murdock deba reconocer que el alcohol no le haga ningún bien debido a la extrema sensibilidad de sus sentidos. También el teniente James Gordon se ve obligado a brindar con elementos cuestionables y es que trabaja con un compañero al que no le falta nunca la petaca o hace tratos con tipos como el Pingüino porque así es se erradica el crimen en Gotham. Hancock, en su proceso de convertirse en un héroe modélico (que patrocina una marca) da un primer paso hacia la «rectitud» abandonando la bebida. Pero Constantine reconoce su alcoholismo y adicción al tabaco, aunque por motivos contrarios a los Stark, sea un tipo que ahoga sus penas en whisky. El Cuervo, que en vida era un músico de rock, no puede contenerse ante la posibilidad de abrir un botellín de cerveza o propinar una calada del tabaco de su amigo policía, reconviniéndole cuando le pasa el cigarrillo de vuelta con un “esto te matará”. El Cuervo también se preocupa de llevar su cruzada antidrogas hasta la propia Darla, una pésima madre enganchada a las drogas, y por el contrario, vemos al héroe vengador inyectarle una sobredosis de heroína a su enemigo «Funboy».

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Constantine (2005) y Constantine (TV Series 2014)

Lo más interesante de la inocua adaptación de The Punisher (2008) interpretado por Thomas Jane es que afrontaba la muerte de su mujer, detrás de una botella. El pobre Bruce Banner ni bebe ni practica el coito con su novia, Betty Ross —porque de hacerlo la tensión le subiría hasta convertirse en la bestia verde de pantalones rasgados, algo nada difícil teniendo a Jennifer Connelly (Hulk, 2003) o Liv Tyler (Hulk, 2008 ) a tiro de piedra— y por eso pasa lo que pasa y el bueno de Bane, con los cojones cargados de fluidos radioactivos, termina dejando que su míster Hyde tome el control y destruya la mitad de la ciudad. Pero ser un reprimido es lo que tiene y si no que le pregunten al tipo con la lívido más reprimida, el capitán América, del cual se especula sobre su posible virginidad. Este auténtico caballero, niño de bandera y boy scout, ni dice palabrotas ni fuma ni bebe ni, en el colmo de su patetismo, sabe divertirse. Y eso que viene de una época en la que todo Dios bebía, fumaba y follaba bajo el pretexto de «me voy a la guerra a luchar por mi país, mañana podría estar muerto». El capi es un absoluto pringado, porque preserva el idealismo de una dulce América que nunca existió, el ideal puritano de los primeros hipócritas que cruzaron el continente en carretas entre himnos y rezos, expoliando a los indios a punta de revólver.

10) Pésimos compañeros sentimentales.

Todos sabíamos que el gran encanto de Gwen Stacey, esa chica tan candorosa y rubia con una cinta negra en el pelo, era que moría sin que su novio y superhéroe Spiderman pudiese salvarla, así que no dejó de causarnos cierta sorpresa cuando tanto crítico de cine puso el grito en el cielo porque en la segunda entrega de The Amazing Spiderman le dieran matarile…

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The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (2014)

Ser novia de un justiciero es una ocupación azarosa. Las parejas suelen padecer todo tipo de amenazas y secuestros. A veces, claro, también la cascan.

Superman acude tarde al rescate de Louis Lane que ha sido enterrada en su automóvil y tiene que cambiar el movimiento gravitatorio del planeta para volver atrás en el tiempo y evitar su muerte. A Rachel, amor de la infancia de Bruce Wayne, la vuelan en pedazos a través de una argucia del Joker. La historia y la muerte de Silver Fox es más azarosa si cabe. Esta sirve de muleta para curar las secuelas psicológicas de Wolverine durante su retiro en montañas canadienses y a Wolverine le toca verla morir dos veces (una es un engaño y la segunda vez es la definitiva) en el transcurso de su primera película en solitario, X-Men orígenes: Lobezno (2009). Oliver Queen —y su alter ego The Arrow— se aplica el cuento de «ir de flor en flor» dejando un reguero de relaciones frustradas a su paso: Lance Laurel, Helena Bertinell (Huntress), Shado, McKenna Hall, Felicity Smoak, Isabel Rochev o Sara Lance (Black Canary) son algunas de las mujeres que encabezan su lista interminable de esporádicas conquistas. Daredevil, sin embargo, es el que se lleva la palma en cuanto a amores trágicos. Ya es sabido que su gran amor era una asesina a sueldo llamada Elektra (Jennifer Garner) que acaba ensartada a manos de uno de sus peores enemigos, Bulleseye. Nos lo contaron con poco acierto y a ritmo de Evanescene en la versión cinematográfica del 2003. Pero lo de Karen Page (Ellen Pompeo en la película y Deborah Ann Woll en la serie) no tiene nombre, es puro ensañamiento de sus autores,—para los que no han leído el comic y siguen la serie sáltense este párrafo— Karen y Matt se hacen novios, luego ella le deja, se hace actriz y de ahí a drogadicta, vende la identidad de Daredevil por una dosis de heroína, ejerce la prostitución e incluso la hacen creer que ha dado positivo en un test de SIDA.

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Hulk y Arrow

Así las cosas no es extraño que muchas veces los superhéroes prefieran sacrificar su vida sentimental por un mal mayor y se dediquen a las hostias antes que a las carantoñas. Finalmente, como le pasaba a Batman con el Joker en La broma asesina, ¿no acaba siendo el villano la compañía fidedigna del héroe? ¿acaso no es Catwoman la elección más pertinente para entablar una relación amatoria? Los soldados se identifican con otros soldados en su determinación para aniquilarse mutuamente, y no hay quien nos diga que eso de gastar el día y la noche metido en peleas, no sea algo que establece vínculos inconfesables, como ya lo dejó apuntado Alan Moore que explicaba el sentido de la violencia de sus vigilantes en sus carencias afectivas y sexuales. ¿No es acaso ese amor imposible basado en la atracción de opuestos entre el bueno y el malo lo que les lleva a buscarse en las calles de esa ciudad que ambos han dado en llamar hogar?

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Magneto y el Profesor Xavier en X-Men: First Class (2011)

11) Tolerantes al dolor.

Es un requisito primordial ser prácticamente insensible a las heridas, Natasha Romanov es sometida a una tortura cuando está siendo interrogada por unos agentes rusos hasta que la llaman por teléfono y ella contesta:»No puedo ir ahora, estoy trabajando, este idiota me lo está soltando todo»…

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The Avengers (2012)

Bruce Banner confiesa haber intentado suicidarse con un arma de fuego pero que «el otro tío escupió la bala», Thor cruza una sonrisa de complicidad con su hermanastro Locki (el rey de las mentiras) cuando inicia una pelea con Iron Man. El adolescente Kick Ass y el científico reconvertido en Darkman tienen en común que sus nervios han sido dañados permanentemente, de este modo no sienten ningún daño cuando reciben puñetazos, puñaladas, disparos de clavos u otro tipo de agresiones. Apenas mencionar el factor curativo de Wolverine que le repone completamente de sus heridas como si le hubiesen dado de hostias con almohadas (las cicatrices son cosa de villanos, los ojos de cristal, la prótesis dental, la pata de palo, el doctor manco que se transforma en lagarto humano… ) o la increíble buena suerte que tienen algunos a la hora de escapar a las balas enemigas.

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Darkman (1990)

12) Resucitan. Este es otro punto en común con sus enemigos, no sólo los villanos más pintorescos resucitan como esa mala hierba que nunca muere, tenemos al Agente Coulson en plenas facultades para la serie Marvels Agents of SHIELD o la reaparición de Bucky Barnes, —el mejor amigo de Steve Rogers y quien fuera abatido en combate— renacido como el Winter Soldier (2014)…

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Capitán América: El Soldado de Invierno (2014) y Agentes de SHIELD (2013)

El Profesor Charles Xavier, Logan, Cíclope o Jean Grey… son sólo algunos de los mutantes que ven el túnel hacia la luz pero nunca terminan de cruzarlo o, si lo cruzan, tienen pase de vuelta porque en X-men todo lo que sucede —peleas, torturas y tragedias— es, precisamente, para que nada cambie. Toda la saga se trata de una lucha constante por preservar el hábitat de la «escuela Xavier para jóvenes Mutantes». Una idílica comunidad creada en perfecta convivencia donde docentes y alumnos logran un espacio estudiantil en forma de paraíso terrenal. Esta escuela parece perpetuarse indefinidamente y hasta los viajes en el tiempo de su última película tienen como única aspiración devolver el equilibrio para que todo vuelva a ser como antes. Esa misma nostalgia que respiran los comics y las películas es, así mismo, la mayor tomadura de pelo ante nuestras lágrimas derramadas por personajes cuya maldición es la inmortalidad.

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X-men 2 (2003)

Siempre hay un momento en que todo personaje cae y en algunos casos este es el paso necesario para que los tipos normales se conviertan en en héroes justicieros, la cuestión es que siempre se levanten para seguir luchando otro día más en la lona. Pase lo que pase, hagan lo que hagan llegará su esperado momento de ascensión (The Dark Knight Rises), ese que se nos llevaba previniendo Christopher Nolan durante toda la primera cinta con ese flashback de «Bruce, ¿por qué nos caemos? para aprender a levantarnos».

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The Dark Knight Rises (2012)

La resurrección es inherente a la creación de revenants como Spawn y El Cuervo, cuyas vidas han sido del todo robadas y han regresado del cielo o del infierno de Malebolgia para impartir justicia (¿divina?). Blade es, directamente un vampiro, pero su fiel compañero, Wisthler también parece ser asesinado en la primera entrega de la saga para reaparecer a manos de Del Toro con el humor necesario para decir: «me encanta oír guarradas por la mañana».

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Spawn (1997) y The Crow (1995)

Todo héroe debe pasar por el momento del martirio, Spiderman 2, salva un tren lleno de pasajeros de su descarrilamiento, pero demasiado exhausto, el héroe se desmaya y justo cuando va a caer al vacío lo sujetan unas manos, son las personas que han sido salvadas, los pasajeros y ciudadanos de N. Y. que pueden ser unos capullos desagradables pero cuando se trata de sus iconos y mascotas son capaces de elevarlas como si fueran un Mesías —o un cantante de rock— diciendo frases tan bonitas como: «si te metes con Spiderman te metes con Nueva York» (Spiderman, Sam Raimi). Hasta J.J. Jameson lloró la desaparición del trepamuros. El paso por la muerte convierte cualquier icono, que salga indemne de ella, en un ser ultraterrenal más si su recuperación es milagrosa (Superman Returns) sólo comparable a su espíritu de sacrificio. Esto mismo es lo que termina por demostrar el cínico y caprichoso Tony Stark en el final de The Avengers (2012) cuando salva al planeta Tierra de su destrucción —al cerrar un portal interdimensional— su caída es espectacular y tiene que ser Hulk quien le salve la vida, pero Stark, tras la experiencia traumática se pasa toda la película de Iron Man III padece un «trastorno de estrés postraumático acompañado de ataques de pánico». Esta resurrección también puede verse como algo metafórica, el capitán América es definido por Locki como «el soldado, el hombre sin tiempo» ya que Steve Rogers es encontrado y rescatado en estado de congelación —en un bloque de hielo como Walt Disney— en medio del océano. Así, despierta cuando ya todos le creen muerto, su familia ha desparecido y sus amigos son octogenarios, porque han pasado más de sesenta años entre su «muerte» y su «resurrección».

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Spider-Man 2 (2004)

13) Propietarios de una segunda vivienda.

Y es que su casa es solamente el sitio donde duermen y tienen domiciliados los folletos de propaganda. El buen superhéroe hace de su base de operaciones su hábitat natural, así permanece más horas en ella. Si algo nos ha quedado claro, gracias al discurso cinematográfico, es que el superhéroe lleva simbólicamente una máscara cuando pretende ser un ciudadano respetable. El verdadero hogar está donde cuelga su traje. Blade, de hecho, duerme en un almacén polvoriento donde guarda armas y juguetes. The Flash más que ir a trabajar como forense, se la pasa con sus amiguetes de los laboratorios S.T.A.R. Labsel a quien utilizan como conejillo de indias. Superman tiene sus momentos de retiro en el Ártico donde tiene su santuario, su fortaleza de la soledad. En estos espacios de reclusión se olvidan del mundo o maquinan su regreso para enfrentar una amenaza que se les hizo demasiado grande, se lamen las heridas, estudian al enemigo, se visten de vigilantes con poderes para ir a “trabajar”…

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The Dark Knight Trilogy (2005-2012)

Tony Stark (Iron man) se aloja en la torre Stark (ahora torre Avengers), Oliver Queen (Arrow) tiene su base en el sótano de Verdant —la discoteca de moda en Starlik City—, Lamont Cranston (The Shadow) tiene mansión y taxista que le lleva a todas partes, Bruce Wayne (Batman) hace uso de la batcueva, Dan Dreiberg (búho nocturno en los Watchmen), más de lo mismo con su búhocueva. En estos tiempos de especulación inmobiliaria, ellos siguen siendo herederos de una inmensa fortuna que dan por supuesta. La vida de estos millonarios se desenvuelve en la estratosfera económica, junto al resto del pijerío de los evasores de impuestos, los Rodrigo Rato de la actualidad mediática española, los especuladores de terreno, los delincuentes de guante blanco que causan más daño que un violador con SIDA. En cualquier caso, sea brindando con champán o peleando sobre las azoteas de la gran ciudad, su vida transcurre en las alturas. Por el día amasan fortunas, desvían capitales para fines personales, gestionan empresas que huelen mal, muy mal, y de noche, quieren defender la justicia, la libertad y el modo de vida americano.

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The Avengers (2012)

Ricos o no, el superhéroe se las ingenia para montarse su campo de operaciones. Los hay que se permiten hologramas y cascadas artificiales para camuflar la entrada, y también tenemos a tipos como Daredevil, que gracias a su ceguera pasa por alto las vistas a una pared mugrienta con un abrumador neón publicitario. Simpatizamos más con Peter Parker, hacinado en un cuarto de estudiante, con un casero que le acosa por los vestíbulos o echando el pestillo de su cuarto cada vez que su tía Mary llama a la puerta pensando que esconde drogas o se pajea como un loco con las fotos de portada de su querida Mary Jane.

14) Gafes.

En efecto, son imanes de la peor mala suerte. Uno quiere volar y pasar aventuras como ellos, pero lo cierto es que muy pocos desearían soportar sobre sus hombros esa biografía de dolor. Las personas de su entorno acaban deprimidas, lisiadas, asesinadas y, como mínimo, con el corazón roto, así que es mejor mantenerse apartado de ellos…

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The Amazing Spider-Man 2: El poder de Electro (2014)

Haciendo memoria, sus malandanzas toman forma justo cuando sus poderes se manifiestan. Banner es un simpático científico con una novia espectacular y una carrera prometedora cuando es, accidentalmente,  alcanzado por una lluvia de rayos gamma, a partir de ahí ni novia ni amigos ni trabajo, será un tío desgarbado que sueña con matarse y una bestia iracunda de color verde a la que todos temen. El profesor Manhattan se descompone molecularmente por una torpeza del mismo calado; a Spiderman le pica una araña radioactiva; Daredevil se queda ciego cuando, al salvar a un señor de ser atropellado, unos agentes químicos le salpican en los ojos o unos cilindros brillantes estallan a su lado (según la versión que se lea); el Protegido (Bruce Willis) necesita ser el único superviviente de un catastrófico accidente ferroviario para empezar a comprenderse a sí mismo y sus facultades; The Flash obtiene sus poderes tras ser alcanzado por un rayo mientras trabajaba en un proyecto de acelerador de partículas que destruye la vida de cientos de personas; la novia de Eric Draven es violada brutalmente la noche antes de celebrar su boda mientras a él lo apuñalan, disparan y lanzan por una ventana; a Robocop también lo masacran a balazos cuando es un vulgar policía; Darkman y a Spawn son desfigurados por completo a base de las quemaduras inflingidas por los villanos de turno: Frank —Punisher— Castle presencia cómo muere toda su familia sin que pueda salvarlos; Oliver Queen se convierte en Arrow tras sufrir un naufragio en el que muere su padre;  a la madre de Blade la muerde un vampiro justo antes de nacer; el Motorista Fantasma hace, sin saberlo, un pacto con el Diablo… La función de los padres de los superhéroes es dejarse matar para que sus vástagos se pasen la vida vengándoles eternamente. Por eso, como dijimos, los superhéroes son huérfanos. Y con esto hemos vuelto al punto número uno, cerrando el círculo de la tragedia que constituye también la forja del superhéroe.

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Watchmen (2009)

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Conclusión

Por supuesto, los requisitos para entrar en el club súper heroico son imposibles aunque los superhéroes a día de hoy son una presencia ineludible, están dibujados en el menú de la franquicia de comida y han colonizado la mayoría de las carteleras del cine. Quien quiere promocionar un producto, pinta a un superhéroe. En España, Anacleto, Zipi y Zape, Moradelo y Filemón y demás horteradas de Bruguera, han seguido el ejemplo y están dando el salto del museo nauseabundo de la historia de la cultura cateta hasta las pantallas de cine. De no ser por este advenimiento de superhéroes, nadie se acordaría del producto nacional (exceptuando Súper López. Súper López tenía un pase: volaba, pasaba por verdaderas aventuras, era divertido y no repetía sus historias como hacían el resto de las criaturas de Ibáñez). Los superhéroes yanquis huelen a negocio y perpetuidad y son ahora el epicentro de una nueva moda que enriquece muchos bolsillos. Ya no estamos solos en nuestro culto, compuesto por esa polvareda multicolor de héroes alimentados por las ascuas de la II Guerra Mundial, que no envejecen y tampoco mueren (o mueren demasiadas veces para recordarnos lo mucho que los quisimos). Hemos sido invadidos y vencidos por el sistema. Las heroínas de entonces ya no solamente se contonean para nosotros. Nos toca compartir el espectáculo del asombro con esas generaciones que en su día se burlaron de nuestros vicios. Pero han llegado tarde y se han perdido la edad de oro, la edad de plata, la edad de bronce de los cómics. Se han perdido a Frank Miller, Chris Claremont, Alan Moore, Neil Gaiman, Grant Morrison, Peter Milligan o Jamie Delano en plenas facultades. Ellos no conocen la historia sino la versión que se han montado las películas y las series. Para nosotros esta avalancha de ahora son como una fotografía que recrea un tiempo perdido y también lo desdibuja. Hay tanto de mentira como de recuerdo. Pero seguimos picando el cebo porque quien fue adicto en su día va a serlo siempre y las historias de nuestra infancia y tortuosa adolescencia van a quedar con nosotros hasta que la espichemos. No hay mal que por bien no venga, y al menos esa canalla pija que nos enseñaba la lengua ya no se hace la longuis cuando nos sentamos a explicarle cómo empezó todo. Veréis, fue en un tórrido lunes, en un kiosco cualquiera…

Este artículo fue escrito simultáneamente entre Madrid y Shenzhen, 3 de mayo del 2015

La entrada 14 Rasgos distintivos del buen superhéroe se publicó primero en El tornillo de Klaus Revista de cine.

El dinero no cae del cielo // Cine en yellow (I) // No es país para viejos

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Los hermanos Coen, el dúo consanguíneo con más talento fílmico de los últimos años, comparten temáticas y geografías comunes en tres de sus obras portentosas: No es país para viejos (2007), Sangre fácil (1984) o el noir (filmado en blanco) de Fargo (1996). Sean desiertos de arenisca o moquetas de nieve, sus páramos aparentemente tranquilos participan del relato que descansa en un equilibrio frágil, más cerca de lo indómito que de lo cívico, donde la línea entre el bien y el mal se desdibuja para estos habitantes ariscos, sobre todo cuando entra en escena el factor del dinero y la codicia. Ese fajo de billetes que se aparece como por arte de magia  —como en esa clase de espejismos donde todo es demasiado bueno para ser verdad— y que los protagonistas «toman prestado» por las excusas más altruistas que puedan inventarse. Ese maletín, esa caja fuerte al alcance de cualquier mano adiestrada, que se ve, se desea y se roba intencionadamente con ayuda de un plan tan ingenuo como desastroso.

Escrito por Pablo Cristóbal y Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

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Arriba: No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007). Abajo izquierda: Sangre fácil (Hermanos Coen, 1984). Abajo derecha: Fargo (Hermanos Coen, 1996).

De este modo, y en la tradición de tantos personajes bajo la batuta de otros directores, los protagonistas alcanzan brevemente sus sueños, como en Un plan sencillo (Sam Raimi, 1998), La cosecha de hielo (Harold Ramis, 2005), Labios ardientes (Dennis Hopper, 1990) o Giro al infierno (Oliver Stone, 1997), para despertar con la sensación de que todo se va a la mierda.

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Derecha: Giro al infierno (Oliver Stone, 1997). Izquierda: Labios ardientes (Dennis Hopper, 1990).

Y, en efecto, todo se va a la mierda.

La codicia es el motor de las grandes fortunas y también de los grandes crímenes. Es, para la mayoría de los mortales, un falso hatajo emponzoñado en sangre y carroña. Es el alimento necesario de las historias, el denominador común para que los personajes (y la Historia de la humanidad en general) arranque hacia algún lado, para que se den las guerras, las persecuciones, los juegos de seducción y las celebraciones en los clubs de striptease, para que existan los padrinos, los tahúres, los estafadores, los asesinos a sueldo… El dinero ilícito sirve para que todo se ponga en movimiento, es la visible diana que portan los que lo poseen: ese dinero maldito suele llevar a previsibles situaciones de vida o muerte, celos y engaño, a sembrar la desconfianza entre maridos y mujeres, hermanos y primos, abogados y clientes. Y celebrar sus asesinatos.

La bolsa de deporte en No es país para viejos, la maleta en Fargo o la caja fuerte en Sangre fácil, el capital —a juicio de los Coen— es un contratiempo peligroso.

Razón no les falta a dos cineastas que necesitan la ayuda de grandes productores para poner en marcha sus películas, obras maestras las más, que aspiran como casi siempre a la Palma de Oro en Cannes pero también se venden por todo el mundo como cine de relato independiente a pesar de una producción absolutamente dependiente.

Los hermanos Coen nunca condescendieron a filmar The Matrix (hermanos Wachowski, 1999), El libro de Eli (hermanos Hughes, 2010), Aliens vs. Predator 2: Requiem (hermanos Strause, 2007) o Capitán América: El Soldado de Invierno (hermanos Russo, 2014), fieles a sus curiosidades y obsesiones, tampoco se embarcaron en el estilo de los hermanos Dardenne para ganarse a la crítica más snob. Los Coen denuncian abiertamente la avaricia como el primer gran pecado capital —el resultado de tanto sueño americano que no es otra cosa que el consumo desproporcionado y la cosificación del hombre en medio de la producción— y lo hacen con sutileza y convicción en dos secuencias clave de No es país para viejos: la primera, en la que el personaje interpretado por Josh Brolin compra una chaqueta a unos jóvenes —por un precio desorbitado, fruto de su necesidad— para pasar la frontera entre Mexico-EEUU sin llamar la atención. También les pide una cerveza, a lo que el más pícaro del grupo le pregunta cuanto estaría dispuesto a pagar por ella. Otro de los jóvenes, reconociendo la situación de abuso que se está produciendo, reprende a su amigo: «no seas capullo, dale la maldita cerveza».

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007)

La segunda secuencia donde se pone de manifiesto esta idea del dinero como detonante de la mezquindad congénita en el ser humano es cuando, tras un fortuito accidente, Bardem, símbolo de la amoralidad mercenaria, debe improvisar un cabestrillo y para ello recurre a la ayuda de dos niños. Uno de ellos está dispuesto a ofrecerle su camisa altruistamente pero el villano de la película no acepta ese gesto de caridad sino que se la compra dándole un billete manchado de sangre, el mismo billete, podría pensarse, que le ofrecen a Nicolas Cage en Snake Eyes (Brian de Palma, 1998) para comprar su silencio y complicidad. En cuanto los niños reciben el pago puede escuchárseles discutir sobre la repartición de las ganancias.

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007)

El conflicto recuerda al de esos dos hobbits emparentados en árbol genealógico que, pescando tranquilamente, encuentran el famoso anillo de poder y corrupción, y uno de ellos —el sibilante Smeagol—, termina asesinando a su propio primo, recreando el mito de Caín y Abel —porque la envidia y la avaricia suelen ir de la mano aunque no sean necesariamente lo mismo—.

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El señor de los anillos: El retorno del rey (Peter Jackson, 2003).

Pero, dentro del campo de la inmaterialidad también hay una maldad precursora a esta codicia, una maldad primigenia que se expresa corpóreamente en la figura de actores como Javier Bardem, Billy Bob Thorton o Peter Stormare y que no parece estar tan interesada en el dinero como en la psicopatía pura y dura.

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De izquierda a derecha: Javier Bardem, Billy Bob Thorton y Peter Stormare.

En No es país para viejos la mirada enajenada de Javier Bardem como el psicópata Anton Chigurh va un poco más allá de la mala uva que transpiraban sus papeles en Perdita Durango (Alex de la Iglesia, 1997) o el archienemigo de James Bond en Skyfall (Sam Méndes, 2012), su enfermizo y demonizado personaje en No es país… es, básicamente el mismo agente del mal que interpretara Billy Bob Thorton en Fargo, la serie (2014-); y a su vez comparte fobias con el villano de cartoon Leonard Smalls (Randall ‘Tex’ Cobb) de Arizona Baby (hermanos Coen, 1987) que arrasaba con todos los animales que se cruzaban en su camino —uno, subido a su moto lanza granadas a las liebres que merodean cerca del asfalto; el otro, dispara desde su coche a un águila posada plácidamente en el arcén—.

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Randall ‘Tex’ Cobb en Raising Arizona (Hermanos Coen, 1987).

También existe una correlación entre dos personajes recientemente interpretados por Bardem —Silva en Skyfall y Anton Chigurh en No es país…— con dos de los más famosos villanos que pueblan la fauna de Gotham City. Hablamos de los dos enemigos del hombre murciélago cuyas continuas apariciones por sus viñetas han dado dos versiones cinematográficas tan conocidas como desiguales: El Joker (Nicholson/Ledger) y Dos Caras (Tomy Lee Jones/Aaron Eckhart). Así, la maldad de Bardem en Skyfall —a priori presentado como un Julian Assange maléfico según Juan Carlos Monedero en su libro Cuando las películas votan— termina finalmente por delatar un trasunto del Joker ya que: 1) Descubre su verdadero rostro con una amarga y monstruosa sonrisa al quitarse la prótesis dental que mantiene su cara uniforme. 2) Se deja atrapar como parte de un plan maestro mayor. 3) Es un terrorista. 4) Revela su atracción homosexual hacia su oponente. 5) Hay un claro dualismo entre “hermanos” criados por una misma madre o una misma urbe, Gotham o la agente M (Judi Dench) son niños perdidos que establecen una rara vis filial. 6) Bardem se convierte en el mayor antagonista de esta nueva saga de James Bond, al igual que no ha habido enemigo comparable en toda la saga de DC al trabajo de Heath Ledger en The Dark Knight (Christopher Nolan, 2008).

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Javier Bardem en Skyfall (Sam Méndes, 2012).

Ahora, en la película de los Coen —Anton Chigurh (Bardem) al igual que Dos caras (Tomy Lee Jones/Aaron Eckhart) lanza una moneda al aire para decidir su propia suerte pero también la que correrán las personas que encuentra a su paso— tenemos la misma filosofía del azar (no hay bien ni mal ni correcto ni incorrecto, no hay acción y consecuencia, sino el baile aéreo de la moneda).

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007) y El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008).

En No es país para viejos los actores Josh Brolin y Tomy Lee Jones (que hiciera el peor Dos Caras filmado, jugando a estar a la par con el histrionismo de Jim Carrey) coinciden en una película donde nunca aparecen juntos ni en un mismo plano ni en ninguna secuencia.

El mal siempre aventajando al cansado y decepcionado paladín de la justicia, que ya no entiende, que ya no quiere involucrarse en un mundo donde el crimen es tan arbitrario como un accidente de tráfico. El horror que el coronel Kurtz (Marlon Brando) invocaba en Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979) ya no está en la guerra lejana de selvas rociadas en napalm, sino en nuestras propias almas, en el mensaje que digerimos a diario en la publicidad omnipresente. Luchar por mantenerse apartado es también pelearse con la propia sociedad, con su raíz ancestral e inamovible que los hermanos Coen denuncian de forma admirable, sacando las tripas al paciente y dejándolo expuesto para que abominemos de nuestras propias entrañas.

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«INSPECTION» Проверка – Gala Sukhanova | 2013 | 16′ 20” | Rusia

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Escrito por Pablo Cristóbal, Miguel Cristóbal Olmedo y Alicia V. Palacios Thomas

 

Especial selección oficial de ficción: La Guarimba International Film Festival, III Edición Inspection Gala Sukhanova

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Massa, con seis años de edad, se ve obligada a disimular las flaquezas de su madre, aparentemente ausente por obligaciones laborales, durante la visita inesperada de unos agentes de los servicios sociales. La niña oficia el papel de encubridora y cumple su papel de perfecta anfitriona. Les ofrece té, algo de picar, les muestra las chapuzas que la madre ha realizado en el hogar («ahora tenemos comido en la nevera y también ha arreglado el armario»), y sin embargo, entre lo que dice y lo que vemos existe un contraste evidente porque la nevera está semi vacía, la comida que ofrece son humildes sobras de una cazuelita, el armario es sólo uno de tantos muebles que suplican un arreglo y la pintura de toda la casa está descascarillada, con la constante promesa de un problema de goteras.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Massa, víctima de una situación disfuncional, obsequia a sus visitantes con el recital de un poema que dice haber aprendido en la escuela, en un intento torpe aunque ingenioso por distraer la atención de una indiscutible verdad: su madre, totalmente alcoholizada, duerme en la bañera de casa.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Este es el tesoro prohibido de la niña. Si la descubren, se la llevarán de la casa, poniéndola bajo la tutela del Estado, que es otra especie de extraño amenazador.

El cortometraje Inspección es el retrato de una infancia envejecida, un bellísimo reverso del video musical de los Cramberries: Animal Instict,  pero también es la historia mínima de un pacto de silencio (sin resolución) entre dos personas, la hospitalaria Massa y la implacable jefa de los Servicios Sociales.

Lo que nos rompe el corazón no son sólo los constantes esfuerzos de una niña que no quiere ser separada de su irresponsable madre, sino el maravilloso desarme emocional de la mujer gélida y antagonista cuando descubre el terrible secreto de Massa.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Porque Inspection nos viene a decir que la piedad no entiende de legislaciones ni leyes escritas por ninguna persona y es parte de ese lenguaje humano que antecede morales heredadas.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)

Cuatro aspectos nos interesan destacar en el apartado formal: 1) la invasión en el hogar de Massa, rodada cámara en mano y con una brusquedad que acentúa la violencia psicológica de esta visita intrusiva; 2) entre los agentes de servicios sociales se encuentra un operador de cámara sin escrúpulos, una mirada mecánica en busca del documento, una analogía del espectador más paparazzi y del injusto escrutinio al que uno es sometido cuando se está en el punto de mira;

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3) exactamente a la mitad del cortometraje tenemos un punto de inflexión: la jefa supervisora se detiene a mirar una fotografía de la niña estableciendo así el auténtico criterio para la valoración de esta inspección, el criterio moral, a través del retrato de esta frágil vida y no de su desastroso habitáculo;

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4) la maestría de la realizadora Gala Sukhanova que, de manera imperceptible, parece introducir su cámara por los recovecos de este íntimo relato y nos hace olvidar que estamos ante una ficción cuyo potencial dramático se asemeja al del documental Los niños de la estación de Leningradsky (Hanna Polak y Andrzej Celinski, 2004).

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Los niños de la estación de Leningradsky (Hanna Polak y Andrzej Celinski, 2004)

Inspection se mantiene dentro de los márgenes de las historias de niños que se ven forzados a establecer un rol demasiado adulto, prematuramente. La versión más cruel de Peter Pan, escrita y dibujada por Loisel, nos contaba de manera gráfica cómo el país de Nunca Jamás era un refugio de las humillaciones y escarmientos que propiciaba una madre alcohólica, un lugar donde no se cometen abusos sexuales ni palizas, donde los únicos adultos que habitan son unos piratas que pierden cada batalla. De un modo mucho más burgués también se evadía del mundo de los mayores la misma Wendy y sus hermanos, e incluso la mimada protagonista de Alicia en el país de las maravillas compartía sueño con Lewis Carrol en esa misma máxima de abrazarse a la fantasía como último reducto frente al bautismo adulto.

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Inspection (Gala Sukhanova, 2014)


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Izquierda: Novela gráfica de Peter Pan realizada por Regis Loisel (1952). Derecha: Fotograma del cortometraje Peter (Nicolas Duval, 2012).

Los hijos, en sus albores, se ven constantemente sometidos a las máximas de los adultos, a sus restricciones y prohibiciones, esas reglas que, para un pequeño, no tienen ningún sentido porque aprenden rápidamente que todos tenemos nuestro talón de Aquiles, que la tiranía del gigante esconde la misma hipocresía que el párroco que vacía las arcas de los feligreses o mete mano al monaguillo obediente. El niño se da cuenta de que algo funciona mal con los mayores, sobre todo cuando papá no existe y mamá le da a la botella. Este tipo de «secreto a voces», de «vergüenzas disfrazadas» las hemos visto en muchísimas películas, con los ejemplos recientes de Boyhood (Richard Linklater, 2014) donde un padrastro de mano suelta guarda las botellas de alcohol entre productos de limpieza y The Spectacular Now (James Ponsoldt, 2013) cuyo protagonista, en edad adolescente, compagina estudios y trabajo con su afición al whisky disfrazado de bebida gaseosas.

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Izquierda: Boyhood (Richard Linklater, 2014). Derecha: The Spectacular Now (James Ponsoldt, 2013).

Los adultos esconden secretos por temor al rechazo social, pero asimismo los niños viven en un miedo similar que los obliga a enterrar sus tesoros prohibidos —bichos, diademas robadas, golosinas e incluso animales—, para que una fuerza mayor no se los arrebate. Así, en el cortometraje Inspection, la pequeña Massa debe jugar al disimulo y la distracción para que tampoco le arrebaten su más preciosa pertenencia, ese “pájaro herido” en que se ha transformado una madre vulnerable y rota, una madre desmadrada que es, sin embargo, todo lo que tiene, todo lo que sabe esperar la niña de su propia infancia. Una niña que ha dejado de ser niña y no sabe que su tiempo de jugar no ha llegado nunca.

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«David Bowie no ha muerto.»

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David Bowie soñaba desde hacía tiempo con dejar el foco de los escenarios, recogerse en su apartamento de Nueva York y llevar una vida ejemplar de padre, dicen sus allegados. Su mortalidad de hombre le había llevado a escaquearse de sus obligaciones revolucionarias de alienígena.

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David Bowie

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

David Bowie, Angie Bowie, Mick Jagger, Duncan Jones, muerte Bowie, Miguel Cristóbal Olmedo, Alicia Victoria Palacios Thomas, música bowie, vida bowie, biografía bowieQue no, que Bowie no ha muerto. Con la de veces que se ha salido con la suya tomándonos el pelo, bajo otros nombres y otras caras y otras vidas, y todavía le vamos a creer. ¿A nadie le parece demasiado fenomenal y lírico que se nos vaya a morir dos días después de sacar a la venta su último disco, dos días después de su sexagésimo noveno cumpleaños?  Y, sí, fíjense en ese 69, el más sexual de entre los números. ¿No son demasiadas coincidencias, no les parece un fraude diseñado de antemano?

Cómo va a atreverse a semejante engaño, dirán. Alguno habrá que lo delate o reconozca y le exponga al escarnio universal. Pero Bowie es de esos que se han hecho famosos pretendiendo que todo se la trae floja, y para este músico, actor, productor, escritor, ¿poeta? (sí, también) la muerte es solo un paso más en su carrera. Se habrá fugado en su jet privado y vivirá felizmente en la misma isla retirada de Elvis Presley, Michael Jackson y Jim Morrison. A lo mejor desde allí sigue mandando melodías para algún anuncio de coches, y el resto será silencio.

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Elvis Presley, Michael Jackson y Jim Morrison.

Bowie, como Tom Sawyer, es de esos pocos que gozan del privilegio de asistir a su propio entierro y escuchar los panegíricos que le llueven del espacio, por vía de astronautas apasionados, de los despachos presidenciales, de los colegas del espectáculo y del Twitter.

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David Bowie en el videoclip «Lazarus» (Johan Renck, 2016)

David Bowie no era Dios pero podía habérselo propuesto, acostumbrado como estaba a hacer su renombrado truco de magia, desapareciendo y resucitando con una nueva personalidad.

No en vano Christopher Nolan lo hizo compadecer ante las cámaras en el papel de Nikola Tesla, un inventor de artilugios eléctrico-mágicos en The Prestige (2006), con una cara engordada y reblandecida y una expresión beatífica por el retiro al que le obligó un ataque al corazón entre bastidores, alguien distinto de la silueta cadavérica que asoma en sus últimos vídeos y pelea con una agonía secreta (ahora, nos cuentan, ese dolor era cáncer de hígado).

Bowie siempre quiso ser actor y su mejor papel fue el de músico camaleónico, ya fuese dentro o fuera de las arenas de sus megaconciertos. Bowie, como decimos, se lo inventó todo, empezando por su nombre y siguiendo con la muerte.

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David Bowie, saxofonista de The Kon-Rads (1962-1968).

Se hizo llamar Davy o Davie Jones pero volvió a bautizarse como Bowie para evitar confusiones con el solista Davy Jones de los Monkees.

Probó a cantar y a ser mimo en la comedia del arte. Sus experimentos fueron frustrados por la indiferencia del público. Su primer disco, con veinte años, titulado David Bowie a secas, también pasó sin pena ni gloria. Los críticos siguen viéndolo como una tentativa inmadura, un paso transicional hasta el Bowie que conocemos.

En realidad su genialidad ya está presente. Bowie es capaz de hacer una canción con la historia de un tal Arthur, pegado a las faldas de su madre, que un día conoce a una Sally, se quiere independizar pero termina regresando a los pucheros de la mamá que tanto echa de menos. No hay un auténtico romance ni una auténtica tragedia.

Bowie nos dice que se puede hablar de todo, hasta de naderías, y componer buenos temas. Con Sell Me A Coat tenemos una canción de amor dispersa entre metáforas climáticas. Se ríe y nos sorprende, jamás acude a lo obvio. Nos está dando una clase magistral y no nos enteramos porque lo que cuenta tampoco viene en nuestros libros.

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“Durante toda mi carrera he trabajado con el mismo tema. Los pantalones pueden cambiar pero las palabras y temáticas que siempre he elegido para escribir son el aislamiento, el abandono, el miedo, la ansiedad, todos los puntos culminantes de la vida de cualquiera.”

Cantaba “There’s a staaaaar maaaaan… ” haciendo suyo el estribillo archifamoso “Over The Rainbow” que entonaba soñadoramente Judy Garland para El mago de Oz (Victor Fleming, 1939). En la peli, Dorothy y sus estrafalarios amigos recorren el camino de baldosas amarillas para tener una audiencia con Oz, que resulta no ser el gran mago sapiente que todos adoran, sino un farsante emboscado tras sus artilugios mecánicos, ¿les suena?

Bowie prometía en el programa musical donde debutaba, un número uno de audiencia en Inglaterra, el mítico Top of the Tops —corrompiendo a su audiencia con su disfraz andrógino, sus acercamientos cariñosos con el guitarrista Mick Ronson y sus letras de rebelión juvenil—, ser un hombre de las estrellas que viene a cambiar el mundo.

Luego resultó que todo era una careta. Lo que no sabemos es si la careta tenía el rostro de Ziggy Stardust, el alien devenido en estrella de rock, o de David Bowie, el chaval introvertido que se emancipó de la raza humana.

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David Robert Jones nació en el sur de Londres, un pos apocalíptico Brixton atravesado por las socavones de las bombas alemanas. Carecía de alumbrado público, los edificios estaban reducidos a escombros, la tildaban de ciudad moribunda.

Su padre, un héroe de guerra. Su madre, una camarera chiflada que había quedado preñada mientras trabajaba de enfermera, una madre sin lumbre maternal, una madre con una herencia genética dañada; la locura vivía subida a las ramas de su árbol genealógico.

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David Bowie (1962)

Los chavales de esa zona y esa época parecían abocados a infancias austeras y futuros predecibles. Reconstruir un país requería disciplina, bofetadas, el restallar de la hebilla del cinturón, padres lacónicos frente a su pinta de cerveza, requería perder los sueños en favor de doblegarse a la autoridad en casa y la escuela.

Parece mentira que aquella fuese una generación con el as escondido en la manga, con la llama del punk y la heroína bullendo en las entretelas. David era solamente ese chaval de colegio que viste de forma impecable y lleva las uñas limpias.

La peli Semilla de maldad (Blackboard Jungle, Richard Brooks, 1955)  puso de moda el rock and roll en las islas; por la tele mostraban series de ciencia ficción como The Quatermass Experiment (1953) que David veía detrás del sofá, cuando lo creían tapado en la cama. Con Little Richard y su Tutti Fruti, David conoce a Dios y se aplica en la música como vía de escape a su realidad adocenada.

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Little Richard dando su famoso «saludo fálico» en 1957.

David, como buen artista y mujeriego, era desleal, copión, obstinado, ambicioso, egocéntrico y un jodido bastardo, elementos necesarios para descollar del anonimato. Le trató de levantar la novia a su colega de música, George Underwood. George tenía una cita con una tal Carol pero David le contó a George que esta había cambiado de idea y no se iba a presentar.

Carol, por supuesto, fue la que recibió plantazo. David pensaba pasarse unos días más tarde para consolarla y llevársela a la cama. Lo único que consiguió fue una hostia en la cara cuando su amigo se enteró de la jugada. El ojo de David quedó permanentemente dañado por el golpe. Los músculos que contraen el iris dejaron de funcionar, dando la apariencia, a través de esa pupila eternamente dilatada, de tener los ojos de diferente color.

A pesar del hospital y los problemas de visión, David, lejos de compadecerse, incorporó esta anomalía a su repertorio de características alienígenas, y le terminó dando las gracias a George por el infortunado puñetazo.

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David Bowie y el artista británico George Underwood, compañeros de banda y amigos de toda la vida (1968-1972).

David Bowie juntaba y desmembraba bandas, como si fuesen sus ligues quinceañeros, siempre en pos de algo que fuese a más y mejor.

El aspecto de esos años era el de un saxofonista introvertido y sin voz, de rasgos angulosos, piel fina, demasiado rubio y blanco y para venderse como símbolo sexual. En esos años ensayaba con su nombre y sus atuendos y hacía versiones de sus ídolos musicales. La obsesión perfeccionista de David le mantuvo desconectado de su público.

No era de esos, cómo decirlo, sementales con personalidad magnética. Tenía algo de mozalbete inseguro que le sudan las manos. Su carácter reservado asoma en detalles breves, insignificantes, en las entrevistas donde se requiere agilidad verbal o en las soflamas de sus conciertos. Cuando anuncia a los espectadores, al mundo, a su propia banda, que están escuchando su último concierto como Ziggy Stardust, lo hace de corrido, como si quisiera quitarse de encima cuanto antes la tragedia colectiva de su declaración sorpresiva.

David va a lo suyo y eso se nota. Socializar porque sí no va con él. Se nutre del arte, esa es su excusa para la conversación, y en el escenario se disfraza, por motivos comerciales, usándose de anzuelo, pero más aún por timidez, para esconderse, como también lo hacía Peter Gabriel para Génesis. Pertenece a esa casta de artistas a quienes ofrecerse a sí mismos les parece insuficiente, y por eso juegan a ser otro gracias al maquillaje y la impostura, de forma que su romance verdadero no es con el público sino con su personalidad soñada.

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“No disfruto tanto de mis actuaciones. Siempre ha sido así. Puedo hacerlo, y, si estoy metido en situación, me sale bastante bien. Pero después de cinco o seis conciertos, me muero por dejar la carretera y regresar al estudio”.

Que David fuese un poco rarito, no lo hacía ingenuo. Con frecuencia uno recuerda con lástima a los chavalines gafotas con el bocadillo estropeado por las lágrimas. Luego se los encuentra uno de mayores y se da cuenta de que eran y son unos arrogantes sin empatía hacia los demás. Que son tan cabrones como los otros que les endiñaban las patadas y capones. O peores.

Ya David, antes de ser Bowie siquiera, era conocido entre los suyos por su ambición brutal, su carácter desalmado cuando se trataba de su carrera musical. La amistad valía menos que el talento. Quería ser músico profesional y no juntarse simplemente con los coleguillas, hacer que tocaban e irse de farra. Si hacía falta, desertaba de una banda para tocar con otra, y no valían de nada los lazos amistosos. Gracias por todo y chau.

Así, boquiabiertos y traicionados, como luego se sintieron los miembros de Spiders of Mars cuando los dejó sin trabajo al darse de baja de su papel de alíen. Ensayaba, estudiaba a los grandes en sus discos, pulía su forma de tocar, se odiaba, se construía y se deconstruía, fingía orgullo ahí donde podía vencerle su autoestima apocada.

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En 1964 empieza a experimentar con la homosexualidad a pesar de su voraz apetito hetero. Todo forma parte de su crecimiento artístico, es parte del peaje por que se cobra la vanguardia artística. La vida ha olvidado su espartano blanco y negro y todo vale de nuevo, el arco iris hippy y su reclamo de promiscuidad se abre camino entre los jóvenes.

La crisis de los misiles en Cuba es el aditivo al presentimiento fatal, vigoroso y excitado de que el mundo está por acabarse en una guerra nuclear, así que puestos a morir, disfrútese ahora y que le den por saco a la moral victoriana reinstaurada tras la II Guerra Mundial.

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David Bowie  junto a Mick Ronson comiendo guisantes (1973)


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Café Royal, 4 de Julio de 1973, Londres, Lou Reed, Mick Jagger and David Bowie.

Bowie escribe Space Oddity al calor de la película de Kubrick, 2001 Odisea Espacial (1968) aun cuando más tarde, en su etapa drogadicta, vende la idea de que debía su inspiración a la heroína.

David y su novia Hermione (sí, la chica de esa preciosa balada titulada Letter to Hermione) ni siquiera eran muy dados a los porros. Lo suyo, más bien, era el vino blanco, pero la relación se pierde cuando ella emprende un viaje por los confines nórdicos donde participa en un musical, y a David los refinamientos se le acaban cuando el vendaval Angela Barnett, que será la primera mujer Bowie, la fuerza motora creativa —y asimismo destructiva— de su vida, se le interpone.

Angela es una amazona libertina, una norteamericana que no se cansa de proponerle ideas y orgías, bravucona, posesiva en ciertos aspectos y completamente abierta en otros. Presumía de haber sido expulsada del Colegio de Mujeres de Connecticut por una relación lesbiana. “Para conocer a Bowie uno debía pasar por Angela”, cuentan los colegas de entonces.

Se dice que es la Angie a la que canta Mick Jagger y Bowie también le dedica su The Prettiest Start, que es una canción reafirmando su amor pero en la que se advierten indicios de una relación condenada.

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David Bowie Hermione-Farthingale en la espera para grabar «Ching-A-Ling», el 27 de noviembre 1968.


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Angela Barnett (Angie Bowie) junto a David Bowie y el hijo de ambos Duncan Jones (Zowie Bowie), 1974.

El lanzamiento del Apollo 11 y la llegada del hombre a la luna pone en órbita el Space Oddity de Bowie y su carrera. El espacio estaba de moda, ergo… El tema de Bowie parecía la perfecta banda sonora de ese tiempo aunque en América no le prestasen demasiada cobertura mediática por miedo a gafar sus expectativas triunfalistas de poner a un hombre en el espacio con una canción que sonaba a tristeza y soledad.

El 20 de julio Angie salió a dar una vuelta mientras Bowie presenciaba emocionado por televisión los primeros pasos de Armstrong en la llanura lunar, y regresó narrando su encuentro con unos hombrecillos verdes. Entretanto el viaje ficticio del Comandante Tom por las distancias siderales, regalaba a Bowie el primer ápice de su leyenda.

El resto ya se lo saben. Es la historia que nos han contado cien veces. El Bowie que renace y muta a lo largo de las décadas y las modas, siguiendo la máxima de Picasso de que los auténticos genios roban de los otros, y Bowie alardea de ser un buen ladrón.

Las caretas vienen, se caen y se reponen. Bowie es Ziggy Stardust, Aladdin Sane, El pálido Duque Blanco, y ya después huye de los excesos de la cocaína y la vida norteamericana para recogerse en el estudio berlinés con Brian Eno. Reaparece gloriosamente en Heroes, recordándonos que todos podemos serlo aun cuando sea por un solo día, e invita a que bailemos en los ochenta.

Con Ashes To Ashes salda cuentas con el Comandante Tom, que seguía perdido en la triste soledad espacial y lo reinterpreta como un yonqui catapultado por una inyección de heroína. Celebra la MTV y el escaparate musical del revolucionario Internet. Se apunta a todas las modas y las reforma a su antojo.

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Y entretanto, cuando quiere, se apunta al cine, una pasión que a veces le parece frustrada. Hace de Poncio Pilatos para Scorsese y de prisionero de guerra en Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983) para Nagisa Oshima, responsable de El Imperio de los Sentidos (1976), calza como nadie su papel de alienígena en The Man Who Fell to the Earth (Nicolas Roeg, 1976), es un vampiro estilizado y gótico en El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983), es la bruja/hechicero de Dentro del laberinto (Jim Henson, 1986), nos regala una aparición casi fantasmal en Fuego camina conmigo (David Lynch, 1992), la precuela cinematográfica de la serie Twin Peaks.

Se casa con la supermodelo somalí Iman Mohamed Abdulmajid y respalda al hijo de su primer matrimonio, Duncan Jones, en un debut cinematográfico, Moon (2009) que nos hizo arder las manos de tanto aplaudir: una intrigante historia sobre el espacio, la soledad y la paranoia. Se desmiente de su bisexualidad y lo achaca al espíritu de esa época. Escribe Crack City, una canción visceral en contra de las drogas.

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David Bowie The man who fell to earth (Nicolas Roeg, 1976)


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David Bowie The man who fell to earth (Nicolas Roeg, 1976)


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Catherine Deneuve y David Bowie en El ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983).


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David Bowie y Jennifer Connelly en Dentro del laberinto (The Labyrinth, Jim Henson, 1986).


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Bowie en Fire walk with me (Fuego camina conmigo, David Lynch, 1992).


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Sam Rockwell en Moon (Duncan Jones, 2009).



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Iman y David Bowie en 1985.

Tras hacernos flipar con su álbum Heathen, Bowie se va disipando durante la gira que promociona su nuevo disco Reality, trufada por las desventuras. Su garganta, pasada por Gitanes y Marlboros, sufre una fuerte laringitis.

En Oslo, una fan le arroja un chupa chups que va a golpearle en el ojo izquierdo. Percibe dolores musculares en el hombro durante su concierto en Praga y el infarto le llega en Schlessel, Alemania. El tour se cancela con la angioplastia que le practican de emergencia. Los escenarios ya solo los pisa como estrella invitada y la última vez que le vemos sujetar un micrófono es aparejado con Alicia Keys para su canción Changes en el 2006.

Después nada. Seis infartos de corazón que mantiene en el anonimato. Toca cuidarse. Toca luchar por la longevidad y desligarse de la gloria. Pone la voz a uno de los personajes de Bob Esponja.

Bowie soñaba desde hacía tiempo con dejar el foco de los escenarios, recogerse en su apartamento de Nueva York y llevar una vida ejemplar de padre, dicen sus allegados. Su mortalidad de hombre le había llevado a escaquearse de sus obligaciones revolucionarias de alienígena.

Se guardaba un último milagro después de un silencio musical de diez años, gracias a sus dos últimos discos, casi póstumos, que como su productor Tony Visconti propone: “Han sido su regalo de despedida”.

En el vídeo musical Blackstar se muestran los restos de un astronauta. ¿Es posible que sea el Comandante Tom y este sea el final de su singladura hacia lo desconocido, el final de camino de su experimento galáctico? Bowie ya es el hombre del futuro, plagado de arrepentimientos y sabiduría, el misterioso extraño que se proyecta desde nosotros y es descrito en la canción Shadow Man.

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Nadie como él para hacer mutis de la forma más inesperada. Hasta cuando muere o finge que muere, lo hace de forma artística. Con las botas puestas, de nuevo en el cenit de una gloria que reclama como suya.

Bowie no ha muerto. Yo no creo en la muerte porque después de esta vida no hay nada. No hay descanso ni castigo, solo olvido. Y Bowie nunca será olvidado. Él es parte de la historia de la música. Él es la música. También sé que no hace falta tener delante a los seres queridos para saber que existen. No me hace falta probar que Bowie sigue vivo.

Lo estoy escuchando en estos momentos y eso basta. Él canta y yo escucho, la relación de siempre, la alquimia de todos estos años, que seguimos perpetuando, como si nada hubiese cambiado, aunque todo cambia y Bowie me lo siga repitiendo desde los altavoces. Yo salmodio: Bowie no ha muerto. Bowie no ha muerto. Bowie no ha muerto. Mueren los otros, morimos los demás. Bowie nos sobrevivirá a todos. Bowie no ha muerto.

Shenzhen, 12 de enero, 2016

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Todos queremos ser Hank Moody «Californication» | Tom Kapinos, 2007-2014

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Los auténticos escritores son también enfermos sexuales en potencia pero no les dan la ocasión de ejercer, se pasan la vida soñando lo imposible y se alivian sobre su barriga mientras congelan la imagen en la oportuna escena de Californication.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

Californication Todos queremos ser Hank Moody David Duchovny Tom KapinosEscribir no mola. Si escribes o vives con alguien que lo hace, ya te conoces el percal. Su realidad es muy puerca. Escribir es doloroso, como dar a luz, dicen algunos exagerados. Es más bien una menstruación, porque te inhabilita y sangras cada tanto, y muchas veces solo logras ponerte perdido. No se vive de tocar las teclas, se sufre o se muere. Allí les tienes, autores de un solo lector (ellos mismos), subidos a un podio improvisado, a veces con un micrófono que no hace falta, en las fiestas tristes donde presentan su libro, a las que acuden familiares y gente talludita, por obligación o desocupación, y uno no se come una rosca ni pincha nada, ni la teta desinflada de la abuela.

Decía Fernando Fernán-Gómez, que no le desearía ser actor ni a su peor enemigo, y eso que él triunfó. Pero la vida no es vida para un hombre de las artes, y de las artes, los tipos más marginales, son los de letras; porque las letras no se escuchan ni se tocan, ni se miran fácilmente, porque se requiere una digestión mental. Y nadie tiene tiempo ni ganas ni fortaleza cerebral para eso. Ni en el metro ni en la sala de espera del hospital.

Sin embargo, otra cosa nos cuentan cuando uno enciende la tele o se va al cine. En América sí que mola escribir. Son gente que se pasa el tiempo sin hacer nada, o les sobrevienen montones de aventuras, tienen una pareja espectacular, enseñan en la universidad por el hecho de haber publicado un libro, y son hostigados por un agente que les lame el culo y ruega que terminen esa gran novela que va a seducir al resto del mundo, como le pasaba a Michael Douglas con Robert Downey Jr. en Jóvenes prodigiosos (Wonder boys, Curtis Hanson, 2000). O eso se ve por la pantalla, y a fuerza de que te lo repitan, uno acaba por creérselo. Hasta que sales a la calle y te ponen en tu sitio.

Californication Todos queremos ser Hank Moody David Duchovny Tom Kapinos

Michael Douglas y Robert Downey Jr. en Jóvenes prodigiosos (Curtis Hanson, 2000)

En los primeros años de escritor, cuando uno es más vanidoso y charlatán que escritor, la vida va de presumir del libro que a lo mejor no se escribe o del que uno se desdice obligado por la madurez; se sigue el modelo golfo, bullente, que va de sobrado y alardea de una sabiduría caótica y pinceladas lascivas. Uno quiere ser como Hank Moody, es decir, como Bukowski, como Hemingway, como Rimbaud, autores con apariencia de vida que desdicen el clásico binomio donde el tedio y la inteligencia aparecen imbricados y se trenzan, se conectan y no se sueltan como dos amantes maricones.

Californication Todos queremos ser Hank Moody David Duchovny Tom Kapinos

Charles Bukowski, Ernest Hemingway y Arthur Rimbaud.

Hank Moody es el personaje principal de una serie de televisión llamada Californication (Tom Kapinos, 2007-2014), y Californication va de drogas, alcohol, y una familia que se rompe y se vuelve a juntar y se vuelve a romper episodio tras episodio.

Californication no va de literatura aunque Moody sea un escritor con desparpajo macarra, su punto de crápula y medio hijo de puta. Por eso tantos se quieren hacer escritores y llevar una vida a la medida de David Duchovnny en el personaje estelar. Siete temporadas se las pasaba follando con una recua de bellezas con su chaqueta, gafas de sol y descapotable, aunque su personaje presuma de amar solamente a la madre de su hija (Natasha McElhone). Californication es la historia de un escritor al que nunca vemos escribir aunque todo el mundo le recuerde lo grandes que son sus libros. A veces pasa unos segundos sentado, haciendo que martillea las teclas, rabiosamente inspirado, dándose un atracón a lo Kerouac, sin dudas ni descansos, y festeja su nueva obra con el ceremonial del whisky y el puro.

Californication Todos queremos ser Hank Moody David Duchovny Tom Kapinos

David Duchovny

Hank Moody se autocompadece, aunque el resto del mundo le envidia.

Tras su faramalla convencional de hombre con corazoncito y moralidad que solo sirve para congraciarse con los televidentes carcas, deja que sean otras las que le enjuguen sus lágrimas. Y es que hasta en sueños una monja como Michele Nordin le ofrece una mamada. Y no se cepillaba a cualquiera de los cayos malayos que se soplan los mortales. Ahí tenías a Madeline Zima a quien le fueron dando más papeles gracias a su exuberancia corporal, como en The Collector (Marcus Dunstan, 2009), donde repetía con el muestrario de sus virtudes corporales aunque los golpes, esta vez, se los llevase ella. Ahí tenías a la hija de Susan Sarandon, Eva Amurri, demostrando que el legado de la delantera de su madre seguía vivo; a la madurita Carla Gugino, haciendo bueno el dicho de los vinos; a Maggie Grace como la musa regalada de las artes; a Meagan Good, poniéndole los cuernos a su novio rapero (imagínense el poder de la imaginación, situar por delante a un escritor que a un cantante guayón); a Addison Timlin, la actriz haciendo de actriz con inclinación al destape, y a un largo y estimulante etcétera que no vamos a repetir aquí para evitar pasarnos el resto del artículo con los puños apretados.

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David Duchovny Californication (Tom Kapinos, 2007-2014).

Cuando Tom Kapinos empezó a escribir el personaje, creía que lo suyo era una comedia negra que lindaba con el thriller.

Pasó de querer proyectarlo en formato de película para enriquecer la idea en una serie longeva, pasó de escribir una historia de crecimiento interno en la figura de un Peter Pan letrado a rivalizar en bromas y disparates con las sagas calenturientas de American Pie. Duchovny, empeñado en defender la sensatez del producto, se lamentaba de que los desnudos distrajeran la atención de los auténticos “conflictos adultos” (aunque uno no sabe si con adulto se refiere a esa vez que Hank le empieza a comer el coño a otra chica por error, o cuando vomita sobre la pintura del novio de su ex novia, ese tipo de cosas).

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David Duchovny y Tom Kapinos.

Las dos primeras temporadas tenían un pase, por aquello de oxigenarse con una fantasía divertida, pero luego la fueron cagando con reiteraciones y dramas superfluos, porque en el fondo Hank Moody no es solamente un narcisista autodestructivo, sino un tipo reaccionario, de valores puritanos en muchos aspectos, a quien le llueven las drogas, las mujeres y los problemas sin que él vaya a buscarlos. Vamos, que su intrépida existencia es accidental y no merecida, es víctima de la diversión y no el juerguista nato que nos proponían; Moody presume de querer ser un apacible padre de familia aunque su vida sea todo lo contrario, y con esto se nos caía el santo. David Duchovny además, no dejaba de proponerle a Tom Kapinos, creador de la serie, que Hank muriera al final, consumido por sus vicios, como enseñanza moral, lo cual tiene su guasa porque el gancho de la serie residía en lo opuesto. “No puedes beber y fumar así y salirte con la tuya indefinidamente”, decía el hipócrita cuando era entrevistado. En la vida real, o en su vida de estrella, —cuya autenticidad siempre está en tela de juicio—, Duchovny saltaba a la prensa amarilla por tener que vencer su adición al sexo, mientras estaba casado con Tea Leoni. Ese tipo de cosas que solo pasa a los actores conocidos; los auténticos escritores son también enfermos sexuales en potencia pero no les dan la ocasión de ejercer, se pasan la vida soñando lo imposible y se alivian sobre su barriga mientras congelan la imagen en la oportuna escena de Californication.

Californication Todos queremos ser Hank Moody David Duchovny Tom Kapinos

Por eso Californication, pese a no ser una gran serie, sí es una buena idea.

Recurre a todos los tópicos del escritor maldito y ligón. Su protagonista no vive, experimenta, sin necesidad de que el diccionario lo socorra en la hora de la duda; es un personaje de ficción que recrea una fantasía literaria, una coraza con la que otros autores se disfrazan para perpetuar su leyenda o sus ventas. Por supuesto que todos queremos ser Hank Moody, follarnos a todas las perras que se nos cruzan profesando su admiración, ponernos hasta el culo de drogas, irnos al final del día con la princesa de nuestro cuento, sin una sola resaca, bajo un sol de verano eternamente resplandeciente. Que nadie nos joda el sueño y alguien se presente gritando: “¡Corten!” para darnos el hostión con la realidad, que duele toda la vida y del que solo nos anestesiamos chupando más realidad travestida por el ojo sin pestañas de la tele. Benditas mentiras.

Shenzhen, 10 de diciembre, 2015

 

 

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THE AFFAIR: Los cuernos del amor (o la insoportable levedad de la pareja)

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Hay una intrahistoria dentro de cada historia de amor. Se acumulan bajo la alfombra del lado oscuro de la luna, con todo lo que no vemos o jamás querremos ver sobre nosotros mismos y nuestras parejas. El 20 de noviembre ha regresado The Affair en su tercera temporada, tras restregarnos por la cara nuestra insoportable levedad, las dolorosas contradicciones de una relación con el membrete despegable de “hasta que la muerte nos separe”  Es un retorno que esperábamos escépticos y con vaporosa curiosidad porque se trata de una serie que nos sorprendió en su primera entrega, nos decepcionó en la segunda, y cuya historia sigue estirándose en favor del melodrama y los bolsillos de Showtime, siguiendo la premisa de que un chicle, por mucho que se mastique, sigue siendo el mismo chicle (lo cual, todos sabemos, no es verdad). Dominic West, Ruth Wilson, Maura Tierney y Joshua Jackson. Por orden de importancia, de minutos contados en la pantalla, de encoñamiento. Un elenco de actores que encarnan los diferentes papeles en dos relaciones que colapsan y se entrecruzan.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

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The Affair, producida por la cadena Showtime

Todos sufren, todos emprenden batallas consigo mismo y con las personas que más quieren, sumando a su bagaje el viento caliente de anteriores incendios (esos amores bochornosos que no enterramos suficientemente profundo).

The Affair se postula como una serie que disecciona como ninguna otra las entrañas de una infidelidad y sus devastadoras consecuencias.

La primera temporada cumplió las expectativas pese a sus ocasionales amenazas de llevarnos al thriller de sobremesa, utilizando como cordón umbilical entre episodio y episodio una sala de interrogatorios salida de True Detective [1].  Esa necesidad de introducir cebos argumentales baratos, el crimen, los interrogatorios, las coartadas, expone la falta de confianza en un tema que de por sí ya contiene los elementos necesarios de una historia con suspense.

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Salas de interrogatorio con los protagonistas de sus respectivas series: The Affair con Dominic West, arriba. True Detective con Matthew McConaughey, abajo.

Los títulos de crédito iniciales, con Fionna Apple entregándonos una estupenda y misteriosa canción (Container) prácticamente a capela y comprimida en ochenta segundos (voy a escupir al cielo y decir que es uno de sus mejores trabajos) nos pone en sobre aviso: entramos en un terreno movedizo y creativamente estimulante. La paternidad de la serie se haya repartida, al menos en principio, entre Sarah Treem, esa chica de estudiada pose hipster y en cuyo repertorio también figuran varios capítulos de House of Cards [2], y su mentor, Hagai Levi, creador de BeTipul [3], la serie sobre psiquiatría que la mayoría de nosotros conocimos en su versión norteamericana como In Treatment [4].

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Arriba, Gabriel Byrne como protagonista de In Treatment, otra serie que no teme sustituir la acción física por el diálogo, los paseos y las carreras por las confesiones desde los asientos y divanes.

Pero es Sarah finalmente, la persona de la batuta y quien va regalando las claves de la serie entrevistada por periodistas inflamados por un morbo semejante:

“La vida no acaba en el momento en que alguien engaña a su mujer o su marido ―y tampoco es el desenlace de la historia. O cuando alguien deja a su cónyuge por otra persona―. Como narradores padecemos la tendencia de sentir que hay un principio y un final, tradicionalmente acompañado de la idea de alguien abandonando a su pareja o volviendo con ella, pero no es verdad.

Las aventuras amorosas tienen consecuencias que se dejan sentir por años y años y años, honestamente por el resto de sus vidas: en sus matrimonios, en sus segundos matrimonios, en la vida de sus hijos.

Ha sido algo muy interesante en lo que pensar: cómo nuestros personajes  lidian una y otra vez con semejante trauma”.

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A la izquierda Hagai Levi, creador de BeTipul (In Treatment), a la derecha la premiada Sarah Treem por su trabajo en House of cards.

La serie, más que reposar sobre una moralina evidente (uno no sabe en el fondo de qué lado están sus guionistas, si es que existe “un lado”), funciona como herramienta de desenmascaramiento.

La posibilidad de la traición es parte indivisible de la vida de la pareja. Joshua Jackson explicaba en la radio:

“Más que una historia con advertencia, lo veo como un examen del daño que nos causamos unos a otros como individuos. Hay instituciones diseñadas específicamente para hacer a la gente infeliz. Es interesante que como sociedad nos centramos en la importancia de la monogamia pero todo lo que nos quieren vender en los medios de comunicación es sexo. Es una sociedad basada en el individualismo y, sin embargo, al mismo tiempo, vemos el matrimonio como la espina dorsal de esa sociedad.”

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El primer capítulo da cuenta de sus posibilidades como serie pero no las desarrolla. Nos sitúan en un escenario tópico para hacernos simpatizar con los futuros adúlteros. Él, Noah Solloway, Dominic West, el inolvidable McNulty de la inolvidable The Wire [5], es el alter ego perfeccionado de su demiurgo Sarah Treem y la caterva de guionistas que han volcado sobre él sus sueños y frustraciones. Es un personaje demasiado sexi, demasiado seguro de sí mismo, demasiado masculino, su represión humana y literaria apenas dejan secuelas en el magnetismo de su carácter (es además el mejor culo de todas las escenas de sexo).

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Es uno de los mejores villanos de la televisión porque encarna gran parte de nuestras flaquezas y egoísmos. Noah se encuentra disipado entre un matrimonio con cuatro hijos ―cuatro monstruos, especialmente la hija anémica y con sobredosis de adolescencia y un chaval que finge su suicidio esperando que el padre le aplauda la audacia― y  sus deberes para con la sociedad, que es también otro niño intolerante y chillón, la vida ponderada del padre de familia, la ética burguesa, etc. La pareja funciona bien a nivel elemental, son dos buenos compinches, pero en la cama, además de sufrir toda clase de interrupciones por parte de los vástagos que dan la tabarra en los momentos más placenteros y comprometedores, padecen las desventajas del descenso de la libido, de quererse demasiado, conocerse demasiado como para prestarse al juego de la pasión. Admitámoslo, la esposa riéndose en pleno coito porque dice que su marido pone caras raras, nos pone de parte del macho que busca su desarrollo sexual con otra persona.

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El matrimonio Salloway intentando llevar a cabo sus relaciones sexuales.

Hay más razones que se insinúan y van aflorando con toda su violencia psicológica en los siguientes capítulos: los suegros mecenas que se inmiscuyen en sus vidas con el derecho de haberles pagado la educación de sus chavales, la mujer que es hija de millonarios, perfeccionista y acostumbrada a tal nivel de exigencia que hace del marido un poco su marioneta. El suegro (John Doman, que ya le hacía la vida imposible a Dominic West para The Wire), goza de un éxito apabullante con sus libros y sugiere que quizás Noah sea autor de un solo libro, ese escrito sin mucha gracia, relegado a las estanterías polvorientas de bibliotecas municipales. La madeja psicológica está bien urdida, quizás de forma demasiado deliberada y evidente.

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Arriba John Doman, que ya le hacía la vida imposible a Dominic West para The Wire. Abajo en The Affair como un suegro mecenas que se inmiscuye en sus vidas.

Podemos ver en Noah a un buen tipo, que lucha por mantener la cabeza encima del agua y se encuentra anulado por la fuerza de opinión de su mujer y la contestataria hija. Podemos ver en Noah a esa ególatra que pasa por delante de las personas que más lo quieren con tal de satisfacer sus ambiciones personales (y esta es una cuestión  que se verbaliza en la segunda temporada, con la maravillosa Cynthia Nixon haciendo de terapeuta: cuántas veces el éxito artístico no es consecuencia también de la mala conciencia de los artistas, del arrebato sexual y creativo, de sus comportamientos disolutos, sus mentiras y la absoluta crueldad del ego).

¿Qué ve en Alison, además de sus piernas impúdicamente largas y desnudas? El espíritu de la aventura, la libertad que se ha negado y, por supuesto, el afrodisíaco de poner su vida entera en peligro.

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―¿Quién es esa mujer?― le pregunta a a Noah uno de sus chavales.

―Una catástrofe.

Y, sin embargo, se deja atraer al borde del precipicio, se arroja por él, embiste su propia pesadilla porque es la forma que tiene de sentirse más vivo.

¿Y Alison? ¿Cuál es su excusa?

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Ruth Wilson como Alison Bailey

Alison (Ruth Wilson, la sociópata de Luther [6], por ejemplo) vestida con sus pingos de muchacha rural yanqui (un cruce entre la decencia pacata mormona y el toque atrevido y moderno del este) y ese aire de ninfa y ninfómana simultáneamente, representa la belleza de una persona trágica y ojos sollozantes, la mirada convertida en desgarrada sensualidad con el fondo de la partícula de la muerte del hijo, que es también su propia muerte. Esta sirena embriagadora (que vive en la costa y no sabe nadar) padece su encierro en el rancho Lockhart, el hogar y sustento de su familia política. Alison perdió de vista a su madre muy pronto, llevada por los vientos de la espiritualidad New age y hippie. Cuidó de ella una abuela que ahora parece de Alzheimer avanzado. Su novio de juventud es su marido. Todo así huele a una vida sin opciones, predestinada a depender de la bondad de los extraños. Es casi una huérfana.  La desgracia de su hijo muerto por culpa de un desliz acuático es su obsesión destructiva que rememora cada vez que mira el tatuaje de su esposo. Necesita romper con el pasado, los recuerdos que la aplastan el cuello y le roban el aire. Eso también significa acabar con su relación actual. Vivir otro comienzo para reinventarse como otra persona, una persona que no comparta su pasado.

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“Si supieran lo que estoy pensando, se sentirían aterrorizados conmigo”, confiesa el personaje de Alison, al tiempo que la actriz que la viste, Ruth Wilson, desvela:

“Desde mi punto de vista quería desafiar el estigma de las infidelidades. Pasan tan a menudo que no puede estar todo mal. Quería participar en esa historia donde dos personas se enamoran fuera del matrimonio. Pero Sarah Treem y yo sabíamos que mi personaje, por ser mujer, iba a sufrir mucho más antagonismo por parte de la prensa y la audiencia en general. Por eso en mi versión, en la historia contada desde mi punto de vista, soy la mujer que ha perdido un hijo. Y eso me ayudó a tener una justificación, que en realidad no necesitaría por qué tener”.

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Entre los personajes está la mujer cornuda de Noah, Helen Solloway, (la actriz de televisión Maura Tierney), estupenda en su papel de una mujer a quien se le viene el mundo abajo en el plazo de unas semanas, véanla romperse una y otra vez ante los desplantes y las traiciones de su esposo, y el marido cornudo de Alison, Cole Lockhart, el actor Joshua Jackson ―que ya se había hecho un nombre en Fringe [7] con su ciencia ficción episódica, friki, y Dawson crece [8], donde le quitaba la chica al rubiales protagonista de la serie―, hace aquí de una especie de cowboy trasnochado, un tipo taciturno, con un más que probable aliento a cebolla cruda y rectitud heterosexual,  luciendo una mirada profunda que le ha plagiado a John Wayne.

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Joshua Jackson como Cole Lockhart y Maura Tierney en su estupendo papel como Helen Solloway.

Pululan por ahí otra lista de personajes para terminar de añadir matices a la paleta, el hermano yonqui, siniestro, malhadado, Scotty Lockhart (Colin Donnell) a quien no se le ofrecen cualidades redentoras y termina la segunda temporada siendo si cabe más odioso que en la primera. Está el dueño del restaurante The Lobster Roll, Oscar Hodges (Darren Goldstein) físicamente un hermano gemelo de Louis C. K, antipático, lenguaraz y con la increíble habilidad de enterarse de los más turbios secretos de sus vecinos, un chantajista a quien, de alguna forma misteriosa, se le sigue tolerando e invitando a las celebraciones de sus viejos enemigos. Está el amigo de facultad de la pareja Noah/Helen, Max Cadman (Josh Stamberg), engreído, millonario, mujeriego, divorciado, triunfador en la superficie, encarna los tópicos televisivos del hombre de Wall Street, mientras que en otros aspectos es también una figura solitaria que mantiene su dolor oculto bajo los divertimentos ocasionales que le ofrece el dinero. Será Max quien, en forma de parábola económica, ofrezca a Noah uno de los consejos más sensatos:

“Estás viviendo la fantasía de un colegial. Es hora de crecer. Las mujeres son como una bolsa de valores. Pones tu dinero en un fondo mutuo de alto rendimiento y lo dejas tranquilo. No lo sacas para invertir en una nueva empresa atractiva . El 99% de estas fracasan y te joden vivo. Deja tu dinero donde está. Confía en mí. Cometí ese error. Déjalo estar”.

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La gran apuesta creativa de The Affair, o lo que han publicitado como si lo fuera, está en los recuerdos  de los personajes que son montajes artificiales por los que aprendemos a ver cómo son ellos por dentro y cómo perciben el mundo. No hay una versión oficial de los hechos. Tenemos dos puntos de vista en la primera temporada (cuatro en la segunda, y cinco en la tercera), uno masculino (Noah), y otro femenino (Alison). Es una apuesta sugerente, dos realidades de una misma situación, un punto de vista sin asidero en la imparcialidad. Él ve en Alison a una hermosa camarera, atrevida, sexual, casquivana, que flirtea con él, y ella se describe como un alma solitaria, triste, desconectada, que encuentra en Noah a un hombre fuerte y seguro de sí mismo, protector, familiar, capaz de mostrar empatía con sus sentimientos y darle un nuevo sentido a su vida. Noah nos pinta a Alison como un desastre en ciernes para su vida conyugal, un mal inevitable como pasa con todas las sirenas que se nos cruzan. Desde el punto de vista de Alison, ella es una mujer frágil y destruida por la tragedia que pese a hacer vagos intentos por frenar el avance tentacular y confiado de Noah, acaba encontrando un refugio sentimental en sus brazos. Sus historias difieren desde detalles nimios pero reveladores, como la longitud de la falda de Alison, hasta en acontecimientos más transcendentales, dejándose llevar por los excesos de la imaginación. Alison percibe a la mujer de Noah  de forma más elegante, acentúa la diferencia de clase social y su inclinación por el arte. Noah ve a Alison con el pelo suelto, porque realmente es como a él le gusta. Ella puede revivir largas conversaciones, factores humanos, bromas que establecen las futuras complicidades. En la memoria de Noah los diálogos son breves y picantes, eclipsa el ruido de las palabras la silueta femenina de Alison en falda corta y escote agradecido. La culpa, por otro lado, está más presente en él que en ella. Su mujer se le aparece en momentos que Alison no recuerda que estuviera. En el punto de vista de Noah, es él quien salva a su pequeña de asfixiarse con una canica que rueda de la boca de la niña hasta los tenis blancos de Alison, trabajando de camarera. En la versión de Alison, es ella la que interviene a tiempo de prodigar la palmada salvadora en la espalda de la niña.

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El primer encuentro de Alison y Noah desde la subjetiva mirada de cada uno.

Según Sarah Treem, la propuesta original de la serie descansa en el basamento de un poema de Robert Hass, Meditación en Lagunitas, donde la búsqueda por el entusiasmo primitivo de una palabra recién aprendida y cuyo significado se pierde en sus constantes repeticiones se compara al descubrimiento de un amor, un cuerpo, cuando todo es nuevo y el sexo es sexo. El secreto de contar y contar lo mismo de siempre de una forma ilusionante es parte de la receta mágica.

“De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.

[…]

Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso como las palabras” [9]

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Noah solía ser el hombre bueno en el buen sentido de la palabra (citando a Antonio Machado, otro enamorador de ninfas), un hombre que pasó sus días de universidad cuidando de su madre enferma, que solo tuvo una amante en su vida, su propia esposa (“es casi como si fueses virgen”, se burla Alison, como si para tener una educación sexual completa hiciese falta follarse a la mitad de Barrio Sésamo). Un profesor de enseñanza pública (solo en Estados Unidos puede tomarse un trabajo tan noble como símbolo de fracaso profesional), que esconde su hambre atrasado por una vida que nunca ha conocido. Por eso es ahora un hombre herido de culpa, no quiere causar el dolor que causa, quiere ser feliz y libre y escapar a todos los destinos impuestos y eso es imposible. La vida se debe a sus horarios y caprichos letárgicos. La rutina nos alcanza a todos y termina por darnos muerte, una muerte longeva y pacífica, entre brumas de aniversarios y días festivos que confundimos por eso que llaman vida y son las impertinencias de la edad.

Lo que nos cuentan aquí, más que una historia de lujuria y amores es una tragedia, de las grandes, las auténticas, las que vivimos día a día y miramos por la tele para recibir la catarsis y sentirnos limpios de culpa, el griego que niega a su mujer y se entrega complaciente a su propia destrucción en pos de ninfas, sirenas, semidiosas y vellocinos de oro. Va de la tragedia que se origina dentro de uno y por eso es tan difícil evitarse. Noah se da cuenta, finge querer detenerse antes de que su semen llegue al río ajeno, pero no es capaz de lograrlo, preso de la fatalidad libidinosa que llevan los seres humanos en su alma partida. Ahí está el tipo de vida apacible y familiar, su vida sin historia, y a su izquierda el disparo en la sien del sexo, los órganos sexuales que vienen y van como olas lubricadas del  infame goce, lo prohibido, lo terrible, cagar con la puerta abierta, el despertar a otra existencia, paladear una nueva sal entre unas nuevas piernas, caracterizar el papel de malo incitado por la experiencia de lo nuevo y la culpa. Vivir la historia y quedarse sin vida, volverse caudal tumultuoso, de esos que rompen las piedras del dique y se precipitan hacia abajo, hacia abajo.

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Noah no quiere causar el dolor que causa, Noah quiere ser feliz y libre y escapar a todos los destinos impuestos.

Les voy a a contar lo que la The Affair no se atreve a decir a las claras, con todas sus excusas freudianas y sus miradas de soslayo a la sensibilidad puritana de la audiencia: Noah utiliza a Alison como forma de escapar del tedio se su matrimonio, que es en el fondo el tedio de ser él mismo. Le reprocha a su hija que haya hecho daño a otra persona por puro aburrimiento. Pero el hipócrita (la paternidad está llena de hipocresía) está refiriéndose a su propio crimen sin percatarse. Alison es un caso aparte, Alison se defiende con el sexo y es, en definitiva, el personaje más promiscuo. Tuvo una juventud vorazmente lujuriosa (“en los pajares de los pueblos hay mucha actividad”, nos recordaba Andie MacDowell  en Cuatro bodas y un funeral [10]) y ahora evita el dolor abriéndose de piernas. No funciona del todo, el sexo es un lenitivo muy poco eficaz, y como pasa con el alcohol, uno sigue volviendo sobre él y hundiéndose más y más. Alison huye de las trampas de la vida y esa es otra trampa. No tiene carácter para afrontarlas. Está demasiado ensimismada en su dolor de madre sin hijo, en el egoísmo de ese dolor sin nombre, que la absuelve de todos los placeres y traiciones. Hay cicatrices que son tan parte de uno que ha dejado de verlas, son una marca olvidada de un acontecimiento remoto y ya pertenecen a la piel defectuosa más que al accidente que las causó.

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Andie Macdowell y Hugh Grant en Four Weddings and a Funeral (Mike Newell, 1994)

La mujer de Noah tilda su infidelidad de crisis de la mediana edad y le pregunta si cuando se termine, volverá a ser el mismo hombre que amó y a regresar con los suyos. Pero cuando se atraviesa un túnel, un momento oscuro y confuso y agónico, nunca te recuerdan que la luz que ves saliendo de él pertenece a la del otro lado, ya no eres la misma persona que entró ni te defines por los mismos apetitos. Tienes el mismo rostro pero no significa nada, los rostros son careta, te disfrazan y no te representan. Por supuesto Noah quiere volver sobre sus pasos cada vez que siente la punzada de dolor de la añoranza. Se lo confiesa a su Helen en la playa: “Siempre estoy considerando volver contigo”, como si fuese una opción. Se engaña. No hay regreso a la misma relación que se dejó atrás, a su antigua piel de hombre felizmente casado.

Hay traiciones irreversibles, hay traiciones que nos transforman a nosotros y especialmente a los demás.

Es el precio del descubridor que se lanza al Nuevo Mundo  y regresa por la añoranza del Viejo, que el Viejo Mundo ya no le espera, ya no es tan viejo sino que es otro y ya no encaja en su recuerdo. Uno se queda atrapado en el ir y venir, en mitad del océano, a merced de una estúpida ráfaga de viento o el aullido consolador de una gaviota. Uno ya es marinero sin casa y, poco a poco, también sin buque.

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En el arranque de la tercera temporada, los guionistas nos vuelven a proponer  nuevas apuestas afectivas y un misterio  con fórmula repetida, a base de las piezas de puzzle que son los saltos en el tiempo. Noah Solloway regresa como el fantasma del hombre que fue, dislocado, ineficaz, sintiéndose perdido y desplazado aun en el funeral de su padre, en un episodio que abarca únicamente su punto de vista, visitado por las nieblas de su infancia y por las difíciles experiencia de los últimos tres años. Enseña escritura creativa en una facultad de New Jersey y vive con su hermana. Sur relación afectiva con Irène Jacob , añadiendo cuernos a los cuernos, procura infructuosamente amenizarnos el rato, pero vamos a quedarnos con la imagen siniestra de Brendan Fraser y sus ojitos dulces convertidos en fuego frío. Lo cierto que que ya queda poco de las intenciones primerizas de la serie. La historia del engaño es ya un viejo libro que parece escrito por un autor diferente. La vida de los personajes continúa sin su dilema original, cada vez más cerca de la telenovela. Noah, con sus camisas arrugada de leñador, invoca la figura crepuscular y derrotada del Kerouac de los últimos años, la del alcohol y el aislamiento. Su desapasionada vida actual su enajenamiento social, contagia a los espectadores del mismo desamparo existencial.

―¿Sabes por qué me casé contigo?― le pregunta Helen  con el dolor de la decepción asomando en su timbre de voz.

―¿Porque me querías?― contesta Noah con esa particular ingenuidad masculina.

―Porque eras alguien con la que me podía sentir a salvo, algo seguro

Hagai Levi (Creator), Jeffrey Reiner, Carl Franklin, Mark Mylod, Ryan Fleck, Anna Boden, Laura Innes, Michael Slovis

Uno aprende lo que ya hemos sabido desde siempre y no dejamos de olvidarlo en favor de una coexistencia sin miedos o eternas desconfianzas: que la vida es un proceso de cambio y no hay opciones seguras, ni garantías, que las relaciones sexuales no son tan inocentes ni están libres de repercusión como se le vende a la pareja cuando te pilla con las manos en la masa, en la masa de otra cocina, se entiende.  Que el amor entre la pareja declina aunque no muera del todo porque la complicidad de una vida en común se revela a la larga como algo más importante que un buen polvo en momentos de resurgimiento hormonal, y que  veces no lo es y un coito manda a tomar por saco una escala de valores bien asentada. Que somos seres humanos con un resabio de nuestros antediluvianos lagartos, que somos imperfectos y nos hacemos daño precisamente por querernos tanto, que en ese proceso de metamorfosis uno debe aprender a perdonar y adaptarse, a resistir el sufrimiento sin blindarse y buscar la redención fortuita en el siguiente recodo de nuestra insoportable levedad. No hay respuestas. Nos quedamos con las preguntas de siempre, la tilde del miedo en las entrañas, porque somos todos víctimas, y quien pone los cuernos también acaba siendo cornudo. The Affair nos obliga a cogernos de las manos con nuestra pareja y prometernos las mentiras de siempre: que nunca nos engañaremos el uno al otro, que siempre nos querremos exactamente como nos queremos ahora. Y por eso la serie es tan desgarradora, supone un salto en el tiempo de nuestras relaciones o nos devuelve la historia de nuestros pasados errores. Y eso es también lo que tenemos que agradecerle a una serie tan bien escrita, protagonizada y dirigida, pese a los desvíos argumentales y su falta de seguridad en sí misma, que nos lleve a mirar de frente y de cerca la cicatriz mal sanada, cuya existencia nos empeñamos en olvidar. Uno puede decidir que quizás es mejor no exponerse a las decepciones de una relación, en muchos casos mudable y, a la postre, enfermiza, un amor destinado al desamor y a encabezar títulos de canciones pop. Pero entonces para qué estamos vivos. Porque el amor, cuando funciona, por breve y alucinógeno y deteriorable que este sea, es la respuesta a nuestras sombrías crisis existenciales y pone fin al aburrimiento y a las monocromas gafas de sol que llevamos en nuestra vida. Por eso venimos a intentarlo una y otra vez, a darnos cabezazos contra el mismo muro que no es un muro sino un rosal de espinas y fragancias.

Shenzhen, martes, 20 de diciembre, 2016

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La entrada THE AFFAIR: Los cuernos del amor (o la insoportable levedad de la pareja) se publicó primero en El tornillo de Klaus Revista de cine.

EL AÑO NEGRO DE LOS OSCAR (I)

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Se lió la marimorena el año pasado, bueno, solo en los medios, donde tienen su propio juego de histeria, por la falta de candidatos negros a los premios Oscar. Todos nos partimos de la risa escuchando declaraciones de celebridades renunciando a asistir a una ceremonia, a la que ni siquiera fueron invitados, por considerarlos racistas. Vimos sus hashtags y sus emocionados twitters de medianoche y copa de más, y en Hollywood, claro, fueron lo suficientemente absurdos como para tomarse esa pantomima en serio y mudar de careta. Actores progres y actores desocupados en zapatillas de andar por casa, en pos de la promoción gratuita y una causa mejor que los guiones de superhéroes, salieron a la palestra para defender los derechos civiles de la comunidad afroamericana, derechos que ya no se centraban en el respeto, la convivencia, la igualdad salarial y todo eso, sino en una pataleta lindando con el cachondeo.

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Neil Patrick Harris como el presentador de la gala de los Oscar 2015.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

“Los Oscar taaaan blancos”, tildaron en su campaña de desprestigio, y el eco del abucheo encontró hiriente el oído sensible y pesetero de los jerarcas del cine.

Así que este año tomaron nota y poco ha faltado para que también testimonien que la estatuilla dorada está tomada de un modelo gay negro, en aras de la conveniencia social y la cosmética que un vendedor pone en el coche viejo para doblarle el precio. Para empezar se han deshecho del electorado más carcamal, ese compuesto de jubilados del mundo del cine que hasta ayer tenían derecho a votar. Y la presidenta de la Academia, Cheryl Boone Isaacs, la primera mujer de color en sus 88 años de historia, está haciendo promesas en favor de la diversidad en un plan que culminará en el año 2020. Si el año pasado no era apropiado ser negro, este podría pensarse que es justo lo contario. “¡El año negro de los Óscar!”, vocifero con cachondeo, pero nadie sigue esta clase de bromas. Y negro, consideraciones raciales para más adelante, ciertamente ha sido. Las nominaciones a los premios Óscar siguen ofreciendo pronóstico de lluvias y mala salud en el entorno del cine. La televisión ha dejado que otros ocupe su lugar de caja tonta. Hollywood, provocadora y lasciva de puertas adentro, es el basural de la corrección política, el reino de la sacarina, cuando saca a pasear su galería de pelis seleccionadas. En una ceremonia probablemente trufada por los consabidos chistes bienintencionados y los guiños críticos a su presidente misógino y racista (y elegido democráticamente, no lo olviden) nos harán creer que están premiando lo más granado del cine de este año.

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Confundiendo narrativa con moralina y entretenimiento con mensaje, las películas seleccionadas están ahí más para propagar su historia con enseñanza mega positiva que para hacernos cosquillas en el cerebelo.

Haciendo uso de la discriminación positiva, se erigen entre las nueve candidatas, tres títulos con protagonistas y temática afroamericana, otra con protagonista indio (indio de la India), otra donde se alude tangencialmente la cuestión india (india de Norteamérica), otra donde se nos habla de la integración alienígena, y hasta en la categoría de las películas de animación, se posiciona como favorita Zootrópolis, con una historia sobre la aceptación de unos animales por otros y el peso del estigma de los falsos estereotipos. Como siempre, la tendencia yanqui dada a los abusos de corrección política se pone en evidencia con estas demostraciones hipócritas donde el cine importa menos que su posicionamiento social. Por ahí tenemos además tres historias de blancos, en las que pasamos del drama de telefilme y una historia de guerra con friki religioso a bordo, a una pareja muy guapa, bailando y cantando, ofreciéndonos un tipo de escapismo multicolor a la antigua. Cine palomitero, cine que puede seguirse con la Coca Cola en una mano y el móvil repleto de mensajes de texto chorras en la otra. Así pues dejen cerca del sofá atrapa-pedos una caja de kleenex para la lágrima fácil y chantajeada, y la cesta de la basura para echar la pota, porque las nominadas a la mejor película de este año son…

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Manchester by the Sea (Manchester frente al mar): donde tenemos a Cassey Affleck haciendo de su papel favorito, un tío raro, inadaptado socialmente aunque las mujeres le tiren la cerveza encima para follárselo.

Imaginamos que con tamaño magnetismo, nos sentiríamos menos herméticos y más triunfadores, pero hay una desgracia en su pasado que no le deja maniobrar. El personaje de Cassey es un conserje que hace chapuzas para varios edificios, metido en su burbuja autodestructiva, hasta que su hermano la espicha y le toca ejercer de padre adoptivo de su hijo. El planteamiento así dicho no tiene nada de original, y el tráiler nos remite falsamente a las comedias de incomprensible éxito como Tres solteros y un biberón, Un niño grande, o a tragedias románticas con Cosas que perdimos con el fuego. Es una peli aséptica, lenta, predecible (porque no hay nada que predecir) y más honesta de lo que se promete. Era un papel que iba para Matt Damon, dispuesto a marcarse otro Indomable Will Hunting, pero que por problemas de calendario haciendo de payaso astronauta en Marte, la pasó la oportunidad a su colega Cassey Affleck, figura de contra luces y menos estelar, deudor de esa saga de actores farfulladores como Marlon Brando, Heath Ledger (especialmente en Brokeback Mountain) o Jeff Bridges (casi incomprensible en el remake Valor de ley). Su interpretación, entre lo contenido y lo histérico, bien podría darle una grata sorpresa la noche de la gala, si no fuera porque su nombre aparece asociado en la casilla del buscador con una demanda por acoso sexual.

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Izda Cassey Affleck con su hermano Ben y su amigo Matt Damon en Good Will Hunting (1997). Dcha Cassey Affleck junto a Michelle Williams en Manchester by the Sea (2016).

Dirigida y escrita por Kenneth Lonegan, experto en contarnos historias formato pequeña pantalla, donde lo más interesante transcurre fuera del ojo del espectador, en las entretelas de sus personajes. En sus pelis predomina una interpretación realista, lacónica, como si el invierno en ese pueblo costero les hubiese achicado el alma. Se agradece el sentido de humor inteligente y casi solapado en algunas de sus escenas, la autenticidad de sus diálogos. Kenneth es además experto en contarnos historias emotivas sin echar mano del chantaje emocional. El problema es el de siempre, al final de esta película con hechuras de dramón de sobremesa, uno permanece en estado de indiferencia, emocionalmente distanciado.

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Izda, Cassey Affleck en Manchester by the Sea (2016). Dcha, Anna Paquin y Matt Damon en Margaret (2011), ambos films de Kenneth Lonergan.

Hacksaw Ridge (Hasta el último hombre), donde tenemos cine Gibson, es decir, cine épico, porque todo lo que hace este hombre le sale heroico, afectado, inspirador, entusiasta.

Con Mel Gibson uno no conoce un bostezo ni cuando filmó una peli de tres horas llamada Braveheart. Es posible que en persona sea un tío mierda, ultraderechista católico, racista, con la olla ida, pero ha sido un actor carismático y sigue siendo un director ejemplar. Esta película no ha sido la excepción y si en el Hollywood judío le abren la puerta a un talludo antisemita como él, por algo será.

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Uno echa de menos para su banda sonora a James Horner, ese compositor también con gusto por la grandilocuencia musical, desde que la diñase en un accidente aéreo. La partitura de Rupert Gregson-Williams para este film, con plagio añadido a la de Hans Zimmer por La Delgada Línea Roja, no hace más que acentuar su ausencia.

El larguirucho Andrew Garfield, aún con la musculatura de sus dos Spiderman, interpreta a Desmond Doss, héroe verídico de la II Guerra Mundial. Doss es un Adventista del Séptimo Día que se alista en el ejército para salvar vidas (y no tomarlas, negándose a empuñar un arma). Se verá confrontado a causa de sus ideas no solamente en el campo de batalla sino por sus compañeros de pelotón. Hugo Weaving, que no ha sido nominado, hace una más que estupenda interpretación como el padre atormentado y alcohólico de Desmond. Todavía uno lo recuerda como el agente Smith de The Matrix. Aquí tenemos a un agente Smith pasado por la batidora del shock post-combatiente, y le sale bordado.

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La historia se centra en la invasión de la isla de Okinawa (si bien se filmó en Australia), una isla bien pertrechada, en donde los japoneses habían construido sus escondites en cuevas, túneles, agujeros, fortines. La escarpadura abrupta fue bautizada con el nombre que da título a la película, Hacksaw Ridge, que en cristiano significa “La cresta de la sierra”. Las tropas norteamericanas fueron repelidas dejando tras de sí a un gran número de sus compañeros heridos e incapaces de escapar por sí mismos. El trabajo de Desmond como médico, reducido a hacer torniquetes, suministrar plasma e inyecciones de morfina y trasladar a los heridos fuera del campo de batalla, lo mantuvo sin cobertura aliada durante las doce horas que pasó solo rescatando a sus compañeros ―50 almas contó él, 100 decía su comandante, y cerraron el trato para la leyenda en 75―.

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Arriba, Hacksaw Ridge (2016). Abajo, The Thin Red Line (Terrence Malick, 1998).

Una constante del cine de Mel Gibson, aparte de las escenas sanguinolentas, es el protagonista que arrostra adversidades prácticamente insalvables, un superhombre con ideales tan elevados que lo llevan a enemistarse con sus propios amigos. La tentación de ceder, salvar la vida y volverse uno más del clan gregario se presenta durante todo el metraje (“Clemencia, William, clemencia”, ¿se acuerdan?). Por eso es una historia que viene a su director, como anillo al dedo, que posiblemente también se sienta ese héroe maltratado por la sociedad, incomprendido por sus palabras, que persevera en sus declaraciones escandalosas con el fin de “salvar el mundo”. En fin, mejor no hacer dobles lecturas, mejor es dejarse contagiar por el heroísmo que rezuma la película. Los yanquis son los buenos, los japos son los diablos imbatibles. Disfruten como espectáculo de esa simplicidad (Gibson sabe filmar la guerra y el valor), como cuento que nos inspire a ser algo más grande de lo que somos y quizás solo podamos llegar a sentirlo en el cine.

Arriba, Mel Gibson como actor en We Were Soldiers (2002). Abajo Andrew Garfield a las órdenes de Gibson en Hacksaw Ridge (2016).

Arriba, Mel Gibson como actor en We Were Soldiers (2002). Abajo Andrew Garfield a las órdenes de Gibson en Hacksaw Ridge (2016).

Fences es una obra de teatro filmada. Es decir, no es cine en el más fino sentido de la palabra. Uno puede imaginar el tablado que las cortinas van mostrando al descorrerse, con el deprimente escenario pintado al fondo de un barrio de clase obrera en la Pittsburgh de los años 50. En escena van apareciendo tres de sus personajes divagando sobre mujeres, béisbol, mortalidad y diablos durante los primeros 20 minutos.

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Denzel Washington dirige y protagoniza la vida de Troy Maxson, un hombre de la vieja escuela, duro, fanfarrón, estricto, que puedes imaginar dando zurriagazos con el cinturón en una mano y la Biblia en la otra. Troy ha conocido días mejores, era un buen jugador de béisbol que vio perder su oportunidad de ingresar en la liga profesional por terminar enchironado a causa de una pendencia y, según él, porque con su color de piel no tenía auténticas posibilidades de triunfar en un mundo de blancos. Trabaja como basurero. Solo confía en el dinero que uno produce de sus dos manos callosas. Tiene un hermano a quien la guerra le ha jodido la cabeza. Tiene dos hijos: el primero, de su anterior matrimonio, malvive como músico en tugurios de baja estofa. El otro quiere usar el béisbol como trampolín para entrar en la universidad. Ninguno de los dos está a la altura de las expectativas paternas. Troy Maxson está harto de pelotas y trompetas, todo eso son fantasías que el hombre blanco pone en la cabeza del negro para mantenerlo sometido en una vida que desemboca, como le ha pasado con la suya, en la parte trasera de un camión maloliente y de ruta establecida. La cerca que quiere levantar alrededor de su casa y los matojos que componen el jardín, es una alegoría del drama generacional, la tradicional barrera entre padres e hijos, emociones imposibles de sacar afuera, y el vano intento de mantener lo que se ama al lado de uno.

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La acción está en la palabra, y para aquellos mortales que no hemos pisado Broadway, esta película nos ofrece una especie de compensación. Pese a sus buenos propósitos, la gimnasia verbal y sus estupendas interpretaciones (tirando al exceso, como ocurre siempre en el teatro), Fences nos deja con un sabor de insustancialidad, que es asimismo el sabor con el que nos llena la vida tantas y tantas veces.

Dejamos que descansen la vista por ahora, que se terminen las palomitas untadas en mantequilla y queso. Hace falta cambiar el agua al canario y la vomitona rebosando el cesto de los papeles. Enfádense o congratúlense, recuerden que esto es cine, o ni siquiera eso a veces. Para gustos, colores, y en este caso el puto arco iris se queda corto.

Les amenazo: continuará…

Shenzhen, 14 de febrero del 2017

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EL AÑO NEGRO DE LOS OSCAR (II)

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No es motivo para encabronarse. Es tan solo una operación malamente orquestada de limpieza de imagen. Las películas de los Oscars 2017 tienen menos que ver con la ética artística que con la moralidad. Los redaños del buen cine se encuentran en las afueras, en los circuitos de diletantes y los alcantarillados subversivos del anonimato, llevado a cabo por gente que, si tiene suerte, acabará algún día vendiéndose por una mega producción que recorra el mundo, y si no, vagará como agente libre, chupando de subvenciones o ahorros familiares, en pos de los vientos de su caprichosa conciencia, a sabiendas de que las buenas historias no hacen necesariamente dinero.

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Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

Esta vida es un show, y en el caso de la ceremonia de los Oscars, aun peor, un show televisado, con grapa en la comisura de las sonrisas para que no se les deshaga a los invitados por puro aburrimiento.

Arrival (La llegada): es una peli de Denis Villeneuve, lo que significa buen cine cuente lo que cuente y aun cuando este trabajo vaya a la zaga de todos los anteriores; una obra menor de un director que, esperamos, solo esté calentando motores en la ciencia ficción para deslumbrarnos con la secuela de Blade Runner. Basado en un relato corto, Arrival es la historia “infilmable”, como el mismo Villeneuve se quejaba al principio, de una lingüista y un físico, que trabajan juntos para descifrar un lenguaje extraterrestre. La dificultad de la película está en salvar el escollo del aburrimiento, en brindar momentos apasionantes a un relato cuya baza está en la sorpresa final, tan inconcebible que conmueve menos de lo que decepciona. Los alienígenas están diseñados como manos haciendo el tolai en un manto de niebla dentro de la propia nave espacial, los chicos del ejército están ansiosos por darle al gatillo, los líderes políticos son oportunistas y poco agraciados cerebralmente. Peli que es híbrido entre Contact e Interstellar y se queda, en efecto, entre las dos, sin llegar a la originalidad de una ni al efectismo de la otra.

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Lion: 80.00 niños desparecen de la India cada año, nos dicen al comienzo de los títulos de crédito. Esta se trata de la historia con final feliz de uno de ellos (es un spoiler que todos podemos figurarnos). Filmada en dos continentes. El primero es la India, un lugar sugestivo gracias a la alegría bulliciosa de los sonidos, con ese contraste entre espiritualidad y miseria desoladora. Allí, un niño de 5 años que se gana la vida recogiendo piedras con su madre y hermano, se pierde en la oscuridad del inmenso continente y el extravío le dura 25 años, salvando los peligros ofrecidos por falsos samaritanos empeñados en secuestrarlo y convertirlo en prostituto infantil. El chaval indio será adoptado en una Australia con resonancias inglesas, frígida, plomiza, y mal les pese, multicultural. Una velada entre amigos le devuelve parte de sus memorias perdidas y la urgencia de dar a saber a su familia que está vivo y a salvo. Una película entrañable, con final entrañabilísimo cuando en los minutos finales, a la manera que ya nos tienen acostumbrados, se muestran a sus protagonistas de carne y hueso. La película se resiente a falta de un desarrollo más entretenido, ya que su protagonista (el actor Dev Patel, favorito de los papeles de personaje indio aunque sea británico hasta la médula) va realizando la búsqueda de su pueblo natal a través del Google Earth. Entre medias le inventan rupturas emocionales y distanciamiento afectivo con su familia australiana. Ayudando a solventar sus carencias, la película se apoya en la música de los pianistas Hauschka y Dustin O’Halloran, apostando por un desenlace que, no por esperado, desmerece los pañuelos.

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Hell or High Water (Comanchería): Es la mejor película de todas aunque en las quinielas de los Óscar apunte bajísimo. Se mueve entre el western moderno, la crítica social y pelis de atracadores de bancos. La inteligencia de su historia va más allá de un planteamiento aparentemente sencillo. Como sucede con las grandes pequeñas películas, el trabajo del equipo de filmación es excelente; los actores son verosímiles; la música, adecuada; el ritmo de la historia, no peca ni de trepidante ni de soporífera.

Resaltan Jeff Bridges y Ben Foster. Para más detalles y lecturas les remito al interesante artículo TRES VECES EN IRAK, PERO NO HAY DINERO PARA NOSOTROS de nuestro colega Miguel Martín Maestro.

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Hidden Figures (Figuras ocultas): Otra historia de autosuperación y logros casi milagrosos, por si todavía no tuviéramos suficiente. Otra historia basada en hechos reales. Tres talentosas mujeres afroamericanas trabajan para la NASA a principios de los años 60, durante los frenéticos inicios de la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. “Poner un hombre en el espacio”, era la consigna. Y ya como postre el sueño de la Luna, que hoy ya es el sueño de Marte. A las tres mujeres se les estropea el coche de camino al trabajo y aparece el inoportuno policía que, por supuesto, hace alarde de su munición racista antes de acceder a escoltarlas hasta la NASA. La película está basada en un libro que a su vez está basada en una historia real por inverosímil que nos parezca en la forma que han llevado el argumento. Los diálogos, los amores y las zancadillas que deben salvar, vienen servidas en un paquete demasiado peliculero. Se trata de un producto auténticamente norteamericano, donde la honradez y el esfuerzo acaban prevaleciendo por encima de los prejuicios de sus colegas de trabajo. Del trío de amigas, el peso protagonista lo lleva Taraji Penda Henson, en plan de apocada matemática con momentos de celebrados exabruptos. La actriz y cantante Janelle Monáe hace doblete con ésta y en Moonlight, otra de las favoritas de este año. Kirsten Dunst sale luciendo su cara de prematura amargada de clase media y Kevin Costner, con esas gafas pseudointelectuales que usa para sus papeles de personaje pseudointeletual, hace de sí mismo, es decir, de Kevin Costner, es decir, de un hombre frío, recto y sosainas, que masca chicle, marca ACME probablemente, rezumando patriotismo y diligencia laboral por los cuatro (o cinco) costados.

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Kevin Costner con sus gafas de pasta adoctrinándonos en J.F.K. (1991) y Hidden Figures (2016)

Por supuesto las tres aguerridas afroamericanas son ninguneadas por el resto del equipo blanco, que además peca de una incompetencia rayana en la anormalidad. Se trata de la América pre Johnson, pre derechos sociales, la América de las cacareadas libertades en donde la gente de color solo podía sentarse en la parte de atrás del autobús y debían usar sus propios baños, iglesias y cementerios.

La América del cambio o de la ilusión del cambio, con Kennedy en la presidencia y Martin Luther King haciéndose asiduo de una televisión que va pasando de la monocromía a una década floreada de colores lisérgicos.

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Producto entretenido, familiar, sin subtextos o claroscuros, con el toque justo de comedia y el toque inocuo de romance, que repite las alquimias de una larga generación de películas diseñadas con buenas intenciones y que no van más allá de su propia fórmula. Un tipo de cine con final edificante, como de un universo alternativo del que también participan la mayoría de las películas seleccionadas y un poco santurronas. Todo ello para sentirnos mejores personas sin mover un dedo para lograrlo y ahogar el ruido del auténtico problema: América sigue siendo segregacionista, el mundo sigue siendo segregacionista, aunque luego, en Hidden Figures escuchemos esa frase contundente y gloriosa del gran americano que tanto le gusta encarnar a Kevin Costner: “Aquí en la NASA todos meamos con el mismo color”

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Nos quedan las dos favoritas de los Oscar 2017, Moonlight, peli de negros, falsamente controvertida, diseñada para un público de izquierdas solidario con las minorías y fáciles de encandilar con el tema, y La la land, peli de blancos, comedia musical al uso de cualquier comedia musical, diseñada para atraer a un público carca y de lagrimón fácil, comprometido con la nostalgia y el cariño hacia un cine casi fenecido. El nuevo Hollywood versus el viejo Hollywood, de eso irá la noche del 26.

Moonlight: Hay quienes nacen sin infancia y otros que desgraciadamente la sufren y es escabrosa. El primer encuentro con el personaje principal es a la carrera, con una panda de mal nacidos pegada a sus talones. A partir de ahí nada mejora demasiado. El chaval contará con muy pocos aliados que le ayuden a crecer, entre los que se cuenta un sensiblero camello (Mahershala Ali), pródigo en consejos tan paternales como “no te sientes de espaldas a la puerta. Nunca sabes quién puede venirte por la espalda”, y la novia de este, que cuidará de él como su madre adoptiva, en ausencia de la auténtica, la actriz Naomie Harris, la bella Moneypenny en las últimas pelis de Bond devenida en adicta del crack en esta. La peli está dividida en tres partes, tres diferentes décadas en la vida del chaval, tres nombres: “Little”, “Chiron” y “Black”. Un muchacho enclenque, gay como colmo de infortunios en una barriada donde no se admite algo así. “Little”/”Chiron”/”Black” va perdiendo sus plumas de cisne, su humanidad (si convenimos en que la humanidad es algo bueno) para transformarse en otro de esos gángsteres embrutecidos, en este caso con la apariencia de un gladiador de ébano interpretado por el atleta Trevante Rhodes. Este «Boyhood Black» ha abierto los grifos lagrimales de la mala conciencia blanca norteamericana a pesar de ser una historia conocida de antemano. Spike Lee, por ejemplo, ya nos la había contado de muchas formas. Es una historia que se pierde en los tópicos raciales (no por ello menos ciertos) y en la sensiblería facilona, made in Hollywood, respaldada por los pasajes musicales de una banda sonora muy hermosa pero reiterativa. Una historia que no ofende pero quiere emocionarnos, algo fácil, digerible, que presume de valiente sin cometer ninguna audacia.

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La la Land (La ciudad de las estrellas): es su antagonista, su contraste, está llena de color, música, bailes, optimismo, gags de supuesta gracia, felicidad vomitiva prácticamente en toda la película… es decir, un musical romántico, la herencia de tanto emponzoñamiento disneryriano en la creencia de “all you need is love”. Guiños y concesiones al pasado en formato Cinemascope. Ni siquiera pasarán por las puertas batientes del cine a quienes, como a mí, les parezca que el interludio musical de Harpo en las divertidas comedias de los hermanos Marx era para levantarse de la silla y pegarle un tiro. Ryan Gosling y Emma Stone repiten como pareja en su tercera colaboración desde Crazy, Stupid, Love y Gangster Squad: Brigada de élite (ninguna de ellas una gran película). Él, pianista de jazz; ella, actriz debutante. Ambos buscan su lugar en ese mundo aparte que es L.A. con un pie puesto en sus sueños y otro en los curreles por subsistencia. Sus sensibilidades artísticas los unen, y sus carreras artísticas los separan. Se trata de la historia tópica sobre la metamorfosis que todo aspirante a artista saborea y sufre en su camino al estrellato. Integridad artística versus triunfo comercial, es otro de sus subtemas, aunque sea una peli que no profundiza sobre nada y es más la la la que la la land. Los últimos diez minutos y un par de canciones son lo menos olvidable de una película casi infantil, en la cual se deja sentir algo del espíritu de Casablanca. Según Damien Chazelle, su director (nos deslumbró con Whiplash), tomó como inspiración los viejos musicales plantándolo en la vida real donde las cosas no funcionan exactamente como uno quisiera. La la land ya cuenta con catorce nominaciones y tiene a todos encandilados porque resucita un género que siempre se está rescatando, o, lo que es lo mismo, que nunca deja de morirse.

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En resumidas cuentas, mientras unos se frotan las manos por un año de candidaturas repleto de afroamericanos, otros nos sentimos con el malestar de un cine de bajo calado artístico, con historias poco novedosas y valientes que ayuden a abrir las miras de nuestra imaginación. La mayoría caen en el estereotipo blando, en las fachadas, en las historias victoriosas de autosuperación, que adolecen de falta de verosimilitud aunque se basen en hechos reales (uno prefiere una ficción creíble que una realidad demasiado asombrosa). Entre el espectador y el artista ya no existe desafío sino la mutua pereza de ofrecerse lo que siempre se pide y viene preparado de antemano.

No es motivo para encabronarse. Es tan solo una operación malamente orquestada de limpieza de imagen. Este año las películas tiene menos que ver con la ética artística que con la moralidad. Los redaños del buen cine se encuentran en las afueras, en los circuitos de diletantes y los alcantarillados subversivos del anonimato, llevado a cabo por gente que, si tiene suerte, acabará algún día vendiéndose por una mega producción que recorra el mundo, y si no, vagará como agente libre, chupando de subvenciones o ahorros familiares, en pos de los vientos de su caprichosa conciencia, a sabiendas de que las buenas historias no hacen necesariamente dinero. Bromas y seriedades apartes, esta vida es un show, y en el caso de la ceremonia de los Óscar, aun peor, un show televisado, con grapa en la comisura de las sonrisas para que no se les deshaga a los invitados por puro aburrimiento. Aquí ya lo que importa es el guardarropa con joyería prestada haciendo poses monas en la alfombra roja. La palabra es glamour y no arte, industria y no artesanía. La estatuilla de marras está casi de más. Por eso ya pueden dársela a los negros.

Shenzhen, 14 de febrero del 2017

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Mickey Rourke | Fisonomía de un caradura sin cara (III)

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Mickey Rourke Fisonomía de un caradura sin cara (III) // Eran buenos tiempos o tenían que haberlo sido. Su salario astronómico le permite costearse su vida disoluta. Paga las facturas que le genera la gran casa, la esposa bonita y su círculo de amigos noctámbulos. Nueve semanas y media le había convertido en el Follador de Hollywood por antonomasia. “¿Cuántas mujeres tuviste?”, quiere saber el entrevistador pajero y envidioso. Mickey se sonríe, finge modestia, pero sigue sonriendo: “Suficientes”. Y el entrevistador se limpia el sudor de la frente y quizás piense: “Suficientes… La hostia”. Porque “suficientes” es un número imposible.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición por Alicia Victoria Palacios Thomas

VI: El Ángel emprende su descenso

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Mickey Rourke

Mickey Rourke puede presumir de serlo todo. Los críticos le llaman Brando y su audiencia, que transpira sobre las butacas de cine y deja un rastro de fluidos, lo considera aun más guapo. Nueve Semanas y media lo sitúa en la cima del éxito pero Rourke no tiene prisa en continuar trabajando. Entretanto los periodistas lo pescan de la mano de modelos y aspirantes a actriz, Debra Feuer, su esposa, pasa más tiempo sola en su burbuja de yoga y meditación. Mickey hizo su rap con Bowie y siguió posponiendo todo lo demás en un letargo inexplicable para el resto de los mortales.

El hervor de su estómago le dictaba caminos nuevos.

Ya había descubierto (a las malas, que es como se aprende todo) que el cine era más negocio que arte, pero aun no podía sobreponerse a la decepción. A pesar de las chicas, el dinero y la fama, le seguía faltando algo que lo conectara todo. Mickey soñaba con la autenticidad. No valía con fingir las cosas delante de una cámara, junto a sus compañeros de profesión solipsistas. De ese tiempo son más sonadas las películas en las que rechazó participar que aquellas en las que tomó parte. Tom Cruise no podrá agradecerle lo bastante que pasase de hacer Top Gun y Rain Man.

El mismo Dustin Hoffman le había pedido que trabajase con él para esta última y Mickey ni se molestó en devolverle la llamada, demasiado ocupado escribiendo su propia película. Pudo haber protagonizado Los Intocables en el papel de Eliot Ness, que tanto ayudó profesionalmente a Kevin Costner, y haber sido cabeza de cartel en la película de Los Inmortales, franquicia que permitió al actor Christopher Lambert seguir viviendo del cuento. Su desidia, no hay duda, ayudó a fabricar la siguiente constelación hollywoodiense de los noventa.

“Estaba fuera de control y no pensaba que la fiesta pudiera terminarse. Podía estar en cualquier hotel, comprar todo lo que quisiera y llevar a mis colegas a cenar (…) Mi hermano y yo teníamos seis motocicletas cada uno”. En una ocasión compró seis Cadillacs en efectivo y los regaló inmediatamente.

Mickey solo quería participar en obras maestras y siguió rechazando personaje tras personaje hasta que las facturas de sus fiestas y descalabros, los obsequios a las amantes y especialmente el alquiler de su gran casa en Beverly Hills, le estrangularon financieramente. Por esta razón y no otra accedió a rodar El corazón del Ángel. Prometió a Alan Parker comportarse como un buen chico, llegar a tiempo al rodaje y evitar peleas.

Esta es su mejor película, aun por encima de El Luchador, y Christopher Nolan la cita como motivo de inspiración para su estupenda Memento.

Sin embargo el rodaje no fue demasiado fácil y Alan Parker, cansado de que estropease sus escenas dándole la barrila con sus improvisaciones, tildó a éste de “pesadilla”. “Es peligroso en el plató porque nunca sabes qué va a hacer”, siguió diciendo con rencor acumulado.

El argumento de El corazón del Ángel es traicioneramente sencillo como pasa con la mayoría de los clásicos: Un detective busca a una persona desaparecida y en su investigación se va tropezando con un montón de cadáveres. Mickey Rourke es Harry Ángel, detective afincado en Brooklyn, de la calaña de Sam Spade o Philip Marlowe (más Spade que Marlowe). Junto a su gabardina gastada, la barba de tres días y el pelo aceitoso, participa del estereotipo romántico de investigador privado que se ha abandonado a sí mismo y vive de forma casi improvisada durante la década de los 50, aureolado por una especie de resaca que no acaba nunca.

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El corazón del ángel con Mickey Rourke y Robert De Niro

Robert De Niro es el hombre misterioso, luciferino, rico, bien trajeado (en contraposición a Harry) que le contrata para descubrir el paradero de un cantante melódico que responde por el nombre artístico de Johnny Favorite. Su investigación le lleva desde el invierno de Nueva York a la tórrida Nueva Orleans (la coincidencia de los nombres no es ninguna coincidencia) y a salpicarse del mundo de magia negra del vudú. Por el camino se encuentra con Charlotte Rampling y Lisa Bonet, ambas mujeres seductoras y seducidas. La atmósfera, sensual y decadente se yuxtapone a una historia que pasa a alejarse definitivamente del género negro para zambullirse en el horror.

Desgraciadamente, la atención mediática por la película se concentró en la escena de cama entre Mickey y Lisa (varios segundos tuvieron que ser cortados del montaje para el estreno en Estados Unidos) y a muchos se les pasó que estaban viendo una obra maestra de género además de una estimulante secuencia de sexo. Lisa Bonet por ese entonces hacía de Denise, la hija inquieta y universitaria en La hora de Bill Cosby, una serie con risas enlatadas y humor entrañable que ofrecía al final de cada episodio una moraleja familiar.

Mickey Rourke y Lisa Bonet en El corazón del Ángel

Lisa tuvo que pedir permiso a Bill Cosby antes de filmar la escena de marras, habiendo firmado de antemano unas cláusulas morales extensivas al resto de sus actividades profesionales. Si bien se mostró comprensivo, el escándalo de la secuencia sumado a una sesión de desnudos fotográficos para una revista, marcó el principio del fin de su relación con la serie y un spin off que protagonizaba. La ironía es que Bill Cosby afronta a día de hoy innumerables demandas por acosos sexual y violación, de los tiempos donde Cosby era ese cómico entrañable publicitándose como un honrado jerarca de familia con la receta de una vida perfecta.

La hora de Bill Cosby

El corazón del Ángel apenas recaudó poco más de lo que se gastaron en el presupuesto pero ya para entonces Mickey se sentía de vueltas de todo. Recogía su cheque, daba las gracias, seguía el camino sin mirar hacia atrás. El éxito era un chulo caprichoso que dictaba la agenda de los demás. Y Mickey no era la puta de nadie.

VII: El escritor borracho, el terrorista arrepentido, el boxeador moribundo y el santo en pelota

La guita ha dejado de ser lo de antes y Rourke se embarca en una serie de proyectos que lo ayuden a crecer como actor y lo hacen fracasar como estrella, frente a la intolerancia de un público que lo exige interpretar el papel de siempre: macho seductor con corazón blando. Hace de un escritor borracho para Barfly: El borracho, de pistolero para el IRA en Réquiem por los que van a morir y de San Agustín en una película dirigida por Liliana Cavani, que andaba buscando la polémica pero solo acaparó bostezos.

En Barfly, Mickey encarna a Chinaski, el alter ego del famoso poeta y escritor Charles Bukowski, encargado además de escribir el guión. Al principio ni Bukowski ni Rourke congeniaron. Rebeldes en sus disciplinas, guardaban diferencias irreconciliables. Mickey mantenía fuertes reservas hacia el tipo de hombres que ensalza la bebida, porque había perdido a su abuelo y a su padre a causa de ella, y Bukowski no se fiaba de alguien incapaz de emborracharse en su compañía.

Barfly

Bukowski estaba empeñado en que la protagonizase Sean Penn, otro de esos chicos malos de Hollywood, y no aquel guaperas un poco siniestro, con cara de no haber roto suficientes platos. Así las cosas, en el documental Born Into This, Bukowski lo tilda de sobreactuado y lo convierte en un personaje de su novela biográfica Hollywood, donde se despacha con todos de la experiencia decepcionante que supuso su incursión en el mundo del celuloide. Mickey Rourke es Jack Bledsoe en el libro, un actor extravagante y consentido, con dificultad para largar sus líneas, que se pasa todo el tiempo en el interior de su trailer donde ha hecho construir un periscopio para anticiparse a las visitas de productores indeseados.

No bebe otra cosa que largos vasos de 7 Up (y esto es una forma de insulto para Bukowski) junto a su pandilla de motoristas con pose afectada de machos.

Bledsoe/Rourke se niega a dejarse entrevistar por críticos que hayan sido destructivos con sus trabajos anteriores. Bledsoe/Rourke exige que le lleven al estudio en un coche de lujo. Bledsoe/Rourke tal y cual, otra estrella mimada que juega a la autodestrucción bajo el amparo paternalista de los estudios. Hasta ahí lo que escribe, y sin embargo, el trato entre Bukowski y Mickey siguió de manera discontinua durante los años siguientes. Bukowski, antojadizo en gustos y simpatías como cualquier bebedor consumado, escribiría posteriormente una carta ensalzando el trabajo de Mickey Rourke y la dimensión que aportó a su personaje.

Charles Bukowski junto a Faye Dunaway y Mickey Rourke

Barfly es una película irregular, trufada de diálogos muy sabrosos que prolongan el interés por seguir revisándola.

Bukowski, aun como esbirro de Hollywood, sigue brindándonos buena mierda, y en la película en cuestión se permite hacer un cameo en la escena donde Rourke y Faye Dunaway se encuentran. La cinta abunda en los temas propios del escritor. Rourke hace de un borracho pendenciero y poeta que frecuenta tugurios donde la luz natural sólo asoma por el orificio de la puerta cuando salen y entran los alcohólicos habituales.

De Barbet Schroeder, su director, Mickey, cuando le agarra la nostalgia, no tiene palabras más dulces que estas: “Es un gilipollas y un capullo”. Ajena a todo, su companera de reparto Faye Dunaway se pasaba una hora al teléfono con su psicólogo antes de filmar una escena. Bukowski aparecía en el rodaje para verle las piernas y alababa su interpretación con esa esperanza subsconciente de llevársela al catre. Aquello, como siempre, era un manicomio y, pese a todo, el New York post usaría una foto de Mickey Rourke interpretando a Chinaski para el obituario de Bukowski en 1994.

Charles Bukowski

Ya sea en los tinglados del cine como en los tinglados de la vida, uno sabe que no debe morder la mano que te da de comer. O lo saben todos menos el propio Rourke, que mandó a tomar por saco, públicamente, a demasiados productores de los Ángeles afincados en las colinas embrujadas del cine. Se sentía intocable o ya estaba de vuelta de todo y creía que su destino iba por otra parte. Le salió mal y la cagó bien. Pero así pasa con tantos valientes. En realidad, su opinión virulenta y soez no era nueva ni extravagante, y tirando por elevación, probablemente piensen lo mismo todos los trabajadores del gremio.

El quid estaba en que a Mickey le daba por expresarlo en las narices de los implicados.

Unos creen que valen algo y solo son palillos desechables. Los disidentes del sistema son un montón de astillas para prender la hoguera.

Ya se sabe, en América siguen haciendo quema de brujas aunque no haya brujas; a falta de unas, siempre van a sobrar inquisidores. Allí estaba Rourke para el cierre del telediario, entre las rechiflas sobre famosos y la sección de deportes.

Llamó al productor Sam Goldwyn Jr. “mentiroso y escoria” a raíz de la película Réquiem por los que van a morir. El resultado final, en efecto, es un asco: Alan Bates (tan convincente y centrado en joyas como Zorba el Griego y El Grito. hace de mafioso estereotipado de sonrisa bobalicona; Rourke, de virtuoso del órgano y terrorista arrepentido; Liam Neeson, en un papel sin auténtica importancia, pone gesto taciturno y poco más. Bill Hopkins es el cura monsergas y de pasado militar, con una nieta hermosa e inocente, que además de ciega es rematadamente estúpida y sirve como instrumento para reblandecer el corazón de Mickey en uno de esos romances sacados de la manga. Los diálogos son ridículos y sus personajes, caricaturescos y solemnes.

Réquiem por los que van a morir

Mickey se tiñe de caoba tirando a pelirrojo (porque, claro, todos los irlandeses son pelirrojos) y tiñe su acento hasta hacerlo ininteligible al consentido oído norteamericano, de modo que le toca suavizarlo por imperativos de taquilla. La película es tan mala que el personaje de Martin Fallon, el terrorista que buscando su redención permanece con la misma expresión atribulada el resto de la cinta, monta a su novia ciega en una noria durante su primera cita. ¿Se lo imaginan? Una ciega en lo alto de una noria. Ya uno puede suponer el resto.

Pero el disparate más grandioso no fue el film en sí sino lo que Mickey Rourke hizo de él después. Empezando por romper la regla de oro de la camaradería: si no te gusta la peli, mejor te callas porque no solamente torpedeas tu trabajo sino a todo el equipo que ha participado en ella. Si la peli se hunde, también lo hacen sus currículos. Y después vino esa declaración que hizo presumiendo de haber dado un millón y medio de libras esterlinas a una organización afín al IRA. Se le prohibió la entrada al Reino Unido y hay quien lo señala como enemigo público. Mickey se tiene que disculpar. Mickey tiene que desdecirse, suavizar sus palabras, jugar a la ignorancia. Pero esa bocota le seguirá dispensando problemas y asombros.

Mickey no puede refrenar a Mickey.

En estos tiempos termina de rodar una peli que escribe y protagoniza, su sueño de muchos años atrás, cuando solamente era un extra, un nombre al final de todos los créditos. Homeboy es la historia de un boxeador con derrame cerebral que sigue peleando mas allá de su momento de retiro obligatorio. Se inspira en sus propias experiencias y en un luchador que coincidía en el mismo gimnasio. Se rodea de gente en quien confía como Christopher Walken y su mujer Debra Feuer, con la que ya no compartía cama. Homeboy tiene la ambientación de una canción de Springsteen, con personajes tocados por ese halo de desencanto y tristeza resignada, almas trabajadas por los surcos de una vida sin suerte que les aúna en sus soledades. Son de esos que pagan en los supermercados con el suelto de los bolsillos.

Homeboy

El Rourke de Homeboy es un maromo cachas con la cara angulosa, más bien absorbida por su falta de muelas (como le pasaba al mismo Rourke cuando no los camuflaba con una prótesis).

Es un cowboy silencioso que esconde su introversión en largos tragos al vaso y una carrera en el ring. Con sus piernas arqueadas, sus botas altas, jeans raídos, sudoroso de lluvia y sudor de gimnasio y un brillo juvenil en los ojos, como si le bailase un chiste que no comparte con nadie. Se enamora fatalmente, a destiempo , cuando solo le queda una sombra de vida, y le toca elegir entre una existencia larga y anodina o salvar el carrusel de su novia gastando su último aliento en una pelea imposible.

Falto de disciplina, compulsivo en sus odios y pasiones, parco, enemigo de la autoridad, rodeado de escoria por compañía. A nadie se le escapa que personaje y actor están entreverados, que Mickey se reconoce en esa historia y en ese boxeador. Será precisamente rodando en las secuencias de peleas, que a veces improvisa en aras del realismo, donde vuelva a sentir el gusanillo de su oficio frustrado, la autenticidad y no toda esa mierda teatral hollywoodiense de la que participan esos “niñatos dentro de una burbuja”, que es como piensa de sus compañeros de reparto. A partir de entonces, todavía sin anunciárselo a nadie, se plantea regresar al boxeo.

Durante el desenfreno bacanal de su vida, curiosamente, se aviene a hacer de San Francisco de Asís, Francesco un hombre que se desprende de todas sus riquezas para seguir una vida humilde y espiritual. El biopic es aburrido y no tiene más relevancia que el desnudo de Rourke, revolcándose en la nieve, con un físico deslumbrante, ya más cerca del boxeador que de la estrella.

Mickey Rourke en Francesco (Liliana Cavani,1989)

Mickey es una promesa rota (y un hombre roto, pero eso no lo sabe nadie, ni él mismo todavía).

Gasta mucho, insulta mucho, se cree un dios y sus pelis se hunden miserablemente. Los prebostes de Hollywood tienen mala memoria depende de para qué. Pueden pasar por alto a homosexuales discretos, mujeriegos de fanfarria, macarras a saldo, activistas de causas contrarias, mundanos enfermos por contagio sexual, antisemitas ocultos y ciento y un dolores más de lo profundo de sus cloacas. Sin embargo Mickey Rourke es peor que eso: Mickey Rourke es un mal negocio. Y en Hollywood puedes tocarle las narices a un judío pero no su cartera.

Poco después Debra le pide la separación. Su primer gran amor, su compañera de reparto. Rourke, sabiéndose responsable del divorcio, le ofrece mas de lo que ella reclama y arroja en el lote su casa de Beverly Hills. Hubo un tiempo en que siempre iban de la mano, hubo un tiempo en que él sabía que iban a casarse con solo cruzar las miradas. “Tuvimos buenos años, ¿no, cariño?” le pregunta en tono de ruego, “¿Qué nos pasó?” Se hablan con una cercanía artificial. Recuerdan su pasado como si hubiese sucedido decenas de años atrás. ¿Fue por las otras mujeres? “No, no fue por ellas”.

Debra Feuer y Mickey Rourke

Debra sabía que esos ligues empapados de alcohol y con escapes de orina no importaban o tal vez sí pero no hirieron tanto su orgullo. Las mujeres fueron el síntoma. Quizás la fama, esa zorra indigerible, fuese la responsable de terminar con su amor para siempre. Pero no era solamente eso. Debra no quería decírselo: ¨Fuiste tú, tu alma podrida de inseguridades y ambiciones¨. Lo mismo que le decía su hermano Joe, con la herida constante de la quimio: “Es el otro Mickey el que te fastidia la vida”.

Quedaría una amistad nostálgica con poco de realidad común, sustentada por llamadas de teléfono solitarias de una ciudad a otra. Debra le pedirá dar el visto bueno a su nuevo marido y Mickey les dispensará su bendición. El tiempo no lo cura todo pero ayuda a anestesiarlo. Aun el amor, aun la culpa. Y por eso Rourke no llega a aprender su lección. Al contrario, ahora es totalmente libre para estrellarse felizmente, sin ataduras ni responsabilidades que vayan más allá de pagar las facturas del hospital de su hermano Joey, que sufre la remisión de un cáncer que va a terminar matándolo. Puede gastar más, puede salir con más mujeres, puede prenderle fuego a sus propias fiestas.

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La entrada Mickey Rourke | Fisonomía de un caradura sin cara (III) se publicó primero en El tornillo de Klaus Revista de cine.

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