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Channel: Miguel Cristóbal Olmedo – El tornillo de Klaus Revista de cine
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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

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ESTACIÓN DE MÄKÄRÄS [1 ]

Jamie Harley Alcoholic’s Hymn Koudlam / Mondo Cane

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Laura Makabresku

Lo único que tenían en común las tres generaciones de hombres de la familia Korhonen, aparte del apellido, era La Enfermedad. Así, por lo menos, se referían las mujeres de la casa a su alcoholismo. Durante años se bastaron ellas solas en la diminuta ciudad de Haapajärvi; luego Tanja, la madre, volvió a casarse con otro hombre que juraba no beber sino “divertirse demasiado”. Helmi, la hija mediana, no entendía cómo alguien podía repetir el mismo error. Quizá por falta de opciones, quizá por resignación. Después de la boda, recuerda, se sentó en el embarcadero del lago y se puso a llorar porque sabía que ahora ese hombre horrible también formaba parte de sus vidas.

 

Krista, la mayor, escapó cuando pudo a Helsinki; vive en el piso que ha dejado vacante su abuela Elina tras ingresar en una residencia donde atienden a enfermos de Alzheimer. Krista apenas llama ni devuelve las llamadas. Tiene su novio, tiene su vida, ha cambiado de acento y se da por Facebook un aire cosmopolita, como si no hubiese visto una vaca en su vida.

Así que a Helmi le tocaba el papel de hermana mayor y madre muchas veces. De su auténtico padre, que murió cuando era muy pequeña, sólo guardaba el recuerdo pavoroso, inadecuado por ser el único, de un hombre corriendo en su dirección, con el rostro congestionado, sin pantalones. En casa no se hablaba de él aun cuando la tía Hanna estuviera empeñada en contarle cómo fue, quisiera o no.

—Era un borracho tu padre, un borracho. Qué suerte para todos que se muriera tan pronto y no te jodiera la infancia.

Jamie Harley Alcoholic’s Hymn Koudlam / Mondo Cane

La tía Hanna no sabía que el padrastro era otro borracho. Esta vez la madre había conseguido mantener el secreto.       

Por ahí tenían un álbum de fotos viejas, al que le faltaban muchas; parecía más bien un álbum lleno de silencios o de pausas en blanco, un álbum desmemoriado como su misma abuela. El padre de Helmi era un hombre guapo. Sonreía en todas las fotos. Llevaba una barba dorada, cuidada, era ancho de hombros y alto, muy alto, porque a su madre, que medía un metro ochenta, le sacaba una cabeza. Helmi imaginaba que se encontraban en una fiesta, se gustaban y él la sacaba a bailar un tango. Pero cuando murió no era el mismo. Se estaba quedando calvo y muy gordo. De esos días no quedan fotos o las arrancaron, pertenecen a uno de los silencios del álbum, donde la historia se interrumpe porque resulta demasiado dolorosa. Eso se hace en su familia, callarse en el momento en que las cosas se vuelven inaguantables, callarse para resistir, como mujeres acostumbradas a capear tormentas.

jykls.net

Durante el lakkiaiset, su fiesta de graduación del instituto, se presentó Pekka, el hermano pequeño de su padre, y prometió llevarle a España. Pekka es así, enérgico y caprichoso, un niño que sigue defendiéndose de las obligaciones de la edad, y también una persona tocada por La Enfermedad. Trabaja como operador de grúa torre en Jyväskylä y se jacta de haber ayudado a construir cinco o seis ABC! [2] de las inmediaciones. Pekka apareció de nuevo en el escenario de sus vidas y tras una larga conversación a puerta cerrada, la madre se avino a que llevara a Helmi a Madrid.

—¿A Madrid precisamente? Si no tienen mar. ¿Por qué no a las islas?—rezongó Helmi. Sonaba incompatible irse tan lejos y regresar sin lucir un moreno.

—Es el viaje que a tu padre y a mí nos hubiese gustado repetir. ¿Sabías que los dos nos fuimos a Madrid en las navidades del 83?—y como veía que negaba con la cabeza, él le decía, casi susurrando—: Yo te voy a enseñar quién era tu padre, pero tiene que ser allí, ¿de acuerdo?

Salieron un viernes por la mañana y regresaron el miércoles a la noche.

Hablaron mucho de la infancia del padre durante el trayecto en avión. Probablemente fuese todo lo que Pekka planeaba que hicieran pero las cosas se torcieron muy pronto. Para empezar no quería gastar ni un poco más de lo debido y durmieron en un hostal de mochileros. Su habitación la compartían con un par de ingleses y un alemán. Helmi y su tío hablaban en finés y era lo mismo que si estuvieran solos. Pero cuando el alemán se empeñó en compartir su whisky, Pekka se quedó con ellos. Helmi salió a dar una vuelta, se encontró con los neones de Gran Vía y los escaparates de diseño de las tiendas que ya habían cerrado. Miró su propio reflejo atravesado por los haces de los coches.

Fotofilos.wordpress.com / CharlesWang55 / Jamie Harley Alcoholic’s Hymn Koudlam / Mondo Cane

Su tío bebió toda la noche y por la mañana se levantó todavía borracho. Helmi sabía que los hombres en su familia pueden pasarse fines de semana enteros dándole a la botella y decidió hacer turismo sola. Su padre bebía encerrado en una auto caravana, con la única compañía de la radio, a veces ni con la radio, mirando por la ventana en dirección a la casa. Helmi se preguntaba qué cosas se le pasarían por la cabeza, qué vería realmente cuando miraba hacia la casa.

Pekka le dijo que su padre era un hombre muy jovial. Cuando entraban en los sitios, Pekka se autoproclamaba como el más guapo y a su padre como el más simpático. Se vinieron a Madrid en diciembre del 83 porque era un país barato, que recién salía de una dictadura y donde todo lo que tenía que pasar, pasaba precisamente allí.

—Todos tenemos que luchar contra nuestros demonios, lo que sucede es que los demonios de tu padre eran más fuertes y se lo llevaron. No por eso fue un mal hombre. Recuerdo que llevaba un diario en el que escribía sobre sus cosas cuando estaba sobrio. Me dijo que le ayudaba a centrarse, a mantenerse alejado del “huerto”.

Esa anécdota ya la conocía Helmi: cuando su padre salía a dar una vuelta alrededor de la casa, “a oler las flores”, como él decía con guasa, era para buscar el Koskenkorva [3] que plantaba en alguna parte del huerto. Probablemente aún permaneciesen escondidas un par de botellas.

Jamie Harley Alcoholic’s Hymn Koudlam / Mondo Cane

—Si alguna vez encuentras su diario, ¿me avisarás para que yo también lo lea? –le hacía prometer el tío y Helmi le decía que sí, porque se trataba de una promesa inútil: quién sabe dónde andaría ese diario, quizás también enterrado junto a las lombrices, como la mayoría de las cosas que le pasan a su familia, entre los auringonkukka [4] y el alcohol.

El sábado Helmi paseó por el centro y fue de compras con los ingleses. Al anochecer su tío le pidió que se arreglase porque iban a una disco. Seguía oliendo a borracho pero caminaba como una persona serena.

—Aquí es—sintió que Pekka le decía muy despacito—aquí dentro pasó, aunque ya no sea el mismo sitio.

Pekka se quedó mirando solemnemente la entrada a la discoteca por la que se dejaba sentir la percusión de la música house.

—Aún huele a carne quemada, ¿no te das cuenta?

nemartam.blogspot.com

Sucedió el 17 de diciembre de 1983. Daban vacaciones en las facultades madrileñas. Todo el mundo salía para celebrar algo. Durante la madrugada, la discoteca de moda Alcalá 20, sufrió un gran incendio. Murió muchísima gente, la mayoría asfixiada o aplastada, luchando por sobrevivir entre la masa humana y las llamas. Pekka se lo contó esa noche, junto a la barra de la discoteca reformada, señalando la pista como si pudiese ver a los muertos. Tanto su tío como su padre estuvieron allí. Se las vieron cara a cara con la muerte, enfrentando pasillos sin final, pasando por encima de cuerpos contraídos. Las luces de emergencia jamás se encendieron. Se buscaron y se perdieron varias veces en un humo irrespirable. Alguien rompió una claraboya y Pekka logró salir por ella, extenuado, a punto de perder el conocimiento, cubierto de cristales y sangre. Pero no encontró a su hermano.

—Se quedó en el fuego— le dijo—. Es decir, vio el fuego en las melenas de la gente, convertidas en una especie de… no sé, yo no vi nada pero lo vi todo en sus ojos. Salió convertido en un zombi. Le abracé y parecía hecho de piedra.

Eso no explicaba nada, no lo eximía de ser un borracho, de haber muerto tan temprano. Pero era algo: su padre transfigurado por el fuego.

—Y luego nos prometimos que un día volveríamos para ver qué quedaba de este lugar y reconciliarnos con la pesadilla.

Pekka siguió bebiendo y Helmi se acercó a la pista de baile decorada con espejos que reflejaban las luces estroboscópicas del techo. Un chico de pelo rizado y ojos negros le preguntó en un inglés torpe cuál era su nombre. Cuando se lo dijo, él se puso a repetirlo, dijo que le gustaba mucho y quiso saber de dónde venía un nombre tan bonito. ¿Finlandia?, dijo después de habérselo gritado al oído, ¿en qué lengua habláis los finlandeses? ¿Inglés? Para él era solamente un país que le sugería frío. Esa noche su padre y Finlandia eran una especie de fantasma, algo de lo que uno ha oído hablar y sin embargo no conoce. El padre era una sombra perpetua que atravesaba los hielos del misterio, así como Helmi, sus hermanas, su madre, cruzaban tormentas.

El chico, entretanto, se empeñaba en que bailaran agarrados para poder sobarle el culo. Le preguntó si estaba sola. Le dijo que su novio estaba mirando.

—¿Quién es?—preguntó desafiante, como si no se lo creyera.

—Ese de ahí—y mandé un saludo a su tío, que destacaba por encima de las otras cabezas.

—Es un poco mayor para ti. Podría ser tu padre, ¡ja, ja!

Helmi no le rió la broma y se desembarazó de él porque Pekka ya le había advertido de los españoles, especialmente de los españoles de ojos negros.

Estaba en la sala de baile y le costaba imaginarla llena de cadáveres, y a su padre allí en medio, incapaz de salvar a nadie. Su padre en el fuego.

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 Se sintió flotando a la deriva durante varias semanas, como le pasó al viejo Wainamoinen [5] hasta que llega herido, cansado y desorientado a orillas del Pohjola. [6] Repasó una y otra vez la escena de su noche en la disco: Pekka discutiendo con alguien que le había derramado la copa. Los gritos, el sonido de la violencia, los chicos de seguridad sacándolo a golpes y ella detrás, chillando que le dejaran en paz. Su tío llorando, apartado entre vacías cajas de embalaje y cubos de basura. En ese rincón oscuro donde todo olía a infancias rotas y aliento de perro

A su tío ya no le quedaban lágrimas (en esa familia, todos son de ojos secos) y sin embargo no podía detenerse. Helmi tenía que tranquilizarlo si quería que algún taxista los recogiese.

—Íbamos a regresar aquí y reírnos de todo. Pero todo ha salido mal. Tendrían que haber construido un monumento para los muertos y en su lugar hay otra puta discoteca.

Mientras le limpiaba las heridas con saliva y un pañuelo, Helmi le contó algo que él no sabía. Durante años, el único recuerdo de su padre había consistido en la imagen de un hombre que corría en calzoncillos en su dirección. Pero entonces su madre le había explicado que probablemente se correspondiera al día en que la cocina empezó a arder. La madre había salido un momento al jardín, y Helmi estaba en el porche. Su padre, borracho en la auto caravana, fue el primero en divisar el humo que salía por las ventanas y las junturas de la pared. Empezó a gritar. Echó a correr hacia donde estaba Helmi, la transportó en brazos al lado de su madre, y luego se metió dentro de la casa, buscó a tientas el extintor.

Laura Makabresku

—Volvió a enfrentarse al fuego, ¿verdad?—se dijo Pekka a sí mismo, sorbiéndose los mocos—. Al menos le ganó esa mano al diablo.

Eso fue todo lo que Helmi tendría que contar del viaje a Madrid y de su padre. Al regresar a casa preguntó por su diario. Contra lo que esperaba, su madre le dijo dónde estaba, advirtiéndole de que no había nada que ver. En efecto, el diario de su padre era un cuaderno donde había garabateado algunas cosas, la mayoría, listados de la compra. En una de las hojas de en medio —y esta era su última anotación— había puesto: “estación de mäkäräs”. Semanas o días después de haber escrito eso, falleció. Se fue a practicar pesca de invierno, atravesó la niebla matinal en dirección a la placa de hielo en que se había convertido nuestro lago, y ya no regresó. Helmi intentó infructuosamente encontrar un significado más profundo a la frase. Su tía Hanna le ha dicho que usaba el cuaderno para aplastar mosquitos.

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Helsinki, 13 de octubre de 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

[1] Mäkärä: mosquito pequeño que muerde. Se dan sobre todo al norte de Finlandia, cerca de Laponia, en la época de junio y julio.

[2] Cadena de gasolineras que suelen constar de restaurante y tienda de kiosco. Muy populares en Finlandia, son de las pocas que cierran pasadas las doce de la noche.

[3] Bebida finlandesa similar al vodka.

[4] Girasoles.

[5] Wainamonen: personaje principal de la saga finlandesa KaleVala, literatura fundacional del país.

[6] Pohjola: lugar mítico inexistente pero que se sitúa geográficamente en Laponia.

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

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HOJAS AMARILLAS

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Louise Bourgeois fillete

Se han acumulado tantas hojas secas en mi vecindario, que cuando acudí a la exposición del centro cultural de Caisa, resbalé con ellas y casi me mato contra una piedra. Mi aparatosa caída dejó al descubierto la epidermis rota de Helsinki: por ella se removían lombrices gruesas y furiosas, refocilándose en la tierra podrida. Yo acudía a la invitación de Boris, un negro cubano enorme con quien hice amistad dos años atrás, en los tiempos en que iba a la escuela de lengua para aprender el abecedario finés, y a quien no veía desde entonces.

Recuerdo que éramos una clase pequeña y bien avenida de recién llegados al país y aún estrenábamos mujeres o maridos finlandeses. Todo iba a ir bien. Habíamos desembarcado en la Tierra de las Oportunidades, nuestras Américas europeas. Al final del curso nos despedimos, llenos de grandes proyectos, con la promesa de organizar algún reencuentro. Por supuesto eso fue todo hasta que, tras un largo olvido, Boris nos hizo saber que iban a colgar, junto a otros artistas, unas fotos suyas sobre Cuba.






En la inauguración ofrecían un vasito de ron con cola pero llegué tarde (y borracho) y no alcancé a probarlo. Divisé a Boris con su gorra verde de estrella roja “revolucionaria” y un pequeño pin con el retrato del Che, con sus rastas de color ceniza y su gran sonrisa. Estaba junto a su esposa, su hijo pequeño y su suegro, y nos dimos la mano jubilosos. Hizo las introducciones pertinentes, nos pusimos al día. En estos dos últimos años, me dijo Boris, había madurado como artista y persona. En efecto parecía más centrado y sereno de como le recordaba en clase, mirando en Youtube vídeos de mulatas bailando o escribiendo a las chicas versos manidos que sólo podrían funcionar entre mujeres que no tocaban un libro ni con guantes.

SANNI SEPPO

Me llevó donde sus fotos, que radiaban paciencia, exactitud y mucho entusiasmo frente a los consabidos retratos del malecón de la Habana, las aguas rompiendo junto a un grupo de admirados turistas, los escombros, los coches de otro siglo. Podía imaginarme a Boris con pantalones cortos, sudando copiosamente, sentado inmóvil sobre el muñón de un árbol, con la cámara en alto, igual que ahora alzaba al niño entre sus brazos, victorioso.

También estaba Monika, la chica letona de clase, que me saludó distraídamente mientras vigilaba a su hijo. Y el kurdo rapero que ahora iba de la mano de una gorda besucona. Y la chica iraní, luciendo su silueta de embarazada. Con tantas familias sueltas, aquello iba pareciendo más un jardín de infancia. Yo continuaba siendo un tipo que apestaba a alcohol, anclado en el mismo punto en que me encontraba al principio. Pensarlo me dio sed.

No daban las ocho cuando la gente empezó a despedirse (¿Ya? ¡Si acababa de llegar!). Boris estaba como soñoliento y le dio un abrazo agradecido a Monika mientras sus hijos respectivos se sacaban la lengua.

—Boris, no nos vemos desde hace mil años. Vamos a dar una vuelta —propuse.

Le vi hablar con su mujer y a su mujer girar la cabeza en mi dirección y morderse el labio preocupada. Boris me dijo que tenía permiso para el tiempo de una cerveza pero nada más que una.

La culpa no fue del toda mía. Lo cierto es que lo hicimos mal desde el principio. Mezclamos la cerveza con el vino que servían en Vapiano. En los baños, Boris observó de reojo a otro latino que entraba teléfono en mano y tecleaba un mensaje furtivo. Boris despreciaba su aspecto, el color caribeño, ese ADN masculino que nos obliga a mentir, a seguir buscando entre las ruinas de nuestra propia desesperación. Luego me preguntó: ¿Hasta dónde llega el colmo de la maldad? Me encogí de hombros porque sospechaba que no existía tal cosa. Pero qué iba a saber yo si era el más miserable de los dos.

                                                      Linder Sterling

Dimos un sorbo al unísono y nos dispusimos a volver a casa cuando llegó aquel sueco ofreciéndonos un poco de nuuska, un estupendo chute de nicotina envuelto en una minúscula bolsa de té. Así, claro, no podíamos irnos a casa, demasiado eufóricos a la hora en que se encienden las luces y se apaga la magia de los bares Y además todos esos finlandeses habían dejado sobre la mesa sus cervezas sin tocar a 6 euros la pinta y permitirlo era como darle una patada en la barriga a un niño hambriento. Así que discutimos con el portero, le robamos unos minutos, terminamos las bebidas de los otros, y salimos trastabillando, prácticamente ciegos, sin trenes ni autobuses que acudiesen al rescate.

Las putas orondas y feas de la esquina de la calle Yrjönkatu se reían de nosotros. Boris se abría la camisa y les mostraba el torso musculado. Pegarle o acostarse con él debía ser como hacerlo contra una barra de hierro, pensé. Las putas se ponían a chillarle insultos y yo les tiraba a las piernas el suelto de mis bolsillos. Las monedas tintineaban, las mujeres lanzaban patadas al aire, descubriendo muslos blandengues y medias rotas. Los finlandeses se paraban a mirarnos, creo que nos sonreían porque el alcohol también hizo que aflorase su propio submundo infernal.

La mujer de Boris le llamó al móvil preocupada o histérica, y él contestó malhumorado:

—¡No me digas lo que tengo que hacer! ¡Yo soy un negro libre! ¿Oíste?

Ella colgaba furiosa pero volvía a llamarle a los pocos segundos. Boris se reía, me mostraba el teléfono entre sus dedos gruesos, sus dedos de artista, como si también sostuviese la cabeza imaginaria de su esposa. Puso la mano sobre mi hombro y dijo que se alegraba de haber salido conmigo y que de ahora en adelante las cosas iban a ser diferentes porque al fin había mordido la correa que lo tenía sujeto.

—Ni siquiera mi nombre es español —me dijo con orgullo—. Vosotros, malditos españoles colonizadores no habéis llegado a quedaros ni con mi espíritu ni mi nombre.

Nos echamos a reír. Boris se abrió los pantalones y soltó un chorro de pis en mitad de la plaza de Kamppi. Quería escribir su nombre de guerrillero invicto, sin cadenas políticas o emocionales, allí donde todos pudieran leerlo, en una de las arterias principales de la ciudad. Yo también escribí mi nombre al lado del suyo. Helsinki vibrando con nuestro latido y grafitis de orina, parecía más bien la escena de un crimen. Advertí miradas llenas de odio a través de la oscuridad. Sabía lo que estaban pensando, y tenían razón: malditos inmigrantes. Sí, malditos, en esa noche tan larga y en ese frío, sin mujeres a la vista, con los bares cerrados, el teléfono de Boris recriminándole en el bolsillo. 

Era como estar dentro de uno de los poemas de Eva Vaz:

“La fiesta se ha acabado

y ya no reímos

porque no tenemos motivos

(…)

Ahora sólo quedan los huesos

de la fiesta

como un puzzle con las piezas

esparcidas.”

Philippe Jusforgues

 —Llevo invernando desde que llegué aquí —dijo Boris con los ojos brillantes—. Pero ahora estoy despierto.

Entonces me habló de Monika. Monika, la letona. Monika, la del curso.

—Voy a llamarla un día de estos. Le voy a decir que salga conmigo.

—¿Pero te has enamorado?

—¿Yo? Acere, no tengo edad para enamorarme —se rió amargamente.

Sí, lo estaba. Yo también he dicho esa clase de cosas cuando estaba enamorado. Y luego me he reído amargamente.

Pero eso nos pasa porque seguimos confundiendo el corazón con la polla. Maldito Boris y malditas sus neuronas ahogadas en el semen contenido de su vida monógama e inocente. No era un negro libre como proclamaba, seguía siendo un negro enamorado de su pinga. Y la pinga, de la mujer equivocada.

väri kasvoilla SANNI SEPPO

—Estoy harto de mi esposa, Miguel. Mis ganas de vivir se han evaporado. Necesito volver a ser quien yo era en mi isla.

—¿Pero cómo te vas a meter en eso? ¿Monika? Es un ama de casa que aspira a trabajar de cajera en el supermercado. ¡Es una trampa! ¡Es un coño con dientes! —le grité (con mis respetos a las amas de casa que malgastan sus vidas y a las cajeras tan diestras en pasar bajo el lector láser los productos de compra).

Linder Sterling

Boris hizo un gesto desdeñoso, porque pensaba que yo no sabía de lo que le estaba hablando, que lo decía para salvar su matrimonio (me importaba una mierda su matrimonio) o para que no fuese a llorar sobre mi hombro. De lo que él no se había enterado —y lo va a hacer en este preciso momento, mientras lea estas líneas—, es que me había acostado con Monika alguna que otra vez al salir de la escuela, que sobre la almohada (y no me siento orgulloso de esto) bromeamos al referirnos a Boris y sus atropelladas tentativas de conquista (pasando por su lado y tirándola del pelo con fuerza desproporcionada; ofreciéndose a llevarla en su coche los días de lluvia; sus chistes verdes que terminaban pareciendo la sinopsis de una peli porno. “¿Por qué a los hombres os gusta tanto hablar de sexo? ¿Cuántos años tenéis?”, me preguntaba Monika mientras follábamos).

Philippe Jusforgues

Monika y yo no teníamos nada en común, aun el sexo era frívolo, desapasionado, como si los dos estuviésemos pensando en otra cosa. Luego dejé de contestar sus llamadas y a rehuirle la mirada en clase. No había nada que recordar y por eso casi me había olvidado del todo. Ella quería un padre para su hijo y un poco de compañía mientras miraba la televisión y tejía unos calcetines gruesos. Ella quería algo como un hombre-gato, un tipo domesticado al que podía acariciar el lomo. Era exactamente como mi ex mujer. A su lado me esperaba una larga vida placentera si el aburrimiento no me mataba antes. Por eso necesitaba salir corriendo de esa casa en llamas.

Allí, como desnudos, Boris y yo hablábamos en idiomas opuestos. En unas horas regresaría donde su mujer, discutirían, se castigarían en silencio unos días y eso sería el fin del incidente. Nos miramos con rabia y sueño. Dos años es mucho tiempo. Ni siquiera éramos amigos.

Me acordé de las hermosas hojas amarillas que también esconden algo. Boris siguió gritándome sobre Monika. Era como si en vez de palabras escupiese hojas secas y por donde yo creía ver una boca asomasen las lombrices ciegas de un agujero enfermo y profundo.

 Helsinki, 21 noviembre, 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas


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♞Helter Skelter: La noche de los cuchillos de caza IV

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HELTER SKELTER: LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS DE CAZA

Cuarta parte

Manson apenas tocaba las drogas. La muerte era su auténtico colocón, contaría Paul Watkins posteriormente. Se mantenía sobrio y vigilante, con la cabeza clara, metamorfoseándose en profeta u otra oscura divinidad de tiempos remotos.

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Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

IX: Rancho Spahn

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Un año antes de que Manson abriese fuego sobre el traficante de drogas, antes de que los Beatles sacaran su álbum Helter Skelter, antes del miedo y los asesinatos, la Familia vivió su época más esplendorosa. George Spahn, un octogenario prácticamente ciego, les había acogido en el rancho destartalado que sirvió como decorado para algunos de los primeros episodios de Bonanza (David Dortort, Fred Hamilton, 1959-1973) el Zorro y la película Duelo al sol (King Vidor, 1946) entre otros títulos del Oeste, y ahora apenas amortizaba en gastos con el alquiler de caballos. Spahn recibió atenciones sexuales por parte de las chicas, abanderadas por LynetteSqueaky” Fromme, principal responsable de satisfacer sus necesidades. Le lavaban, hacían de lazarillo en sus paseos matutinos y cuidaban de los animales.

Lo más atrayente de la vida en el rancho era esa aparente libertad sexual de la que gozaban. Y digo aparente porque si bien podemos hablar de promiscuidad, cada coito debía pasar por la aprobación de Manson. Era una ley no escrita. En realidad había un montón de leyes no escritas: En el rancho no había relojes ni calendarios. Sólo tenían permitido escuchar a los Moody Blues, los Beatles y la música compuesta por el propio Manson. Los nuevos conversos debían entregaban todas sus posesiones a la comunidad. Su máxima era el sometimiento del ego. No había un yo sino un nosotros y ese nosotros, indirectamente, pertenecía a la figura mesiánica de su líder.

Leslie Van Houten

En este punto de la historia es donde asoma el morbo periodístico, debido al alto voltaje sexual. Como algunos de sus miembros admitieron más tarde: todo se resumía en follar. Jugaban a ser los protagonistas de un western existencial, donde las pistolas eran reemplazadas por pollas y las mujeres se desnudaban de antemano en el granero, en su papel de fulanas precoces rescatadas o violadas por los bandoleros de siempre. Ellos se movían dentro de esos coños locos con ímpetu, sonriendo desvaídos bajo los auspicios de las drogas. Manson se lo monta con Atkins; Atkins y Krenwinkel gozan sin respetar turnos de Tex; solamente Van Houten se siente desplazada cuando Charlie se niega a acostarse con ella, porque de alguna manera respeta tanto la cultura musical de Beauvois que no quiere mezclarse con la que considera “su chica”. Charlie a veces ni siquiera participaba de la orgía, orquestándola desde un rincón, y cuando eyacula, su cuerpo padece las convulsiones del rabo desprendido de una lagartija. Son una familia andrógina de genitales impacientes, hambrientos, en desorden, expulsando jugos y sorbiéndolos. Manson, tan coreógrafo, siempre les lleva un poco más allá. Utiliza el sexo como una forma de disolver sus identidades. La otra, claro, es con la droga.

                                           Charles Manson

En el rancho siempre hubo drogas. Charlie sabía lo que estas podían hacer a las personalidades desequilibradas de sus seguidores. Belladona, hachís, mescalina, opio. La reputación de su grupo, pese a la cantidad de comunas que florecían en las inmediaciones del desierto, trascendía hasta el punto de que el mismo Jim Morrison se pasó por allí para disfrutar de su ración de carne y química. Sin embargo, Manson apenas tocaba las drogas. “La muerte era su auténtico colocón”, contaría Paul Watkins posteriormente. Se mantenía sobrio y vigilante, con la cabeza clara, metamorfoseándose en profeta u otra oscura divinidad de tiempos remotos.

El nombre de cada miembro fue sustituido por un apodo. Sus ropas e inhibiciones, aniquiladas. El bien y el mal no eran más que conceptos diseñados para una sociedad ajena a la suya. Convivían en un paraíso adolescente, presentado como un lugar sin responsabilidades (ni capacidad de decisión), un Paraíso del Edén sin frutos prohibidos.

Izquierda: Sandra Good y Lynette Fromme. Derecha: Patricia Krenwinkle y Leslie Van Houten.

Susan Atkins

Las mujeres habían llegado a creer que no eran dueñas de su propio cuerpo, que este era un espacio comunal para ser compartido y accedían a hacer el amor con quien se les asignara. Cada cual seguía un papel determinado: Leslie Van Houten era la chica guapa, usada como escaparate para atraer a hombres poderosos o populares; Lynette Fromme era maternal, paciente; Patricia Krenwinkel lidiaba con las chicas que deseaban abandonar el rancho o tenían miedo y las hacía sentir bien meciéndolas en un abrazo. —Atkins, años después, en su esfuerzo por ganar su libertad condicional, también habló de amenazas, coacción, torturas y persecuciones, aunque nadie más del grupo haya apoyado su declaración—.

Charlie, que secretamente sentía asco y desconfianza de los hippies, se reía de ellos haciéndoles cortarse el pelo y disfrazándoles de cowboys. La familia formaba conciliábulos, aprendía sus canciones, afinaban la puntería cerca de las colinas de Santa Susana (por entonces aun disparaban a latas y botellas, y no ponían nombres de persona a las dianas que usaban de práctica). Ese desierto era su mundo y ruta de huida de la depravación de L.A. pero también los aislaba de la realidad, dejándoles a merced de sus propias fantasías.

Lynette Fromme

Interiores del rancho Spahn.

—Si tenemos el don de dar la vida, también nos corresponde el privilegio de tomarla— les decía Charlie. Y agregaba para ponerles a prueba—: ¿Me amáis lo suficiente? ¿Seríais mi dedo en la mano? ¿Moriríais por mí? ¿Querríais ser yo?

La Familia asiente porque le han visto realizar milagros.

Charlie es un reflejo de nosotros mismos. Si ves culpa en él es porque eres culpables. Si ves horror, es porque eres horripilante. Si ves muerte es porque eres un asesino— explicaba uno de ellos.

—Es Dios, por eso quieren colgarlo, por eso quieren matarle— decía otra de sus mujeres.

—Jesús murió con una erección, con una hermosa sonrisa en su cara porque morir es el colmo del orgasmo. Es música y toda clase de sonidos, belleza y color de una vez.

Las lecciones que recibían fueron oscureciéndose. Jugaban a matar y defenderse y con la llegada de la noche se iban a sobar en el suelo de madera, en dependencias con orificios en la pared del tamaño de ventanas, unos abrazados a otros en el mismo colchón (sólo Manson tiene uno propio aparte), entre los escombros que dejaron atrás aquellos grandes pistoleros de pega.

Tampoco usaban preservativos, contagiándose alegremente enfermedades sexuales y dando lugar a un sinfín de embarazos. Los partos tenían lugar en el rancho, asistidos por la Familia y sin asistencia médica (“Los doctores sólo sirven para curar la gonorrea”, se jactaba su líder). Las mujeres resistían los dolores gracias a la marihuana y Manson oficiaba partiendo el cordón umbilical con sus dientes.

 
 

Los niños varones eran los más importantes y mejor atendidos, siguiéndoles las niñas y por último los adultos. Todos eran las madres y los hijos de todos y asimismo los niños sólo se pertenecían a sí mismos y a la comunidad. Nada se les negaba a los niños: fumaban hierba, tomaban ácido y participaban en las orgías.

                                                               Niños de la Familia Manson.

Charlie sostenía a los pequeños entre sus brazos para lanzarlos al aire temerariamente. Los niños rompían a llorar pero él continuaba. Tenía la idea de que si se acostumbraban al estímulo del miedo, lograrían ser imbatibles. Ellos serían el relevo generacional de su doctrina. Pero con la comuna diseminada tras su arresto, los niños acabaron envueltos en dramáticos peregrinajes por orfanatos y padres de acogida. Los más afortunados fueron enviados con sus abuelos maternos, quienes harán lo imposible por mantener en secreto el origen de su nacimiento. Los infantes, de todas formas, crecerían en el ostracismo, lidiando con las fisgonas cámaras de televisión y el escarnio de sus compañeros de clase, que los acusaban de tener unos homicidas como padres. Ese fue todo el poso que dejaron aquellos días de amor y drogas dentro de una Familia que aspiraba a crecer en libertad y armonía. Ya sólo nos acompaña el recuerdo de la sangre que vertieron, es todo lo que necesitamos saber como miembros de una sociedad (y conciencia colectiva) que, así como le pasaba a Manson con los negros, teme y odia lo que no comprende.

 

X: La última cena

Cielo Drive

La casa donde Sharon Tate fue asesinada a golpe de cuchillo era una especie de hacienda en el 10050 Cielo Drive, localizada al fin de un angosto camino serpentino que llevaba a un desfiladero. En ocasiones, sus habitantes dejaban encendidas unas luces de navidad en la cancela, para ayudar a sus invitados a encontrar la casa. Esas mismas luces brillaron fatídicamente la noche de los crímenes.

La hacienda estaba completamente amueblada (entre los enseres se contaba el famoso sofá cubierto de la sangre de Sharon) y había un pequeño altillo al que se accedía por una escalera de madera. La propiedad incluía un pozo de los deseos, un jardín florido, una piscina, y una habitación de más para su futura niñera (una nanny británica de la que Tate se había encaprichado en la entrevista “por la bondad que transmitían sus ojos” y a la que Roman estaba intentando conseguirle el pasaporte y el permiso de trabajo en Estados Unidos). En su alquiler debían tolerar que la pequeña casa de invitados en la parte trasera de la propiedad fuese ocupada por un conserje de 19 años llamado William Garretson.

Izquierda: Sharon Tate. Centro: Vista del interior de la residencia Tate & Polanski. Derecha: William Garretson.

Fue Sharon quien eligió Cielo Drive para vivir, imponiendo su gusto por las casas grandes frente a la preferencia que sentía Roman por los pisos modernos de soltero. Hasta hacía unas pocas semanas la casa había sido ocupada por el productor musical Terry Melcher y su mujer, la actriz Candice Bergen (bellísima en Conocimiento Carnal (Mike Nichols, 1971) pero mundialmente famosa por la serie de televisión que hizo muchos años después, Murphy Brown). Sin embargo, “diferencias irreconciliables” (eufemismo para enumerar las numerosas infidelidades de Terry) les sumieron en un angustioso divorcio que los obligó a desertar de la casa que compartían hasta entonces.

Sharon Tate y Roman Polanski.

Christopher Jones

Sharon y Roman firmaron el contrato de arrendamiento (y, sin saberlo, también la sentencia de muerte) el 12 de febrero de 1969 pero apenas tuvieron tiempo de disfrutarla. Sharon voló a Roma a filmar  la comedia 12+1 o The Thirteen Chairs (donde además mantendría supuestamente un affair de varias semanas con el actor Christopher Jones, famoso poco después por su papel en La hija de Ryan) y Polanski  regresó a Londres, su hábitat natural de creación —pero también de pequeños ligues en discotecas glamurosas— condescendiendo a trabajar en el guión de Days of dolphin, un proyecto que había aceptado un poco en la desesperación – una historia sobre delfines manipulados para asesinar al presidente de los EE.UU—, tras lo que ya era un lapsus demasiado prolongado de inactividad.

Sharon Tate junto con Wojtek Frykowski y Roman Polanski.

Sharon estaba radiante y no tenía miedo de exhibir su embarazo ante los fotógrafos o durante las veladas con amigos. Se preparaba a tiempo completo para su futuro papel de madre, olvidadas ya las viejas rencillas de celos con estrellas fabulosas como Elizabeth Taylor o Kim Novak. Algunas tardes, por nostalgia, volvía a revisitar esa escena masoquista en Eye of the Devil (J. Lee Thompson, 1967) en la cual está ella, vestida de negro ajustado, arrojando lujuriosas miradas de desafío a un David Niven que la azota con un látigo.

Sharon Tate y David Niven en Eye of the Devil.

No le importó sacrificar su carrera como actriz ni su aspecto de niña ingenua y bondadosa con talentos sexuales escondidos. Pese a su imagen hipster y glamorosa (sus minifaldas bailando alrededor de los muslos, las botas altas de cuero, su larga melena dorada partida en dos), Sharon nunca tuvo la aspiración de convertirse en gran una actriz, como revelaba una de sus hermanas en entrevistas posteriores a su asesinato. Su talento iba asociado a su físico y no le importaba reconocerlo. La chica de portada de revista quería una vida más o menos apacible, acompañada de su familia y un anillo de amigos cercanos. Por eso no le supo mal tomarse un descanso de su carrera profesional al acabar la filmación en Roma donde también había trabajado con Vittorio Gasman y Orson Welles (su director Nicolas Gessner se las vio y deseó para mantener oculta su tripa cada vez más inflada al espectador).

Sharon Tate

La mesilla de noche se abarrotaba de libros acerca del cuidado y la educación de los bebés. Hacía largos paseos por los centros comerciales, adquiriendo ropa para su pequeño, y la conversación del matrimonio ya sólo giraba sobre ese tema. Cambió el vino por la leche y dejó de fumar la fragante marihuana de California. Si bien Roman también era feliz, se veía incapaz de hacerle el amor en ese estado, inquietando profundamente a su mujer, para quien el acto sexual con ella era una prueba del amor que sentía el uno por el otro.

Abigail “Gibby” Folger

Mientras los Polanski estaban fuera en Europa, dejaron que Wojtek Frykowski cuidara de su casa. Frykowski se contaba entre los viejos amigos polacos de la escuela de cine que habían seguido a Roman hasta Londres y ahora (así como el malogrado Krzysztof Komeda) también daban el gran salto al otro lado del Atlántico. Fryko (como le llamaban sus amigos más cercanos y su camello habitual), escribía guiones que nadie tenía intención de leer y pasó mucho tiempo bajo el estatus de actor desempleado. Su frustración artística lo había lanzado en brazos de  todo tipo de drogas, pasando de la marihuana ocasional al a la cocaína, la mescalina y el LSD. Mantenía relaciones con una trabajadora social de 24 años llamada Abigail “Gibby” Folger, heredera del emporio de café Folger, pero a consecuencia de las drogas también eso se estaba viniendo abajo. Fryko le había propuesto matrimonio al menos una vez y ella le había rechazado cada vez más segura de que su relación no tenía ningún futuro. Polanski permitió que la pareja se quedase a vivir en la casa aun después del regreso de Sharon, con la esperanza de que la mantuvieran entretenida durante sus largas ausencias. Roman, pese a ser un insoportable dictador en lo que respecta a su trabajo, también ha sido generoso con sus amigos y no le ha importado encontrárselos rondando por su piscina o saqueando los licores de su casa, de los que por otra parte solía abastecerse especialmente para elogiar a sus invitados. En sus fiestas o reuniones informales (entre cuyos participantes se contaba gente como Jack Nicholson, Warren Beatty, Peter Sellers y Jay Sebring) nunca faltaba champagne y caviar. Sus cenas podían alargarse hasta el desayuno del día siguiente.

De izquierda a derecha: Jack Nicholson, Warren Beatty, Peter Sellers y Jay Sebring.

Sharon Tate junto con Wojtek Frykowski.

En los últimos vídeos de Sharon la vemos acompañada de su nuevo amor, un Yorkshire terrier, regalo de sus padres, y a quien habían bautizado como Dr Sapirstein en recuerdo del tocólogo en La Semilla del Diablo. El perro murió de forma accidental bajo la malvada rueda trasera del auto de Fryko mientras Sharon estaba trabajando en Roma, y Polanski hizo que lo reemplazaran por otro chucho tras explicarle a su mujer por teléfono que el travieso Dr. Sapirstein se había fugado. Para cerciorarse de que Sharon se consolaba completamente, le regaló un Rolls-Royce, del que después de su asesinato, se desharía sin pedir dinero a cambio.

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Sharon Tate

Como los desafíos de la escritura del guión de The Day of the Dolphin —¿cómo haces que un delfín se ponga a hablar sin que la audiencia se ahogue de la risa?— mantenían a Polanski en Londres, amén de sus numerosas aventuras con un séquito de mujeres de discoteca, Sharon le hizo una visita de varias semanas, tras acabar su rodaje para la comedia 12+1. Su despedida, recuerda, fue ominosamente efusiva, y ella apretó su barriga contra él, para que sintiera la plenitud de las dos vidas que le decían adiós. “Te esperamos en California. No tardes… ”. Roman, es sabido, no volvió a tiempo.

El 23 de marzo la figura zarrapastrosa de Charles Manson traspasó la verja abierta y llamó a la puerta de la casa, preguntando por Terry Melcher. Sharon se lo encontró cuando regresaba de casa de unos amigos. Un fotógrafo amigo de Sharon le informó bruscamente de que Terry ya no vivía allí. Manson se alejó dando zancadas y Sharon confesó estremecerse ante su presencia.

El 20 de julio Sharon tuvo su una reunión familiar (la última), con su madre y hermanas, arremolinadas en la misma cama y mirando con asombro en la televisión la llegada del hombre a la luna.

Izquierda: Sharon Tate junto con su madre Doris Tate. Derecha: Portada del Evening Standard del 21 de julio de 1969.

Entretanto Polanski iba posponiendo su regreso a Los Ángeles pero hablaba con ella por teléfono todos los días. El 8 de agosto, la víspera de los asesinatos, tuvieron una conversación más larga de lo habitual. Sharon se mostraba cansada e inquieta y lo achacaba a la ola de calor que golpeaba California. Iba a salir de cuentas en dos o tres semanas y quería tener privacidad para esos días, no quería invitados dando vueltas cuando regresase del hospital y por eso le pidió a Roman que le ayudase a librarse de Frykowski y Folger “pero sin herir sus sentimientos”. Además había inscrito a Roman en un curso de capacitación para futuros padres que empezaba ese 18 de agosto, día que coincidía con el 38 cumpleaños de Polanski. Éste supuso que aquella era su fecha límite de regreso si no quería encontrarse con graves problemas conyugales. Polanski se avino a solicitar su visa en cuanto la embajada abriera ese lunes para estar en casa entre el 12 o 13 de agosto. “Terminaré el guión allí mismo, contigo”, le dijo.

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Roman Polanski y Sharon Tate

Al día siguiente, conversando durante la comida con unos amigos, Polanski supo de la repentina muerte de una amiga común, y él, meneando la cabeza, recuerda haber dicho:

—Estas cosas te hacen preguntarte quien será el próximo.

Debra Tate

Contrario a los rumores, aquella noche del 9 de agosto de 1969 no hubo ninguna fiesta a la que los invitados milagrosamente declinaron asistir. Tan sólo Debra, la hermana de Sharon de 16 años por entonces, le pidió  pasarse con algunos amigos para traer algunas cosas y refrescarse en la piscina —era la noche más calurosa del año— pero Sharon le dijo que se sentía “cansada y gorda” y no tenía ganas de maquillarse para nadie. Aquella noche, sin embargo, el aburrimiento la llevó a concertar una cena de amigos a la que invitó al productor Robert Evans. Éste se disculpó porque no sabía si iba a llegar tiempo de asistir a causa del trabajo. “No te preocupes, entonces llamo a Jay. Besos”. A las 7.30 de la noche, Tate, Frykowski y Gibby Folger se unieron a Jay Sebring para tener su última cena en el restaurante mexicano El Coyote en Beverly Boulevard.

El Coyote en Beverly Boulevard.

Frykowski y Folger, como siempre, empezaron a discutir cuando aún no habían llegado los entremeses. Folger llevaba dándole vueltas a la idea de dejarle y aquella noche era una de tanta donde sentía que las circunstancias le daban la razón. Frykowski, entretanto, perdido en su mundo, ya estaba en el noveno día de un continuo “viaje” de mescalina. Después regresaron todos juntos a la casa de Cielo Drive. Entre las diez y las doce, Tate siempre desinhibida, se quedó en ropa interior a consecuencia del calor que sentía potenciado por el embarazo. Había subido al dormitorio con Sebring, el cual, completamente vestido, se había sentado a un borde de la cama para fumarse un canuto. Sebring, siempre atento con ella, quizás aún secretamente enamorado, la escuchaba hablar y hacer planes. Abigail Folger estaba sentada en su propio cuarto leyendo un libro. Frykowski se había quedado dormido en el sofá del living-room, donde se había cubierto parcialmente por una larga bandera americana.

 

Entonces llegó la medianoche.

Helsinki, 26 de octubre de 2013

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“Space Oddity” David Bowie, noviembre 1969

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

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LA MAÑANA DESPUÉS DE CINEMAISSI

neohypofilms

Por Miguel Cristóbal Olmedo

La mañana después de Cinemaissi, Liliana Andrea entró a hurtadillas en su casa, evadió un charco de vómito seco en el vestíbulo y se desmoronó sobre la cama abierta. Le mantuvo la mirada al cielo del techo del que colgaban algunas tiras de pintura vieja. El dormitorio estaba todo lo silencioso que podía estar, pese al zumbido permanente de sus oídos, al crujido de las maderas, los electrodomésticos y su propio vestido de fiesta. Todo había terminado. Se llevó la mano al corazón y comprobó que seguía allí, latiendo de angustia, anticipando esos pasos terribles aproximándose a la puerta, que la arrastrarían fuera de la cama y de su mundo.

Dos días antes Liliana, a pesar de su bronquitis, me había llamado para que acudiésemos juntos a la fiesta que se organizaba en LeBonk, por motivo del festival de cine latinoamericano Cinemaissi. Como de costumbre en tales eventos, Gustavo hacía de pinchadiscos con su disfraz inca y presentaba en el escenario a una banda cubana de sombreros blancos. Liliana  me enseñaba unos pasos básicos de merengue y yo le era infiel con los ojos a causa de una rubia que se movía sola, bajo una lluvia de luces intermitentes. Liliana solía tararear en casa mientras cocinaba o limpiaba, llevaba la música colombiana de su país en los huesos, pero hacía mucho que no tenía pareja de baile, por eso se pegaba a mí, hambrienta y tiritando por todos los inviernos de soledad y miseria acumulados como una bola de pelos. Ella presumía de haber sobrevivido a los paramilitares, las FARC, pero, especialmente, a Finlandia.

Hilber Sojo

A Liliana Andrea le llamaban “abraza-árboles” sus amigos cabrones de la escuela porque amaba y defendía la naturaleza; corría con los pies descalzos por el cafetal al lado de su hacienda apreciando el beso de la tierra impreso en la planta de los pies. Tuvo una relación platónica con un hombre tímido y de orejas coloradas, que iba siempre a comer en el restaurante vegetariano donde ella servía las mesas. Él solía leer un libro para no tener que mirarla, y cuando alzaba la vista hacia ella, pestañeaba mucho, sintiéndose deslumbrado. Un día, mientras Liliana Andrea tomaba nota de su pedido, el hombre le dio un panfleto anunciando una charla en la universidad en contra de la multinacional Monsanto y el peligro de sus productos transgénicos.

Pulsa sobre la fotografía para ver “El Mundo según Monsanto”.

 —¿Vendrás? ¿Aunque yo también vaya a hablar?

Ella se rió y admiró la octavilla que tenía en su mano, como si fuese una flor. El día del mitin, Liliana Andrea pidió el día libre para no llegar tarde. Esperó al lado del aula magna, contando con ser de las primeras, hasta que le avisaron de la cancelación del evento. Igual que todos los días el hombre de orejas sonrojadas había ido al restaurante de Liliana, quizás pensando en encontrársela. En una mesa delante de la suya, otro tipo, tras acabar plácidamente su comida, se le acercó y le descerrajó un tiro en la cabeza. El sicario todavía armado salió del local, cuentan, dando los buenos días. Liliana no quiso volver a trabajar allí nunca más. José Manuel se llamaba el hombre al que amaba con los ojos. Se enteró por las necrológicas.

Unos años más tarde Liliana Andrea compartió su cama con el asesino a sueldo que había liquidado a José Manuel, un tipo conocido en la zona de alrededor de Pereira por el sobrenombre de Sancocho. Firmaba sus trabajos con una bala en la frente, tras lo cual, decía, no hay forma de regresar con los vivos. Sancocho y Liliana fueron felices juntos pese a sus grandes diferencias: durante el día Liliana salía a salvar la naturaleza y Sancocho a matar personas.

A ella le gustaban los hombres peligrosos honrados por una necesidad de amor que excede a la de una persona corriente. Eran delicados y generosos en el sexo, acudían a sus citas rebosando regalos y buenas palabras. Sancocho, además, tenía otro tipo de atenciones con ella. Una vez le advirtió que hablara con su primo, para que dejase de “hacer cosas malas”. Liliana entregó el mensaje a su tío que la escuchó con ojos humedecidos, le dio las gracias y deshizo el camino hacia su propiedad, taciturno. El primo, claro, no hizo caso y amaneció muerto, con una bala entre los ojos. Sancocho se encogió de hombros: “¡Carajo! Lo intentamos, ¿cierto?”.

Vincent de Kastav

Esa noche, durante la fiesta de Cinemaissi, me gritó al oído (al oído tuvo que ser o de otra forma jamás la hubiese entendido) que mirando a la multitud sudada, eufórica, de la fiesta, le recordábamos a esos cuadros macabros medievales donde los muertos, reducidos a esqueleto, danzan también con los vivos. La muerte nos pertenece más que la vida. Lo sabía ella desde su Colombia plagada de amores asesinados. Liliana bajó la cabeza, chorros de su cabello leonado la escondieron de mí. No llores, le pedí confundido. ¿Quién dice que llore? me enseñó sus ojos fluorescentes y su sonrisa a prueba de desgracias, deslizó una caricia más en el aire que en mi propia mejilla: Bailemos.

Nan Goldin / Joana Preiss

¿Qué pasó con Sancocho? le pregunté. Oh, Sancocho seguía con buena salud, o eso le contaban sus amistades de allí, en plenas facultades para seguir ganándose la vida con el gatillo.

Me señaló a unas chicas que parecían ir con los pantalones cagados. Les pasaba porque usaban dentro de sus jeans unos pitkikset. El frío y la oscuridad anímicas nos cercaban incluso en la discoteca. Nuestras risas eran la última línea de defensa.

—Yo no me pongo uno de esos horribles calzones largos así me muera de frío –me dijo Liliana, olvidándose de la bronquitis.



En Pereira, la ciudad donde estudiaba, los amigos se despedían efusivamente, nadie sabía si volverían a verse de nuevo. El suyo es un país de almas perdidas y de balas perdidas donde el calor irradia un sabor dulce en la piel, por encima del sudor y las tragedias concentradas. Es un país de vida, intentaba explicarme, porque también hay mucha muerte.

un cuaderno de gamero

Recuperamos el aliento, nos tomamos algo juntos, invitó ella; la pista de baile estaba llena de cadáveres felices, embriagados por la atmósfera. Le rodeé la cintura con el brazo, mientras hablábamos, y puso un gesto de dolor. Tenía moratones en lugares del cuerpo que no podía enseñarme.

—¿Tu marido te maltrata?

—Todos los días pero el daño es más psicológico. Es raro que me golpee. No te preocupes. Lo de ayer fue una excepción –formuló en tono despreocupado.

Entre ella y yo hubo un silencio inesperado, como si alguien hubiese apagado la luz, el silencio en una sala de fiestas es como una ráfaga de metralleta.

Liliana Andrea emigró a España donde conoció a su segundo marido (al primero lo cosieron a tiros durante un atraco en Medellín), un finlandés distante, con mentón ancho y ojos claros. Lo fue a visitar a su tierra unos meses después. Acostumbrada a escuchar desde su ventana el sonido de disparos, que ella confundía de niña por petardos, el sosiego de Finlandia le pareció de ensueño, suficiente para compensar las carencias afectivas de su novio.

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Tuvieron una boda exprés en un juzgado sueco, sin testigos ni familia ni fotos. Usaron las alianzas modestas de los abuelos de él, que habían recibido del Gobierno de Finlandia a cambio de los anillos de oro que entregaron para ayudar a subvencionar la Guerra de Invierno contra los rusos. A Liliana le recordaban los eslabones de una cadena. Notó que su alianza le apretaba un poco el dedo, que le apretaba también, con mano invisible, el cuello.

whitehotmagazine

En la papelera encontró, a los pocos días, una caja de Xanax vacía. El marido solicitó su comprensión. Necesitaba algo para ayudarle con el síndrome de abstinencia. Le confesó su historial de borracho, que, como él mismo sostuvo, ya era parte del pasado. Con ella era un hombre nuevo. Quererse era su nueva terapia.

Sus promesas fueron mentiras de un adicto. Resultó que estaba enganchado no solamente al alcohol sino al mismo diazepán con que se trataba. La medicación, me contó la noche de la fiesta en Cinemaissi, lo transformaba en un zombi emocional. No tuvieron luna de miel y tampoco hacían el amor. Se comunicaban a gritos, a través de la violencia. Precisamente cuando comenzaba el mal tiempo su marido disfrutaba echándola de casa y a ella le tocaba ponerse de rodillas, gimoteando, para no terminar con el culo en la nieve. Sus tías en España le ofrecieron que viviese con ellas, a pesar de la situación económica tan terrible de por allí, pero Liliana no tenía ni para el billete de ida porque su esposo le hacía pagar la comida mientras que él, con un sueldo de más de tres mil euros, costeaba el alquiler.

También le prohibía salir de casa y ella sólo podía escaparse cuando él estaba demasiado borracho como para darse cuenta. Había descubierto que su esposo leía la correspondencia que mantenía con la familia a través de un programa espía instalado en el ordenador. Quería dejarle pero no sabía cómo hacerlo. En la casa de acogida sólo podían tenerla dos días, después de eso la apremiaban a buscarse la vida por su cuenta. Las trabajadoras sociales, a sabiendas de su impotencia, le aconsejaban que regresara a su país. Eso último lo repetían muy a menudo, como si se deleitasen en decírselo: ¿Por qué no te vuelves a tu país? La culpaban de airear los trapos sucios de la vida conyugal, por ser desleal con su esposo en un país donde el alcoholismo es tratado como enfermedad y al alcohólico como inválido.

—Yo he dormido con asesinos de verdad, y mi esposo es más psicópata que todos ellos. No es humano. No me toca, no le gusta que le toque. Le gusta el dolor. Hacerse daño y hacérmelo a mí.

Nos quedamos mirándonos. Pero yo, ¿qué podía hacer? ¿Cómo iba a rescatarla? Sólo soy un hombre con los bolsillos vacíos.

—¿Y no se va a enfadar cuando te vea regresar tan tarde esta noche?

—Seguramente esté borracho –y aquella fue la primera mentira que me dijo.

Se iba haciendo tarde para algunos pero la hora no era importante en nuestras vidas. Estábamos rotos, cansados, como varillas de un paraguas en el suelo. La cabeza del hombre de orejas sonrojadas flotando sobre el plato de comida. Sancocha ofreciéndole una casa de mantenida mientras engrasa su pistola. Su marido finlandés acusando a las colombianas de embusteras y putas. Liliana tosía, enferma, pero se obstinaba en reanudar el baile aunque ninguno tuviera ganas. Quizás es lo único que podía ofrecerle, a pesar de tropezarme con sus zapatos. Ella sabía lo que iba a suceder después y por eso no quiso soltarme.

Salimos a la calle. Nuestras siluetas apolilladas se fundieron momentáneamente con un beso de despedida. Sólo uno. Después esquivó mis brazos. Le ofrecí venir a mi casa pero sacudió la cabeza. Habrá más noches, volvió a mentir compasivamente. Se perdió calle abajo en el interior del tranvía.

Regresé a LeBonk y a la fiesta moribunda (la rubia ya se había esfumado), me quedé tomando cervezas solitarias en el piso superior, soñando hacerle un corte con forma de collar en la garganta de su esposo. A mi lado había un nudo de hombres sin compañía rodeando la barra. Me sonaban sus caras. Al final quedábamos los de siempre.

littlesarahbigworld

La mañana después de Cinemaissi, Liliana Andrea entró a hurtadillas en su casa, evadió un charco de vómito seco en el vestíbulo y se desmoronó sobre la cama abierta. Aún no había nadie. Mantuvo los ojos abiertos, recordando algunas de las canciones que habían sonado y le recuperaban su país, tan lejano incluso para la memoria, su ruido mezclado de crimen y fiesta, el ruido de los vivos, jubiloso y desgarrador, y no el silencio irreal de los hogares finlandeses. Sólo le quedaba esperar (y esperó) al rumor de pasos que traerían otros tantos golpes en la puerta, a los brazos que la izarían bruscamente de la cama, la sacarían de allí, a las voces secas y autoritarias acusándola de haber envenenado a su marido…

Helsinki 4 de noviembre de 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

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OLE VAROVAINEN, VIROLAINEN TEN CUIDADO, ESTONIA

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Maxime Taccardi

Su último novio, un trotamundos cabroncete, le había azotado con la hebilla de un cinturón por venirle la regla el mismo fin de semana que la visitaba. En otra ocasión, tras una pelea por celos, la mantuvo encerrada en el interior de un armario, mientras los vecinos dudaban en llamar a la policía porque las paredes vibraban y se oía como una lluvia de bofetadas. Pero esas anécdotas sólo eran la punta del iceberg de una vida acosada de peligros físicos e invisibles, y es posible que Krista ni siquiera fuese capaz de recordarlas. Ella, ahora, se sentía bendecida porque había encontrado a Dios en una congregación pentecostal y estaba recién casada (en secreto, ni su familia de Haapajärvi lo sabía) con un hombre apasionado, robusto, que la mantenía interesada por todas las diferencias culturales que los separaban. Hacía la cama nada más levantarse para sentir que el mundo estaba en orden, que había cosas desarregladas que se podían arreglar. Sobre la colcha, un test de embarazo que daba positivo y una Biblia. El cenit de su felicidad estaba en esa cama.




Buscó el móvil, sonando desde hacía un rato en el interior de un cajón en donde también olvidaba las llaves. La llamada procedía del número de teléfono de su marido pero cuando fue a contestar, le asaltó en inglés la voz de una chica extranjera:

Justin Wolfe

—¿Es la mujer de Ismael? Siento mucho hacerle esto. Me llamo Marta y soy su amante—en sordina, a lo lejos, un rumor de viento, los rugidos ahogados de Ismael suplicando a través de una puerta que se callase—. Lleva varias semanas acostándose conmigo, sin haberme dicho que estaba casado. Esta misma tarde ha estado dándome por el culo, mientras usted pensaba que estaba trabajando.

Se cortó la llamada. Krista no sabía si fue ella o la otra mujer. Apretó el teléfono contra la sien. Ojalá fuese capaz de volarse la cabeza con él, pensó. Ojalá existiesen teléfonos explosivos que detonasen antes de comunicar una noticia demasiado terrible. Los teléfonos no explotan pero lo hacen nuestros cerebros. El de Krista estaba ahora vacío, sin vida, escuchando ecos y un chisporroteo. Miró desvalida la cama impoluta. Pasó la mano sobre ella, buscando instintivamente alguna nueva arruga, pero no la había. Soltó entonces un grito de sirena de ambulancia. No se había sentido tan humillada ni castigada en su vida. Lo peor de todo es que su esposo, el hombre que acababa de embarazarla, no estaba allí para dolerse a su lado y consolarla porque aún permanecía en la casa de esa otra mujer con la que le engañaba.

 

lomography

Recogí a Ismael en la estación de Helsinki, donde había dejado sus pertenencias en uno de los casilleros que se alquilan por 24 horas. Me había preguntado si sabía de alguien (y por ese alguien se refería a mí) que le dejara pasar un par de noches bajo su techo. Krista me ha echado, resumió. ¿Otra vez? Estuve a punto de objetar. Otra vez, respondió él por mí.

Una española con la que se acostaba (me enseñó una foto en la que posaba haciendo un gesto obsceno con la mano), se había encerrado con su iPhone en el baño y había llamado a su mujer, se lo había contado todo.

—Cuando regresé, Krista se me echó encima, me arañó toda la cara, fíjate en esto –tenía unas rojeces que le subían por el cuello hasta tocar casi el ojo.

 

Ismael no se mostraba avergonzado ni triste. Estaba indignado. Me pasó la mano sobre el hombro, como si me consolase por alguna cosa, asegurándome de que entretanto se arreglaban las cosas, nos lo íbamos a pasar muy bien. Tenía una larga lista de mujeres despechadas ansiosas por darle la oportunidad de un nuevo revolcón. El problema de Ismael es que se enamora momentáneamente de todas las chicas que conoce, se entrega a ellas y con la misma rapidez las olvida. Percibe la vida a través del latido de unos muslos femeninos. Su miembro viril no es un instrumento de ese amor que busca (que encuentra y pierde simultáneamente porque no es amor) sino un cuchillo con el que asesta golpes contra la superficie de la carne, y en ese pandemónium, en la trastienda de esa relación violada, sigue sin encontrar lo que necesita.

Noe, Französischer Meister

Esa noche sacó una botella de ron nueva y la mezclamos con zumo de mango que es todo lo que tenía. Me preguntó si sabía qué hombre ostentaba el Guiness de la longevidad. Y yo le dije que Noé, el profeta que construyó un arca cuando Dios se arrepintió de haber creado al ser humano. Ismael creía que era Matusalén, llevaba diciendo lo mismo durante años y nadie le había corregido. Le pareció un dato importante, una señal de que llegaban vientos de cambio (al fin y al cabo Noé también fue un incomprendido, un viejo que anticipaba diluvios allí donde otros sólo pronosticaban buen tiempo). Escuchamos a Sabina y su canción “Y sin embargo” a modo de himno (Que no miento si juro que daría por ti la vida entera (…) Y sin embargo un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te engañaría con cualquiera). Nos hicimos confidencias en el ardor del momento que al día siguiente fingimos haberlas soñado. 


Ismael trataba de explicarme su naturaleza infiel, la boca abierta de sus pantalones follándose a todo quisqui.

—Lo entenderías si tuvieses novia, Miguel. Te crees que por estar con una mujer te cambia la forma de pensar, pero eso es momentáneo. Luego vuelves a ser el que eras antes. La gente no cambia, sólo se toma vacaciones de sí mismo.

Will Cotton

Hicimos planes lujuriosos: saquearíamos las discotecas y organizaríamos grandes fiestas en la casa. Luego le deseé buenas noches. Al pasar por la cocina a tomar un vaso de agua, él seguía despierto sobre el sofá, iluminado por el iPhone con el que tecleaba mensajes sin respuesta. La expresión de su cara era la de un hombre que se aventura hacia otro mundo y no sabe lo que puede pasar.

Ni el ron ni  Sabina volverían a repetirse. Nunca celebramos bacanales con un grupo de borrachas. Ismael salía para ir a trabajar y se hacía después una bola en mi salón. Comía una lata de atún con pan de centeno. Luego consultaba su teléfono. Me confesó que se fiaba de mí porque era el único soltero que conocía, quería decir que mi libido no estaba por los aires como el de aquellos que se aburren con su pareja. Todos esos latinos con sus finlandesas plegadas debajo del brazo siempre quieren más. Uno de sus mejores amigos le había pedido permiso para salir con Krista ahora que no estaban juntos. Me lo dijo de forma en que parecía a punto de llorar, pero Ismael nunca ha llorado enfrente de otro hombre.

Pasó una semana. Su mujer le contó que estaba embarazada pero que no quería tener su hijo, y como abortar es un pecado, le pedía Dios que el niño naciera muerto.

—Ismael, ¿no quieres dar un rato esta noche? Es viernes.

—No, ya me cansé de estar con putas. Quiero estar con una mujer de verdad, como mi esposa.

Al regresar a casa, a las seis de la mañana, me lo encontraba dormido con el iPhone en la mano, como si fuese su sonajero. Me acordé de esa vieja broma donde se dice que el teléfono nos mantiene conectados con todo el mundo excepto con nosotros mismos. Podía habérselo quitado de las manos y arroparle con la manta hasta la barbilla, como hacen en las pelis norteamericanas cuando quieren demostrar la ternura paternal del personaje. Yo solamente apagaba la luz y vomitaba en el baño.

El lunes siguiente fui a cortarme el pelo. Unas chicas se habían burlado de mí diciendo que parecía llevar una fregona en la cabeza. Tenían razón. Pero Helsinki está llena de peluquerías con precios abusivos y yo quise encontrar la menos abusiva, es decir, una que operase casi en la clandestinidad, que pagara pocos impuestos, que atendiese a inmigrantes sin dinero, gente como yo que nunca tuvo futuro pero además va perdiendo su pasado.

Porvoonkatu

El barrio de Porvoonkatu respiraba pobreza, en otras palabras, autenticidad. La gente con menos dinero pareciera desentenderse de problemas elementales que a otros nos asfixian. No les obsesionan los sueños fabricados por televisión, saben que su situación no va a mejorar, que cada día que pasan en compañía de su pinta de cerveza, es el último. Me sigue gustando esa calle. Me recuerda a otras ciudades con más sol, donde siempre pasan cosas aunque no sean buenas. Lo importante es que pase algo. El aburrimiento opera como un lento suicidio.

No me había hecho falta ni hacer una reserva en el número que me había pasado Nicolás, un amigo boliviano que mantenía las distancias con Ismael. Quise dejar mi nombre pero la voz femenina, en un finés aún peor que el mío, tartamudeó preguntándome para qué.

Me costó encontrar la peluquería porque estaban pegadas unas a otras, con la misma oferta de precios, las mismas ventanas escaparates y los sillones giratorios vacíos en el interior.

Ella era un pajarraco alto, famélica, con gafas. Asentía a las órdenes en estonio de la mujer del mostrador. Preguntó cómo quería que me lo cortara y yo empecé con mis explicaciones imprecisas: lo quiero corto pero no tan corto, quiero que tenga forma pero que no deje de ser largo…

Siempre les advierto de mis entradas, que las tengo desde pequeño aunque nunca me crean. No quiero parecer que me estoy quedando calvo porque no es verdad. Yo creo que se están burlando cuando me lo oyen decir. Yo me burlaría. Ni yo mismo estoy seguro de la verdad a veces. En cuanto sentí el chasquido de las tijeras, dirigí a su reflejo miradas de advertencia. Ole varovainen, virolainen (ten cuidado, estonia), dije, por hacer un chiste y recordarla asimismo que estaba bajo continua vigilancia.

Desprendía un aura de mujer triste o de viuda y no decía mucho salvo para acompañar mis palabras con una risa educada, sosteniendo los rizos con la punta del dedo, cortando las puntas y amontonándolas en el suelo como un charco de culebras. Ihanat hiukset (bonito pelo), elogiaba al tiempo que me desprendía irrespetuosamente de la melena. Ihanat hiukset, compensando su falta de destreza, su forma torpe de agarrar las tijeras que seguían picoteando con avaricia. Varo, varo (cuidado, cuidado), la susurraba despacio. Aquella Dalila podaba mi cabeza como si fuese su propio jardín. Coños y tijeras, coños y tijeras.

Al terminar, le pasó lo mismo que a todos los profesionales del ramo cuando se obstinan en que uno presente peor aspecto del que vino, cepillando mi pelo, dibujando una raya a un lado de la cabeza a pesar de que mis rizos no toleran su disciplina. Se untó la mano de gel. Ihanat hiukset. Sí, yes, basta, gracias. No podía comprender que yo me peino despeinándome, con mi propia desesperación, que los lectores prefieren mirar la fotografía de un tipo con aspecto montaraz que la de un adulto con cara infantil, de papada temblorosa, que se está quedando calvo, mejor dicho, que sólo lo parece. Mi personalidad fabricada, mi pose algo descarada y camorrista se había venido abajo, junto a mis guedejas.

Hace años, una chica sueca me había tomado una foto en la cama. Dijo que parecía un dios griego. Por entonces solía ir a un gimnasio, cuidar mi alimentación y llevaba el pelo por debajo de los hombros. Me enseñó la foto. En ese momento pensé que era verdad y me sentí orgulloso porque los dioses griegos no solamente somos apuestos sino unos auténticos sementales. Nos quisimos poco tiempo pero con mucha intensidad, la sueca y yo. Me pasó la fotografía pero quién sabe dónde andará. Esa tarde fuimos al Parque de Retiro en Madrid, con la fantasía de hacer el amor en la hierba, ocultos bajo unas chaquetas. No pudimos porque había demasiados niños jugando al fútbol. Nos imaginamos que eran nuestros y llevábamos años repitiendo el mismo picnic en verano. Pero por entonces yo me creía una persona con porvenir. Ahora soy un tipo feo que lleva varios años de excedencia emocional, sin involucrarme con nadie, sensible y temeroso de romperme cuando las cosas salgan mal –y siempre salen mal, prometido—. Eso es lo que veía en el espejo de la peluquería, una versión de mí mismo envejecida y miserable, otra clase de Ismael con peor suerte.

Narciso, Gyula Benczúr

Hubiese abofeteado el espejo (o mi rostro atrapado en él). La cara redonda de ese tipo débil y secretamente timorato. ¿Habría engordado la sueca? ¿Tendría hijos? ¿Sabría ella dónde guarda mi foto de dios griego?

Forcé una sonrisa para que la peluquera estonia no advirtiese mi expresión de desilusión. Salí a la calle, esperando a estar unos metros más allá, a doblar la esquina, (no me gusta herir los sentimientos de nadie), antes de deshacer minuciosamente el peinado ridículo. Los dedos se quedaron viscosos pero había valido la pena, confirmé arrodillándome junto al retrovisor de un auto.

La policía se presentó en el parque de Lenin, que ocupaban unos borrachos echando la siesta. No molestaban a nadie (en realidad no había nadie más que yo) pero le estropearía las vistas a alguno de los vecinos de los pisos más altos. Se los llevaron entre solemnes y hastiados.

Haciendo honor al espíritu del parque, de delaciones y arrestos, extraje de mi cajetilla de tabaco la mitad que me quedaba de un porro. Lo fumé fervorosamente, expulsando la pelota de humo aromático contra los árboles huesudos. Así como las peluquerías, la droga es más cara en Finlandia. Veinte euros el gramo si no tienes un amigo camello. La marihuana infaliblemente mala que venden en los aledaños del Exodus,  lograba esa tarde que fuese capaz de reírme de todo. De todo.

Era tiempo de manzanas. Se oía el ruido seco de los frutos suicidándose. Los hippies recogían las manzanas, las vendían, las regalaban o hacían pasteles, según el ánimo. Los parques huelen a sidra en otoño.

Estaba solo. Lejos de mis familiares, de mis amigos, sin la melena que ayudaba a disfrazarme, pero había estado aún más solo otras muchas veces. Hice un balance de mi carencia de bienes materiales y confort físico. Algún día tendría que invertir en algo, apostar por el mañana. Quizás sea un reaccionario de los que piensan que sin hijos uno no tiene una familia y sin familia no hay necesidad de preocuparse por el futuro. Yo no era diferente de esos tipos de Porvoonkatu, que se vestían con ropa vieja y comían pizza diariamente.

Desesperado, quizás por un efecto secundario de la marihuana, quizás por la imagen de Ismael mirando la pantalla del móvil, entré de regreso por la puerta de la peluquería donde las mujeres se me quedaron mirando como a un fantasma. Me acerqué a la chica que había cortado mi pelo, atravesando con la mirada las lagunas de sus lentes y su ligero estrabismo, hacia ese lado dormido de su alma, intentando que identificara nuestras mutuas desesperaciones. Los dos éramos extranjeros con un mal día que se había prolongado por espacio de muchas noches. Las yemas de sus dedos recibieron una caricia involuntaria por la proximidad de mi mano tendida. Yo repetí mi nombre. Le pedí que saliera conmigo esa misma tarde. Ella dejó la mirada perdida en mi pelo. Creo que le hubiese gustado seguir cortándolo.

Hiusstudio SaMa

Helsinki, 21 de octubre del 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

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NANA DE LA ISLA MISTERIOSA

Lynne Sachs Your day is my night

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Mi abuelo murió luchando. Algunas noches despertaba afiebrado por el cáncer y gritaba que no quería morirse como podía hacerlo un niño para encontrar los brazos de su madre al final de la pesadilla. Mi abuela nos lo contó después del funeral y a mí, que tenía doce años, me pareció una revelación terrible.  Murió luchando, nos dijo mi padre, intentando corregir la versión de sus últimas noches. Murió como un Haapanen. Y ese es el mantra que me repito mucho después, con mi hijo en el regazo, que tose, protesta y se niega a capitular aunque los médicos le hayan desahuciado.

Narelle Autio

Yo era bueno buceando, hasta donde recuerdo era el mejor de mi pandilla de amigos. Ellos echaban carreras a nado para ir de la orilla hasta la isla que hay en medio del lago, una isla solitaria que reaparece en verano y se sumerge a partir del otoño. La Isla Misteriosa, la llamábamos en recuerdo de los libros de Enid Blyton. Mis amigos, decía, echaban carreras hasta la isla y yo pasaba por debajo y veía sus piernas chapoteando histéricas, como gallinas intentando volar. Les adelantaba suavemente, sin hacer ruido (o haciendo el poco ruido que puede percibirse dentro del agua, el de las burbujas saliendo de mi nariz). Iba dejando atrás el eco de sus golpes torpes y me olvidaba de que no podía respirar, de que tampoco yo pertenecía a ese elemento. Porque cuando buceaba, lo dejaba atrás todo, hasta el recuerdo de mi abuelo gritando que no se quería morir. Llegaba el primero a la Isla Misteriosa y me adentraba por ella descalzo. Era, por algunos momentos, su único habitante. Me mimetizaba con sus árboles, con las ortigas de la espesura, con las lombrices de la tierra; yo no era persona, ni ave, ni pez, era isla.

Herbert Bayer

Si mi hijo hubiese conocido a mi familia entonces, habría pensado que éramos felices. Éramos de lo más normal: con dos hermanas peleonas, una madre responsable y una figura paterna distante pero afectiva. Podría decirse que estábamos llenos de posibilidades. De hecho, puedo recordar la fecha en que todo empezó a estropearse. Estaba sentado o más bien echado en el sofá de papá, con la cabeza de Jenna reposando sobre mi estómago, y mirábamos la televisión. Era octubre de 1986. Me acuerdo porque los componentes de Dingo anunciaban la separación del grupo. La chica que los estaba entrevistando parecía a punto de echarse a llorar, pero con su agitación sólo transmitía la respuesta emocional del país. Nos sentíamos como debieron hacerlo nuestros padres con la disolución de los Beatles. Y entonces algo en la química de mi cuerpo cambió.

DINGO

          Jenna y yo, 1986. (Dailymail Reporter)

Hasta entonces todo había salido bien y resultaba aburrido. Jenna era mi novia de toda la vida. Daban por hecho que nos casaríamos pronto. Pero si  Pertti Neumann era capaz de dejar atrás un grupo como Dingo, una estabilidad como Dingo, yo también estaba en disposición de abandonar a Jenna y abordar mi propia ambición en solitario. Y así fue. En 1986 pasé a ser otra persona. Por lo demás, no era el único, todo el mundo corría hacia algún lado. Todo era transitorio, todos estábamos de paso. Era una época turbulenta. Escribíamos postales que se acababan perdiendo. Viajé mucho, a veces ya ni me acuerdo de cuánto viajé. Iba dispersándome en trabajos poco remunerados y curiosidades cada vez menos necesarias.

 

Me enamoré de Luisa, una inmigrante argentina. Nos conocimos en el guateque de alguien. Luisa había estado presumiendo de haber probado todo tipo de drogas y de haberlo hecho todo. Según ella, me escuchó decirle:

 

—No importa a dónde se vaya, seguimos trazando los mismos círculos en la vida.

No me imagino diciendo algo así. Ambos estábamos borrachos. Así que Luisa cayó bajo el embrujo de una frase que podía haber dicho cualquiera menos yo, y se vino conmigo. El hechizo le duró dos años. Un día se despidió de mí. Por entonces llevaba gafas de sol incluso en los días nublados, para que nadie le viese los ojos estropeados por sus desvelos drogadictos. Dijo que ya era hora de empezar algo verdaderamente suyo. Que el amor es un contrato que vence a los dos años.

—Dos años es mucho tiempo, me dijo—. Una crece, se desarrolla y muere en dos años. Por eso tengo que irme.

Nan Goldin

Y lo hizo, sin darme tiempo a reponerme de la sorpresa. Yo no sabía que estaba embarazada, y que ese proyecto suyo era nuestro hijo, que no quería compartir conmigo. Dejé que se marchara. Tenía muchas razones para hacerlo. Una amante, por ejemplo, una chica de Karelia, que trabajaba de cajera en el supermercado al que íbamos. No creo que Luisa se haya enterado nunca, pero ese no es el caso. Luisa se fue a seguir trazando sus círculos de descontento, creyendo que cuanto se distanciase de su hogar, más a salvo estaría de sí misma. Y yo corté con la chica de Karelia muy poco después, porque quizás estar solo era lo que merecía y necesitaba.

Pertti Neumann, solista y compositor de la mayoría de las canciones de Dingo, nació en Pori, tres años antes que yo, en una calle adyacente a la mía. Me gusta pensar que Pertti y yo nos cruzamos muchas veces sin saberlo. Que los dos llevábamos melena rubia y salíamos a pasear por las playas de arena fina de Yyteri. Que los dos nos enamoramos y fuimos rechazados por las mismas chicas. Pertti trabajó lavando platos, llevando cartas y limpiando. Luego se hizo marino. En cierta manera así también fue mi vida, sólo que Pertti compró con sus ahorros un micrófono y un altavoz y se hizo famoso.

Pertti Neumann

En 1994 Dingo reapareció en las discográficas pero no era lo mismo. Ninguno de los que les escuchábamos éramos los mismos. Luisa tenía razón y el amor tiene una fecha de caducidad. Perdí la pista de Pertti, que jamás se sobrepuso a sus años en Dingo.

Pertti Neumann afirmó en una entrevista que sus canciones le fueron inspiradas por una sirena. Yo he buscado la fuente infructuosamente. Cierto o no, da igual, a mí me parece una explicación maravillosa. La música nace del canto de una sirena, así como nosotros nos realizamos a través de las nanas de nuestras madres. Sirenas y madres, mujeres imposibles porque jamás dejarán que nos fundamos de vuelta con ellas para amarlas completamente. Supongo al chaval que fue Pertti limpiando la herrumbre del casco, pintando, ayudando en la cocina, o mirando desde la cubierta el mar de todos los días, el mar que los demás han aprendido a ignorar, y en el que ve algo que nadie más es capaz de ver. Y entonces toma una decisión que le cambiará la vida cada minuto después de ese instante, sólo que él todavía no puede saberlo.

Nan Goldin

A veces conducía una hora para ver a mis padres. Mis dos hermanas se habían ido a vivir al extranjero y sobre mí recaía la responsabilidad de echarles un ojo. Mi padre, que era un hombre duro y callado, andaba ahora con ataques de nostalgia y se le nublaban los ojos:

—¿Te acuerdas de niño cuando querías ser Tex Willer? Todavía te guardamos los cómics, por si aún te apetece leerlos. O para cuando tengas un hijo.

Tex Willer por Gian Luigi Bonelli y Aurelio Galleppini.

Se ponía en un plan imposible. Yo no tenía hijos y tampoco una pareja; en cambio, mis hermanas, que enviaban e-mails con fotos adjuntas apoyadas al costado de su nuevo Audi A6, no se quedaban en cinta porque estaban demasiado encaprichadas de su figura y del dinero. Los maridos de ambas son los típicos empresarios alemanes que sueñan con una jubilación anticipada en las islas Canarias. Mamá no decía nada, no quería nada, no esperaba nada de ninguno. Constituíamos cuatro amargas decepciones, porque también incluía a mi padre. Vivía dedicada al huerto y a segar la hierba del jardín. Hace dos semanas le pidió a mi padre que cortara con la sierra eléctrica el balancín en el que jugábamos de niños. Estaba ya viejo y despintado pero mi padre de cuando en cuando reemplazaba las maderas podridas por otras nuevas. Ese balancín iba a ser parte del legado generacional que iban a recoger nuestros futuros vástagos. Los sueños de todos empiezan a morir.

Mi hijo había cumplido doce años cuando lo encontraron desmayado, humeando sudor. Luisa, que estaba rehabilitándose, fue de una consulta de médico a otra. Hasta que las caras ensombrecidas se negaron a darle más esperanzas. El corazón del niño no era lo bastante fuerte y su tiempo se había terminado. Entonces Luisa lo secuestró del hospital. Fue una tontería. En el camino se dio cuenta de que no tenía fuerzas para verle morir, que necesitaba un chute más que cualquier otra cosa.

—Iba a devolverlo de nuevo al hospital pero me acordé de ti, y pensé que al menos deberías conocerle. ¿Quieres que te diga cómo se llama?

No, no quiero, le dije telepáticamente, mientras entrábamos en el desorden de su casa. Odiaba a Luisa por haberme negado esos doce años con él, pero sabía que el destino de ella iba a ser más terrible a partir de ahora, así que la besé en la coronilla y me fui hasta el dormitorio donde se escuchaba el silbido de una respiración. Me entregó a mi hijo para que por lo menos sintiera la levedad de su peso. Luisa se quedó sólo un instante bajo el quicio de la puerta, mirándome acunar a nuestro hijo; después se dio la vuelta y fue al salón.

Käthe Kollwitz Schmidt

Y aquí estoy con mi hijo, a oscuras, como si fuese una cita secreta. Seguramente no puede oírme ni yo sé qué decirle.  Sólo me quedaba contarle una cosa antes de que sus ojos cerrados se cierren de verdad, hacia dentro: la historia de cómo no me convertí en Pertti Neumann, o de cómo dos hombres pueden llevar vidas paralelas y perderse en abismos diferentes.

¿Y por qué no soy Pertti Neumann o Tex Wyler, ya que nos ponemos?

Pienso en estas cosas y en muchas otras mientras reposo mi cabeza sobre la frente mojada del niño, que tiene los pulmones encharcados y se ahoga poco a poco. Puedo sentir sus latidos débiles a través del pijama, marcando un ritmo triste y pausado contra la palma de mi mano. Son esos latidos como las burbujas que salían de mi nariz cuando buceaba hacia la Isla Misteriosa. Y esta noche, mientras cierro los ojos, lucho al lado de mi hijo contra la tristeza de verlo morir.

Ya no buceo, pero antes buceaba. Mi hijo y yo hemos emprendido un nuevo viaje submarino, que vamos a continuar contra todo pronóstico. Dejaremos atrás el dolor y los días en el hospital, seremos los  primeros en llegar a la Isla Misteriosa donde plantaremos nuestra bandera para que nadie más la invada, y cuando en agosto regresen las lluvias y en noviembre el agua cubra la copa del último árbol, nosotros resistiremos, no como personas, ni aves, ni peces, ni como estúpidos Haapanen que acaban muriéndose en trance de pesadilla. Regresaremos de debajo del agua, donde sólo se escucha el canto de las sirenas de agua dulce, que son las sirenas más hermosas y cantan canciones que no envejecen ni pasan de moda. Duerme, pequeño mío. Despliega los brazos, siente el soplo fresco del agua. Ya tú, igual que yo, estás transformándote en isla.

Narelle Autio

Helsinki, 04 de julio de 2011

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

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Caída libre

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Caída libre {cortometraje}

“Caída libre es un vuelo sin motor, un aterrizaje forzoso desde las cumbres del éxtasis hasta las simas del olvido, la costumbre y el desamor. Caída libre es un corto rodado por un grupo de guerrilleros del cine dispuestos a hacerse oir aunque en el camino queden los cadáveres de los sueños, las esperanzas, los triunfos pero se mantengan los de la dignidad, el buen trabajo, la resistencia.”

—Miguel Ángel Martín Maestro

Miguel Ángel Martín Maestro. Nos hacemos un cine y Revista Rambla

Narrada como una especie de fotonovela de los 70-80 pasada por la noche londinense de Winterbottom en Wonderland y maquillada con un poco de luz hongkonesa marca kar Wai, Caida libre es el encuentro y desencuentro de dos parejas a las puertas de los desaparecidos cines Roxy de Madrid, en el que la selección de la película a ver es una metáfora del desencuentro de los componentes de cada pareja. El suburbio de los sentimientos sale a la luz pero sólo de forma mezquina y cobarde, en forma de voz interior incapaz de mostrarse al otro, a sabiendas de que esas relaciones han acabado hace tiempo.

En el crudo invierno no queda ni calor, ni rescoldo para avivar unas brasas que se han dejado consumir, el cine ya no es cine pero es cine, y el amor ya no es amor pero sigue existiendo. La belleza en el tratamiento de las imágenes y la selección de la música envuelve el trabajo del colectivo inundando de melancolía y derrota las imágenes y el texto. Podía haber sido un poema visual pero han decidido transformarlo en crítica personal y social. Mejor, mucho mejor, en este país y en este momento no estamos para sentimentalismos sino para sentir desde las tripas y mezclar amor con cine sólo produce una caída libre.

Leer más: Revista Rambla y Nos hacemos un cine

“El vértigo y la náusea de amar y vuelta empezar… El amor es el demonio.”

—Maria Cañas

“Técnicamente brillante. Una voz de narrador convincente. Una historia que va a más.”

— David G. Panadero

“Aparenta un texto puramente literario cuyos límites se disuelven en el lenguaje de las imágenes, en el montaje, que fija un paisaje humano, multitudinario, y la inserción de los personajes en él, como si fuera una novela gráfica llevada al cine casi literalmente (¿un guiño?). Al menos a la puerta de un cine.”

“Sólo uno de los personajes, Fran, aunque tiene una perspectiva tan egocéntrica como los demás, aporta algo sustantivo a la relación, pero parece buscarse un pretexto en forma de misión protectora. Los demás “consumen” pareja, los objetivos son diversos (procreación, intensidad…). Lo quieren ahora, lo quieren ya, gozar casi todo en un instante permanente, valga el oxímoron. Si no estuviera tan manido el término de Bauman, y con toda la resignación por mi parte al enunciarlo, estaríamos presenciando la consumición (consumación) de esos amores líquidos”.

—Rogelio López Blanco

“Ahí dentro está lo mejor de la vida, y lo peor. Pero sólo estás realmente vivo cuando estás ahí… Luego… bueno, luego la planicie, o el páramo, y la auto-ironía, si se puede. Excelente.”

— Karmelo C. Iribarren

“Un excelente vídeo sobre el amor, la bipolaridad y el desengaño.”

— Rafael Narbona

Caida libre marina guiu

Cartel de Marina Guiu. Pulsa sobre la imagen y visita su web.

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

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EL DÍA DE LA INDEPENDENCIA (ITSENÄISYYSPÄIVÄ)

Edvard Isto

Por Miguel Cristóbal Olmedo

I

Noventa y seis años después de que Finlandia se independizase de Rusia, Helmi llegó a la capital, tras seis horas de viaje, donde no había nadie para recibirle en el andén. Su hermana Krista se disculpó en el teléfono porque le había surgido un problema del que hablarían luego y que “no podía saber mamá”. Sonaba diferente, como si hablase del interior de una escafandra. Y se escuchaba un eco de otras voces.

Helmi tiró de la maleta. Bajo el caparazón de su macuto parecía una vieja. Las ruedas se cubrieron de nieve cuajada, giraban con desgana. Los pasajeros con los que había compartido el vagón, miraban hacia el interior de las ventanillas del tren, como si quisieran cerciorarse de que no olvidaban algo, buscando únicamente su propio reflejo en los cristales. Nadie se ofreció a ayudarla con un equipaje que abarcaba también un casco y la vieja bicicleta de carreras, regalo de su padrastro en un pronto de buen humor.

Helsingin rautatieasemalta

—Pero cuida bien de ella que es la Mercedes de las bicicletas –le dijo muy serio, incapaz de acabar una frase sin que hubiese una reprimenda implícita.

Tenía el sillín agujereado, los hierros oxidados y los frenos apenas respondían.

No había estado en Helsinki desde niña, y ahora, con su trastorno bipolar recientemente diagnosticado se sentía como otra persona. La diversidad de la gente era lo que más le llamaba ahora la atención. Las chicas vestían con uniforme de fiesta debajo de los abrigos. Los chicos eran modelos de gimnasio en comparación con la gente de Haapajärvi, que se echaba a perder a base pulla (pan dulce), salchichas y cerveza barata. En Helsinki la gente andaba intentando demostrar algo. Coches, bicicletas, autobuses, tranvías verdes y amarillos hacían surfing sobre la nieve. Había presidentes esculpidos en  piedra a los que tomaban fotos un grupo de asiáticos sin que supieran realmente quiénes eran. Helmi sentía una especie de hambre por todo y por nada, que no era hambre sino ansiedad. Más que preocuparse por el aspecto de sus botas, le apetecía saber hasta dónde podían llevarla.

Asta Pasanen / Miguel Cristóbal Olmedo

Krista la brindó un abrazo con la mitad de su cuerpo y se dieron unos toques suaves en la espalda. Iba arreglada como si fuese a una entrevista y hablaba atropelladamente. Helmi intuyó algo así como una amenaza en el interior de la casa: dos muchachos, que asomaban fugazmente por la puerta entreabierta del dormitorio de Krista. Estaban llenando unas maletas de ropa y habían alzado la cabeza al unísono.

—Ven, te presento. Él es Ismael y ése de aquí…

—Miguelle ayudé a recordar. Me acerqué a Helmi para besarle en la mejilla y ella echó la cabeza hacia atrás, estupefacta.

Krista se rió, encantada de explicarle nuestras bárbaras costumbres latinas. La llevó aparte del brazo, le contó en finés que Ismael era su marido, pero no había ningún problema en absoluto porque se estaban separando. Helmi necesitaba escuchárselo decir una vez más mientras Krista asentía con los ojos colorados recordándola que ese era su secreto.

—¿Y sabes otra cosa? ¡¡Vas a ser tía!!se tocaba el vientre, completamente plano.

Helmi no sabía qué tenía de bueno dar a luz, en esas condiciones, al hijo de Ismael, ese chico moreno, con la cabeza casi rapada, que las miraba a las dos de forma un poco obscena.

Nan Goldin y Jon Estwards

Le mostró su cuarto, que ya disponía de cama y armario, y le dijo que descansase un rato mientras ella atendía a los otros. Helmi escuchó que se cerraba la puerta del dormitorio, advirtiendo risas y una pestilencia que no la recordaba a nada que hubiese olido antes. Arrojó la ropa a puñados en varios cajones. Salió al pasillo. Se acercó cautelosa al dormitorio de Krista. Iba a preguntarle algo que olvidó al segundo siguiente cuando yo abrí la puerta y me la encontré con la oreja pegada. Le ofrecí una calada a mi porro, sin poder dejar de valorar si me gustaba sexualmente o no. Krista me empujó a un lado.

—¿Cómo le puedes dar eso a mi hermana?Estuvo a punto de abofetearme—. ¡Ya es hora de que os larguéis!

La habitación, pese a tener la ventana abierta, estaba llena de humo y saltó la alarma de incendios del techo.

Helmi se llevó la mano a los oídos, horrorizada de que esos pitidos se quedasen para siempre incrustados en su cabeza.

—¡Estáis asustándola!gritó Krista, fuera de sí, como si Helmi fuese un gato. Ismael se sacó la camisa y la agitó en el aire, tratando de ventilar la casa, mientras Krista empujaba su cuerpo musculoso hacia la salida. Guardé el porro humeante en el bolsillo, traté de aproximarme a Helmi y pedirle disculpas, aunque no supiera por qué, pero Krista se interpuso, escupiendo amenazas.

Alison Scarpulla

Escapamos a trompicones, yo con la risa floja, con ningún motivo para ello.

—¿Pero qué le pasa a esa gente?le dije—. Jodida familia de locos. Haces bien en desaparecer de allí.

Pero cuando llegamos abajo nos dimos cuenta de que nos habíamos dejado el resto de la marihuana. Ismael pidió que subiera yo porque sería “menos conflictivo”. Le enseñé en vano la mitad de colilla que aún podíamos compartir. Volví a tocar la puerta de la casa de Krista deseando que no se molestase en contestar pero la muy canalla me abrió, recibiéndome con su mirada altiva, que es como siempre dicen en los cuentos, dando a entender que era hermosa e inaccesible.

—¿Y ahora qué?

—Nos hemos olvidado el resto de…

Me sentía como alguien que se acabase de duchar con el agua de la lavadora.

—Aquí no hay nada más. Si volvéis, llamo a la policía.

La creía. En Finlandia los vecinos resuelven sus diferencias denunciando a los otros desde la cobardía de una llamada de teléfono. Ismael y yo permanecimos fuera, temblando de impotencia o frío, escupiendo el humo contra su ventana.

—¿Por qué quieres fumar eso, hija de la gran puta? ¡¡Si envenenas a nuestro hijo, Dios no te va a perdonar jamás!! —Ismael la gritaba a través del doble cristal y probablemente no sonásemos más alto que un murmullo.

Una mano se asomó y dejó caer a nuestros pies la bolsa hermética de plástico sólo con la mitad de la marihuana que nos correspondía. Pero algo es algo y le dije a mi amigo que lo olvidara, que fuésemos a casa, y dije “casa” como si me refiriese a la suya y a la mía, advirtiendo con preocupación su equipaje, que iba creciendo en uno de los rincones del salón y pronto iba a desalojar una televisión vieja y enorme que había conseguido por 20 pavos, de segunda, tercera o quinta mano (una televisión tan pesada que había desintegrado las ruedas de las patas de la mesa).

Memorablia of yesterday and today

II

Krista regresó con su hermana, que ya parecía encontrarse mejor. La preparó un café y comieron una rebanada de pan de centeno con margarina. Krista se echó a llorar y le dijo que no sabía por qué su vida estaba descarrilando de golpe. La pidió que orasen juntas pero Helmi se sentía incapaz y en su lugar pusieron uno de los cedes que había traído de casa.

Unos años atrás Krista y Helmi solían escuchar música juntas. Helmi se escabullía de su cuarto por la noche y se sentaban juntas en la cama. Entretanto Krista iba pasando las páginas de su álbum de conciertos. Le mostraba los chicos que asistían y los músicos que lucían mejor pelo. Esa era una de las pocas cosas que las hacía sentirse miembros de la misma familia. Krista pasó un periodo de ofuscación cuya única alegría descansaba en los conciertos que organizaban en Nivala, a treinta kilómetros de la casa de su madre. Visitaba grupos emergentes, que coqueteaban con el rock glam, se vestían como Bowie y Marc Bolan en los 70 y sonaban como Poison en los 90. Ya en casa, flotando en una nube eléctrica, le contaba los pormenores de la expedición, la potencia vital que emanaba de cada canción. Helmi heredó la afición por la música en directo de Krista y también su canción favorita, After All, del primer álbum de Negative, una banda de Tampere de la que ambos se consideraban fan. Esa tarde la volvieron a escuchar y Krista le contó cómo le había robado un beso a Jonne, su solista andrógeno, horas antes de que subieran a tocar. La banda había pedido una hamburguesa doble. ¿Y a qué había sabido su beso? ¿A carne de vacuno con pepinillos y kétchup? Krista no lo recordaba aun cuando era una hazaña de la que había presumido con otras amigas.

Encendieron una vela blanca y otra azul, porque juntas conjugaban los colores de la bandera finlandesa, y las dejaron al pie de la ventana, tal y como su madre y su abuela Elina hicieron antes que ellas para celebrar el día de la Independencia, su Itsenäisyyspäivä. También era para Helmi la primera vez que estaba en otra ciudad sin la supervisión de un adulto, porque Krista —ahora Helmi lo sabía—no era ningún adulto.

—Me alegro de que estés aquí. Si quieres mañana podemos visitar a la abuela. Ahora descansa un poco. Nos vemos en un rato.

Esa tarde Helmi leyó alguno de los poemas solitarios de Märta Tikkanen y se tomó una pastilla de Ibuprofeno porque solía acostarse con un dolor de huesos que los médicos desdeñaban asegurándola que no le pasaba nada. Imaginarios o no, son dolores, pensó. Y un dolor imaginario es muchísimo peor.

Sostuvo una conversación ficticia con su tío Pekka, que vive en Jyväkylä y de cuando en cuando asoma a su vida. En ella le contaba todo lo que había sucedido mientras él se paseaba por la habitación sosteniéndose la barbilla con una mano.

Helsinki / Jamie Harley Alcoholic’s Hymn Koudlam / Mondo Cane

—Bueno, Helmi, ¿qué quieres que te diga?incluso en su imaginación le veía borracho. Era difícil recordarlo de otra manera—. ¿Cómo puedes proteger a tu hermana mayor de sí misma? En esta familia tenemos la tradición de hacer mal las cosas.

Su tío se fue disolviendo, travestido en una visión femenina de tacones altos y falda de tubo hasta las rodillas. Era el sueño interfiriendo, tomando por asalto los andamios de su cabeza. El rostro de aquella mujer sentada en una silla de hospital irradiaba bondad, como si estuviese maquillada con pan de oro.

Boris Pelcer

—¿Eres la Muerte? —dijo Helmi.

—No, soy tu psicóloga de Haapajärvi.

Helmi la empezó a reconocer:

—¿La misma que me diagnosticó una depresión?

—Helmi, cariño, tan típico de ti. ¿Podemos enfocarnos en lo positivo? Veamos, ¿en qué estás pensando? –le dijo ella, arqueando una ceja dibujada.

—En mi hermana Krista y… en el fin de la galaxiacontestaba Helmi, arrepentida.

—¿Y por qué piensas en eso si será algo que suceda en mucho tiempo? ¿Si ni siquiera llegarás a verlo?

—Porque sucederá. Porque eso quiere decir que todo tiene una fecha de caducidad y hasta lo que damos por supuesto también dejará de existir.

—¿Te asusta morir?

—No. Me asusta que todo lo que conozco se acabe aunque yo ya no esté. También lo que no deba acabarse, lo que damos por supuesto que debería estar siempre allí. Me asusta saberlo con tanta antelación y que a nadie más le importe.

—Todo el mundo tiene “esa clase de pensamientos” alguna vezlo decía como si pensar en cualquier otra cosa fuese más sensato.

A Helmi, es cierto, no le importaba morir. Pero le importaba que su madre muriese. Que el amor de su madre por Helmi se apagase definitivamente como se había apagado el amor de su padre en una época remota, a causa de la botella. Pensar en eso le llenaba los pulmones de carámbanos de tristeza y frío. El pitido en los oídos le llegó así, reflexionando desde la oscuridad del dormitorio que es el equivalente a la oscuridad y el vacío monstruoso del universo. Y si no hubiese sido por el pitido, jamás hubiese descubierto que era bipolar.

Su enfermedad, al principio, no le había parecido tan terrible. ¿No era este el mal de los artistas? ¿No la había padecido Kurt Cobain? ¿Y quién no sacrificaría gustosamente una porción de cordura para ser Cobain? Ella, sin embargo, no sabía tocar la guitarra ni cantar ni había descubierto algo que le atrajera demasiado. Helmi sólo era una chica con una enfermedad mental crónica y no encontraba en ello un ápice de glamour. Su vida oscilaba entre la depresión y la manía, la bilis negra y la bilis amarilla, entre la melancolía y la rabia.

Alison Scarpulla

Y ahora Helmi flotaba en una galaxia de cadáveres y soles apagados, preguntándose por el sentido último de la existencia, tanto porque se acabe como porque no se acabe nunca. Ambas soluciones le producían vértigo. O bien la eternidad le robaba el sentido a la existencia o todo estaba condenado a desaparecer y entonces la alegría era finita, el amor de su madre era finito y eso tampoco le parecía justo. La vida no es ni una cosa ni otra y por eso no hay manera de entenderlo. Helmi sólo se tenía a ella misma, que es como decir que abrazaba su propio infierno.

La psicóloga meneaba la cabeza como solía hacer realmente cuando estaba en su consulta de Haapajärvi y estiraba sus brazos largos, sus piernas largas, los dedos largos de la mano eintuía Helmi— los dedos largos de sus pies, y movía sus labios haciendo playback con la voz de Kate Bush cantando Moments Of Pleasure:

Just being alive

It can really hurt

And these moments given

Are a gift from time

—Vamos, Helmi, ánimo. Estamos en el día de la Independencia. Toma la vida a sorbos, no acabes la botella de golpe, porque sí, se va a acabar en algún momento, pero pensar más en ello o menos no va a cambiar las cosas. Puedes paladear cada trago o renunciar incluso a eso. ¿Verdad, Kate?

Y Kate Bush seguía cantando desde la omnisciencia de lo que ya era un sueño en toda regla, en donde Helmi se proyectaba en la psicóloga y no era consciente de sí misma ni de su propia agonía.

III

La tarde del Día de la Independencia Ismael salió para la casa de unos amigos suyos que le ayudaban a sobrellevar su posible divorcio, y Nicolás, el boliviano, me negó su compañía en esa noche golfa que tanto ansiaba, porque se iba a quedar con su mujer, su hija y sus suegros en casa. Parecía a un plan espantoso. Liliana Andrea me llamó con una tarjeta que había comprado desde la cantina de la prisión. Era una amiga con la que había bailado, nos habíamos besado y poco más, pero ella también había intentado matar a un hombre (al único hombre que se espera que quiera matar una mujer: su propio marido) y la tenían encerrada, en espera de juicio. Siempre es extraño hablar con alguien que está entre rejas (con la coña agregada de que te llamen desde la cárcel en un día como ese). Es como conversar con un personaje de película. Me pidió que buscase por ella a un ex amante que tenía en Colombia, y cuando dijo su nombre me estremecí porque también sabía que era un asesino a sueldo. Le pregunté si estaba segura pero no añadí nada más porque sospechaba que la llamada estaba siendo supervisada por algún funcionario. Sí, exactamente como en una peli de espías.

Sibérie /Joana Preiss

Debido a que el palacio residencial aún estaba en reformas, el Gobierno había trasladado la celebración televisada a Tampere. Por ese motivo, daban por bueno romper el protocolo habitual y permitían a las mujeres llevar vestidos más corto, servían vino en vez del ponche tradicional, sustituían el baile por un concierto de música clásica y empezaban más temprano para que los invitados tuviesen tiempo de regresar a Helsinki.

La ceremonia consistía en una recepción donde el presidente Sauli Niinistö, estrechaba durante dos horas la mano de todos los invitados, entre los que formaban parte diplomáticos, empresarios, artistas del año, veteranos de guerra, deportistas, vestidos todos como en una pasarela de moda. Los locutores se dedicaban a identificar a los invitados menos conocidos y hacer un breve comentario de su traje. Cada año tenía lugar algún pequeño escándalo. Uno de los más recordados seguía siendo el de los pezones de la cantante Jonna Tervomaa, a través de su vestido diáfano.

Sauli Niinistö Jonna Tervomaa

Helmi y Krista habían calentado varias bandejas de comida precocinada. Se preguntaban si el presidente Niinistö podía formarse una opinión de alguien con sólo un apretón de manos de esas entidades casi inexpresivas que desfilaban a ritmo marcial. Helmi estaba segura de que los solitarios como ella eran  personas con las manos muy calientes de guardarlas en el bolsillo para no mostrarlas.

La fiesta de después sólo era parcialmente televisada. No hay forma racional de explicar el interés de la audiencia finlandesa por esta ceremonia. Quizás sea su forma de espiar por la mirilla de la alta sociedad o una forma de relacionarse con su propia familia. Eso, precisamente, les pasaba a Krista y a Helmi, ilusionadas cuando el hermano de Jonne, el líder de Negative, apareció ante las cámaras del brazo de Katri Helena, la reina de la canción popular. Mantenían una conversación intermitente, poniéndose al día en la vida de ambas ciudades. Krista le narraba sin grandes detalles cómo le había seducido Ismael y Helmi le hablaba de la mascota familiar, Pörrö, una mezcla de terrier y spitz finlandés, que se estaba quedado ciego. El recuerdo de ese perro que les había acompañado durante parte de su infancia, producía en ambas nostalgias artificiales. Krista le recriminó que necesitase tomar pastillas para estabilizar su cabeza. Helmi estaba de acuerdo en que la medicación la transformaba en una deficiente emocional pero también la mantenía en cierto modo a salvo de sí misma, y por eso no la escuchaba, se giraba y la dejaba hablando con la hostilidad de su nuca.

—Vamos, Helmi, no te preocupes. Ahora más que nunca necesitamos cuidar la una de la otra.

Julien Loen

Quizás todo el tiempo Krista estuviese pensando en Krista, y por eso una semana atrás le había propuesto vivir con ella en la ciudad. Pero realmente no importaba. Estaban allí, ¿no? Y era verdad que se necesitaban.

—Hyvää itsenäisyyspäivää, Krista.

—Hyvää itsenäisyyspäivää, Helmi.

Fingieron su alegría. Krista imaginaba a su marido sodomizando de vuelta cualquiera de esas putas con las que se citaba en las discotecas; Helmi pensaba en esos sorbos breves de vida que terminan por no saber a nada y que de todas formas nos colocan en disposición de ver el fondo. La vida era cansancio para ella y la muerte quizás no era mucho mejor que la vida pero ya era otra cosa: quizás ese agujero negro que la iba succionando. Hermana con hermana tenían casi juntas las cabezas, como en los tiempos de antaño. Decían quererse y creían saber todo la una de la otra. Se miraron a los ojos pero hacerlo fue como leer una página en blanco.

IV

Los  habitantes de Helsinki estaban de regreso con sus familias, y los extranjeros, siempre tan desamparados, se mandaban mensajes de texto buscando algún evento para la noche. Yo era uno de esos huérfanos bebiendo cerveza en otro bar despoblado de la zona de Kallio, que cerraba más temprano a causa de la falta de clientes. Junto a Ernesto, mi amigo argentino, éramos casi los únicos y no contábamos. Un borracho a mi lado se había puesto a cantar Morrisey para llenar el silencio. Ernesto y yo rememorábamos aquella vez que me invitó a una sauna mixta y casi me largo para que nadie juzgase mi pobre desnudo (porque si bien un escritor no sabe vestirse, mucho peor le sale el striptease). La novia del dueño apareció con una bolsa llena de cirios. Se besaron, charlaron un poco, vigilándonos de soslayo como si fuésemos unos intrusos en su hogar. Las novias finlandesas mantenían a raya a mis compañeros de parranda y ninguno me devolvía las llamadas.

Kallio

—¿Ni siquiera te contesta la chica con la que sales?preguntó Ernesto, más divertido que interesado con la situación—, ¿la peluquera?

Negué con la cabeza y él siguió sonriéndome.

—Esa chica… tiene más sangre rusa que estonia. Y las rusas…

—¿Qué pasa con las rusas?

Para Ernesto era difícil no empezar a reírse, allí, en mitad de esa soledad.

—Las rusas son como las argentinas, amigo. Ten cuidado.

—¿Habla la voz de la experiencia?

—Habla un corazón lastimado.

Terminamos la cerveza y regresamos a las acera. Allí aguardaba la brisa fosforescente del Báltico, que venía de la orilla contraria, de otras luces y fiestas. En este lado ningún bar nos recibía. Echaban llave pronto para volver con los suyos, porque tenían un lugar donde volver. Pero Ernesto estaba preparado (siempre lo está) y extrajo de su mochila raída un par de latas.

—Las nunca suficientemente ponderadas sidras del Lidldijo sonando a broma y completamente en serio.

Recordábamos a dos bestias extraviadas. Éramos demasiado ruidosos y nos sobraba tiempo antes del último autobús. Nos dedicamos un brindis. “Por el último hombre en pie”. Íbamos a beber hasta perder el habla. Dentro de una de esas casas, Helmi y Krista comían con el televisor delante, lo cual no quiere decir que le prestasen realmente atención. La orquesta tocaba Kesäillan valsi de Sibelius. Ernesto me hizo mirar hacia las farolas. Siempre había razones para alegrarse por algo, incluso en el frío. Esta vez era el brillo de los copos de nieve traspasados por el alumbrado sonámbulo, un poco desfallecido, de la ciudad fantasma.

Darryl Luscombe

Como aquellos que perdonan

Siete veces

Y setenta veces siete

También perdono yo.

Hay una sola vez que no puedo perdonar:

La primera vez

La primera traición.

Después de aquella vez

Perdono todas las traiciones que queráis

Me es absolutamente indiferente,

Es como si no fuese conmigo

Y puedo muy bien decir

Que las he olvidado y perdonado

Pero la primera traición

Es como perdonar

Una vez más

Märta Tikkanen

FIN DEL VOLUMEN I

Helsinki, 13 de diciembre, 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia ➤ INTERLUDIO (I): Con diez años menos

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INTERLUDIO (I): Con diez años menos

Por Miguel Cristóbal Olmedo

“… era capaz de creer en el pecado sin creer en Dios”

                       Jack Kerouac y William Burroughs, “Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques”

Los otros pasajeros se apresuran hacia la puerta de embarque como si fuesen a llegar antes. Yo me quedo sentado un poco más observándoles hacer, con vergüenza ajena, una fila que avanza dolorosamente (como si no tuviesen bastante con ser tratados de criminales en la aduana), y me levanto sólo cuando la sala está casi vacía y desde los altavoces se hace un último llamado para rezagados habituales como yo. Se vuelve a producir otra aglomeración que no hay forma de evitar cuando estamos a unos pasos de ser recibidos en el avión. Y como siempre hay una mujer latinoamericana con su inquieto hijo de puta de dos años que vomita en el mismo corredor de embarque y se pasa el viaje llorando y dando por culo al resto del pasaje.

Despegamos hacia Madrid. ¿Es esta una buena forma de comenzar, diciendo “hacia” para no tener que elegir entre “voy a” o “regreso”? Cuál sería el verbo más exacto.

hugovk

Hace cinco años que no he pisado mi casa, o la que ya es la casa de mis padres a secas, la casa de la infancia donde están los restos de otra persona por la que todos me conocen y reclaman. Quizás por eso uno aplaza tanto esta clase de viajes, para no mirar en el interior de un espejo donde nadie se reconoce.

La gente se precipita al baño, como si el despegue hubiese reducido el tamaño de sus vejigas. El tipo de al lado lleva consigo su propia almohada gigante y tengo la impresión de que quiere pasarse las vacaciones soñando. Las azafatas van a la parte del fondo y arman sus carritos desde el que ofrecen bandejas de aluminio con comida calentada. Les lanzo sonrisas que no les llegan de ninguna manera. Pido vino. Lo sirven en un vaso de plástico que bebo muy rápido y escondo en la malla del revistero del asiento. Le pido otro vaso de vino a la siguiente chica. Mi compañero de asiento frunce el ceño y no dice nada, enfrascado en la lectura de un periódico español. En la portada se sigue hablando de la crisis económica en términos más pesimistas si cabe. Las azafatas, sobre ese minúsculo pasillo que hace de la espina dorsal del avión, nos alargan catálogos de productos inútiles. Los aviones van camino de convertirse en los supermercados de las nubes.

Me he descalzado, costumbre que he aprendido a valorar desde que vivo en Helsinki, y por eso también, cuanto más cerca estoy de casa, más extranjero me siento. La vibración de la cabina sintoniza con mi estado de ánimo. Sería más fácil si a mi avión se lo tragase la oscuridad. Mis padres seguirían en el aeropuerto esperando una versión idealizada de mí mismo. En su lugar, la cabina se inclina hacia un lado y el comandante nos hace mirar por las ventanillas la panorámica de Madrid, que es un gigantesco mapa repleto de luces de bombilla baratas.

Mientras emprendemos las maniobras de descenso, me pongo a pensar en un grupo de lectores que me ha pedido por e-mail otro tipo de cuentos un poco más alegres, con chascarrillos y equívocos felizmente resueltos, algo que suene musicalmente jovial y fresco porque bastante tienen ellos con su propia vida. Quieren leerme y sentir que han estado pasando el día de fiesta. No quieren pensar en cosas tristes. Dicen que mis personajes siempre andan perdiendo. No les echo la culpa. ¿Pero qué otra opción tengo? me estoy preguntando. Ganar es un rollo.

La cabina se queda a oscuras y las luces que indican las puertas de salida, prohíben fumar y recuerdan abrocharse el cinturón resplandecen con intensidad siniestra. Sobre las azafatas, revisando por última vez que los compartimentos de equipaje de mano estén debidamente cerrados, desciende una aureola de severidad y devoción. No sería el mejor momento de pellizcarles el culo. Pero quizás eso divirtiese a los lectores. Eso y un beso robado al salir. Besar a alguien todavía no es delito, o puede que sí. Ahora cualquier cosa se toma como un acto de terrorismo. Recuerdo a los agentes de seguridad debatiendo sobre si está permitido llevar un sacacorchos en cabina o, por el contrario, puede ser catalogado como un arma mortal. Estamos amenazados por terroristas con sacacorchos, urdiendo meterle mano a las azafatas de culo cuadrado. Es de risa, o quizás lo parezca gracias al alcohol y la altitud.

En cuanto a mi familia, no les encuentro demasiado cambiados gracias a la frecuencia con que nos hablamos por Skype. Tal vez un poco más encorvados. Mi madre me revuelve el pelo con la excusa de peinarme, pero lo que hace es buscarme canas y gastarme una de sus bromas. Mi padre y yo nos damos un abrazo combinado con fuertes y varoniles palmadas en la espalda para que la cercanía no se vuelva incómoda. Me pone las manos en los hombros y nos quedamos mirándonos, intentando comprender de inmediato qué ha sido de nosotros en estos cinco años.

Me preguntan por mi trabajo y si estoy saliendo con alguien en serio. Lo hacen todas las veces, como si de unos días a ahora las cosas hubiesen cambiado de forma drástica. Les respondo vagamente porque no es tiempo de dar explicaciones ni creo, además, que vaya a dárselas nunca más. Es su manera de quererme, la extravagancia de la paternidad. El binomio trabajo-amor (sí, en ese orden) es su refugio antinuclear.

Mi padre conduce despacio, pasa al lado de mi colegio y pregunta, ¿te acuerdas? Pasamos al lado del ambulatorio y pregunta, ¿te acuerdas? Y luego pasamos por el centro cultural y el parque de enfrente donde salíamos en familia a comer pipas los domingos. Hay otros rincones que ellos no conocen y me provocan recuerdos más dulces pero es cuestión de que los recorra yo sólo, cuando nadie esté delante, porque no lo entenderían.

En casa miramos fotos antiguas y nos reímos jubilosamente nostálgicos. Entonces mi hermana y yo éramos delgados y comíamos mal. Sigo queriéndome ver como aquel niño escuchimizado sin los años y los kilos que se suman. (“Te va a llevar el viento, si no te acabas lo del plato”, me asustaba mamá). Nunca debí hacerme mayor. Los espejos mienten. Mi alma sigue siendo la de un joven de dieciocho años y cuando deje de ser ese joven, también me habré quedado sin alma.

Mahans Kundalini

Mi hermana nos cuenta en la cena de bienvenida que su mejor amiga (una de sus varias “favoritas”), a la que conoce desde que hacía novillos en el instituto, se va a divorciar. Esa noticia la ha hundido en la consternación y supongo que también le proporciona un gozo minúsculo que esconde, porque la amistad tiene un lado competitivo y mezquino. Me imagino a mi hermana en brazos de su novio, reafirmándose en que ellos no dejarán que les pase algo igual. Las promesas sobre el mañana son el refugio antinuclear de los amantes.

Ella conoce mi vena morbosa y espera una batería de preguntas de mi lado de la mesa. Puedo anticiparme a sus respuestas, sin embargo, porque conocí a su amiga y al marido y hasta fui a visitarles poco después de que tuvieran su primer y único hijo. Así que no pregunto nada, afirmo:

—Le ha dejado ella a él.

—Sí.

Porque hay otro.

Mi hermana se muerde el labio inferior, hincha los carrillos y juega con ellos, reflexiona a su modo antes de hablar:

—Ha conocido a alguien en el trabajo. Pero hace mucho tiempo que las cosas no les iban bien.

Claro, su amiga siempre ha estado la mar de buena, aun después del embarazo. Y él era un tipo callado, con una tripa de cuarentón cuando no había cumplido los treinta. Uno de esos hombres de la vieja escuela que trabajan como posesos y no se preguntan el por qué. Los dos tan jóvenes y ella con ganas de seguir de pachanga, beberse sus cubatas y de hacerse la ofendida cuando le miran el escote.

No quiero seguir con la conversación porque me hace sentir un poco culpable. Cada vez que alguien de la familia menciona la palabra divorcio, también están pensando en el mío, en mi separación misteriosa porque mi ex y yo nunca discutíamos y siempre nos veían pasear de la mano. Ni siquiera en los últimos momentos dejamos de hacer el amor una vez por semana. Pero no fue algo que sucediera de repente. Esas cosas se gestan durante mucho tiempo en la oscuridad opresiva de la alcoba, mientras el otro duerme. Por eso no hago ningún comentario socarrón acerca de su amiga (juzgarla a ella, reírme de ella, sería hacerlo también conmigo) y desvío con disimulo la conversación hacia derroteros más amables.

Laura Makabresku

En casa no hacemos mucho salvo mirar la televisión y disfrutar de los platos de mi madre, o lo que ellos llaman “compartir espacio”. Mi madre ensalza las virtudes del libro electrónico por encima del libro de papel (el cambio de letra, la iluminación propia de la pantalla… ) y yo desisto de pelear porque nunca más voy a tener unas paredes propias, un lugar seguro donde apilar todas mis pertenencias y continuar haciendo torres de libros. Los libros eran mi refugio antinuclear. Pero de eso hace mucho. Ahora no tengo refugio.

Me doy cuenta de que no sé absolutamente nada de otros españoles, no entro en contacto con la actualidad del país salvo a través de las mentiras que escupe la pantalla de color a la hora del noticiario y eso también puede hacerse desde Helsinki, así que cuando comparo en dos bloque a finlandeses y madrileños, en realidad estoy usando a mi propia familia como referencia. Estoy comparando mi vida de fugitivo con mi antigua vida doméstica.

Hago las paces con el tiempo en una de esas largas sobremesas jalonadas por chupitos, trozos de turrón, un vaso ocasional de moscatel y el inevitable café con leche, dejando el mantel con el aspecto de un campo de batalla. Echaba de menos ese desorden y esa vagancia después de la comida, seguir el hilo de una conversación que no va a ninguna parte mientras fuera atardece y vuelven a encender las farolas junto a la decoración navideña, cada vez más espartana, colgando de los árboles secos, y suenan los petardos, y los perros del vecindario aúllan de miedo.

ReincarnatedTuikku

Mi madre se deja el bolso en el restaurante al que les he invitado. El camarero nos lo entrega con tarjetas de crédito, documentación, todo, cuando volvemos nerviosos a buscarlo. Este es el tipo de cosas que suele pasarle a mi madre, pero a ella le escuece especialmente porque no quiere que pensemos que se hace vieja y entonces mi hermana y yo nos miramos casi de reojo, adivinándonos el pensamiento y sintiendo la misma tristeza a la par. Mi hermana tiene un libro titulado: “Cómo ahorrar sin perder la cabeza” y mi padre, otro de autoayuda que enseña a evitar que las malas noticias le afecten. Eso dice todo de la situación de mi familia.

En el umbral, el tío Julián y yo nos saludamos con la misma simpatía de un par de extraños cuando se les presenta. Es Nochebuena y la familia está al completo.

—Hola, Miguel, ¿qué tal la vida? Cinco años zascandileando por el extranjero, pillastre.

—Pues sí, pues sí.

—Vaya vidorra te estás pegando. Pasa, vamos, pasa.

No vale la pena argumentarlo. Cinco años son cinco años. En ese tiempo o en menos, nos hacemos hombres o viejos.

El tío Julián quiere narrarme su conversión al ateísmo. Nos escuchamos a medias porque el jolgorio invita a diseminarse. Conferenciamos a voz en grito.

—Dios ha muerto en este hogar —dice tajante.

A fire in my belly David Wojnarowicz

Antes participaba en el coro de la parroquia y hablaba con nosotros de las Escrituras y del Cristo revolucionario. Llevaba el pelo y la barba largos y se hacía llamar “nazareno”. Luego salió con una chica del grupo de amigos de allí y las cosas no salieron como esperaba. Han desaparecido los crucifijos y las Biblias de la utilería de la casa.

La mesa de los niños –“los apestados” solíamos llamarnos a nosotros mismos— está ocupada por jóvenes apuestos que presumen de sus primeros novios y es donde transcurre la fiesta de verdad. La mesa de los adultos parece un poco más lejana, como una bolsa de plástico a la deriva, incapaz de contener el océano. Mi madre y sus hermanos hablan de sus nietos o callan para escucharnos conversar. Los villancicos se cantan rápidamente y mal, a nadie le importaban demasiado porque parece una tradición agotada, cuyo testigo posiblemente recojan los niños pequeños que juegan a ratos en otra habitación, reaparecen de cuando en cuando, nos observan como si hubiésemos salido de un libro de fantasía. Las cervezas son insuficientes y el vino se consume antes de los postres. Se ha suprimido del menú las ostras y los langostinos. Todos estuvieron de acuerdo porque el año anterior pagaron treinta euros por cabeza y esta vez sólo la mitad.

La noche termina demasiado temprano y las primas se despiden a velocidad supersónica dado que sus hijos empiezan a mostrar síntomas de cansancio en su forma de dar el coñazo. Me dan un trozo de guirlache que no pruebo en mucho tiempo, y descubro que me sigue gustando, tal y como solía hacerlo de pequeño, o eso me cuentan. A mi madre también le gusta el guirlache, e incluso a mi abuela, aunque ya no pueda preguntárselo para cerciorarme. Somos una familia de guirlacheros, si puede decirse así. El sabor del dulce me emociona. Mi infancia está contenida en ese pedacito de almendra y caramelo. Lo mastico bien y después lo engullo. Ya está. Me he comido mi infancia, irradiando azúcar por mi aparato digestivo. Y en un rato iré al baño a desprenderme de ella de una vez por todas.

En general se trata de una Nochebuena exactamente igual a las que recuerdo. Las fotos que nos hacemos podrían intercalarse con las de otros años, sin que nos diésemos cuenta. Las diferencias son pequeñas pero anteceden cambios más importantes y que ninguno menciona: El repertorio de Silvio Rodríguez con el que lleva deleitándonos mi tío Julián (asistido esta vez, como relevo generacional, por su propia hija) no me proyectaba necesariamente hacia esas noches de juventud haciendo un corro alrededor de la chimenea. Me siento algo ajeno a ese momento, desprovisto de la carga sentimental y el aura “tempos fugit” que acompaña al resto.

Se rompe una cuerda de la guitarra y Julián va y viene de su cuarto con otra de repuesto. En el intervalo, una pausa de silencio y soledad inesperados, han vuelto a pasar como otros cinco años. Cinco años y todo sigue igual: mi madre fumando en el balcón de la cocina, la tía Andrea metiendo la vajilla en el lavaplatos. Tíos y primos (no nos queda ningún abuelo) simulando posar para la misma fotografía. Julián gira la clavija y tensa la cuerda como en un potro de tortura. Acerca el oído y canta con voz temblorosa “Con diez años menos”, contagiando a todos ese mismo nudo en la garganta que disimulan mirando hacia sus platos. Yo me siento un extraterrestre. Con diez años menos era aún más gilipollas, y creo recordar que también lo era el tío Julián.

Llamo a mis compinches de siempre pero tienen otros planes. Cruzo Europa de norte a sur y no tienen la decencia de acompañarme estas noches. Solamente consigo citarme con Natalia y Raúl, que para colmo quieren verme el mismo día.

Esperaba algo más de mi pandilla. Una fiesta de recibimiento y todo eso. Encuentro terapéutico eliminar falsos recuerdos y expectativas sobredimensionadas. Si yo he dejado de importarle a mis viejos compañeros de facultad o trabajo, no es menos cierto que tampoco ellos me importan tanto como supuse. Está el hábito de decir que nos echábamos de menos pero eso sólo quiere decir que sentimos nostalgia por la persona que fuimos y nuestra forma perecedera de ver las cosas.

Con diez años menos… La guitarra del tío Julián ha conseguido perforarme cabeza.

Le pido a la compañía telefónica que rescinda mi contrato. Me hacen varios ofrecimientos suculentos pero no sirve de nada. Pierdo el número de teléfono que todos mis conocidos aún guardan, el cordón umbilical con otra vida.

Pete Petka

Natalia, Nati la digo, es una amiga de tiempos revueltos. Nos liamos una vez estando tan borrachos que ninguno de los dos lo recuerda exactamente. Quedamos en una de las terrazas del barrio de Malasaña y pedimos un tinto que nos sirven en una botella descorchada (y probablemente no haga honor a su etiqueta). Fingimos no advertirlo y disimulamos la acidez con tres cuartos de casera en las copas.

—Bueno, aquí estás –me dice, abriéndome los brazos al mundo, a Madrid, a la calle.

—Sí. Y esto sigue igual, ¿verdad? –Aunque en realidad no estoy seguro de poder acordarme de qué aspecto tenía este sitio hace cinco años—. Tanto que he escuchado hablar de la crisis y…

—¿Sí? –puedo sentir sus garras asomándose.

—La gente sigue yendo de tapas, los centros comerciales están llenos… Parecen más felices que en Helsinki.

—Hablas como un portavoz del Gobierno. La vida de mucha gente se ha detenido y la de otra puede hacerlo en cualquier momento. Muchos negocios familiares han cerrado. Las condiciones laborales son de chiste. ¿Y no te has enterado de los desahucios? ¿El porcentaje de paro? ¿Los suicidios? Y la Seguridad Social es… No, dejémoslo, ya sé que estos temas no te interesan más.

Nos callamos dando la oportunidad al camarero de ponernos una tapa de patatas bravas. Luego ella regresa al mismo tema porque no sabe darse por vencida:

—Los cambios van por dentro. Hay una miseria que asoma y otra que no se ve tan fácilmente. A nadie le gusta ir mostrando su desesperación. Y tú vienes de turista. –Dice “turista” en tono de insulto.

—¿Y qué hay de malo en ser un turista?

—Que los turistas no se enteran de nada y se cansan rápido de todo.

Los coches subidos a la acera se me antojan siniestros. La oscuridad en su interior es total y no puedo discernir si hay alguien mirándonos a través del parabrisas. A finales de los 80 (y quizás ahora, durante esta penuria, vuelva a suceder), descubría al regresar a casa a tipos enjutos pinchándose heroína. No te prestaban atención aunque siguiesen circulando historias acerca de aquella amiga de alguien fue capturada y violada repetidas veces. La asociación de padres comentaba en el colegio los rumores acerca de tipos que saltaban la valla del patio de la escuela y ofrecían gratis calcamonías con droga y silbatos sospechosos que uno hacía sonar soplando por la nariz. Ahora produce risa tanta histeria y desconocimiento, pero fue parte del saldo negativo que se cobró el país en su despertar democrático y sexual: yonquis refugiados en automóviles y puentes, agujas hipodérmicas en los parques, el fantasma de las enfermedades venéreas vagando por los cementerios. Y de eso también participa mi infancia. La vecina de arriba, unos años más mayor, había muerto tiempo atrás de una sobredosis. 

Alberto García Alix

Natalia y yo compartimos un poco de nuestro presente, con cautela, porque nada es lo mismo aunque misteriosamente lo parezca. Sale con un italiano desde hace diez meses, lo cual es un record, y está encantada porque le cocina cada noche. Además trabaja en IBM y está a la par harta y agradecida, como cualquiera de los españoles que mantiene su trabajo. Acaricio el sudor frío del vaso y le digo que en realidad lo que le falta a este país es quejarse más alto y su problema está en que se dan por satisfechos con muy poco. Como cabe esperar, ella me reprocha lo fácil que es hablar cuando uno no vive y sufre aquí. Decía Larra: “escribir en Madrid es llorar”. Luego se pegó un tiro frente a la insostenible visión de su reflejo. Yo solamente lo he dicho para provocar en ella cierto consuelo y verla cerrar su puño y alzarlo en alto, como cuando éramos estudiantes. Pero no ha funcionado. A Natalia le parece que he cambiado: soy más frívolo y me intereso menos por los asuntos universales o el bienestar de la mayoría. Es verdad, por eso no digo nada y juego con un hueso de aceituna (que algún otro sentado a la mesa antes de nosotros ha masticado hasta dejarlo desnudo). Ella me recuerda mis días como anarcosindicalista, repartiendo folletos, organizando piquetes informativos en días de huelga y arrojando a los pies de los empresarios monedas de un céntimo al grito de rastreros.

—En los e-mails —me sigue reprochando —ya sólo me hablas de chicas. O de drogas. 

Dice que me he obsesionado por la banalidad y la vida no es un eterno fin de semana.

—Ya lo sé —respondo con brusquedad—, es una puta resaca.

Ella no sabe cuándo empecé a cambiar, a volverme tan apático, si fue antes o después de salir del país. Yo tampoco me acuerdo porque hace tanto de eso. Donde no hay ningún enigma, y ella lo sabe, es en la razón para esa transformación: uno se cansa de soñar con lo imposible y de salvar a quien no quiere ser salvado. A veces la indolencia es el resultado pragmático de que te hayan dolido demasiado las cosas, de que todo te importase. Natalia sigue teniendo esperanza en algo aunque no sea capaz de precisar en qué. Me conmueve que me conozca tan bien y me entristece por la misma razón. Quizás ya sólo quede de mí la faceta del miserable. Por eso si miro al cielo no es esperando ningún milagro sino al meteorito que caiga y nos barra de la faz del planeta. Y mientras entretengo mi tiempo y este vacío (y es un vacío inmenso, no lo subestimo) en las frivolidades que Nati me echa en cara: mujeres y drogas, sí, por qué no. Los cabrones se siguen saliendo con la suya y Natalia y yo estamos como atrapados en esa terraza de verano cuando en realidad hace frío.

Le digo lo que pienso y por eso me da una palmada en la mejilla en plan de broma, dice que no debería pensar en esas cosas. Me mira con detenimiento, intentando adivinar si en verdad lloro detrás de mi máscara de impasibilidad. Y yo le sonrío para que no albergue ilusiones, disfrutando de la luz cobriza, reconfortante y mediterránea.

Ella me hace una confesión, que ya sabía de todas formas pero hubiese agradecido que guardara para ella:

—Eres amigo mío pero… no estoy segura de que seas una buena persona. Tienes ese lado tierno y ese otro lado de cabrón. Me parece que para que alguien encuentre tu parte buena, también debe pasar por capas de crueldad gratuita. Vas a hacer sufrir a mucha gente que no tiene la culpa de tu desencanto.

 Asiento, finjo que medito el consejo aunque sé que tengo mi destino fijado. Me doy cuenta de que no volveremos a vernos más, de que no voy a escribirle más correos. Natalia apoya sus brazos suaves y ligeramente velludos sobre la superficie metálica y vuelve a preguntarme qué pienso y esta vez no le contesto, o si lo hago es con una mentira cualquiera. Por eso expulso a Natalia de mi relato (o ella a mí del suyo) y agitamos la mano… no, no es verdad, ni siquiera nos damos la vuelta para mirarnos, ella se aleja dando por buena cualquier despedida, zambulléndonos cada cual en nuestras propias complejidades, en realidad bastante sencillas, y la pierdo de vista como dos barcos viajando en noches distintas.

Todos tenemos momentos bajos pero me sorprende descubrir que estas navidades no están siendo uno de ellos. No hay nada como volver al pasado para sobreponerse a él. Con diez años menos todo habría sido igual, y hasta un poco peor.

 Helsinki – Madrid, 30 de diciembre, 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia ➤ INTERLUDIO (II): Ganar es un rollo

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el chaparrito

INTERLUDIO (II): Ganar es un rollo

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Termino mi cita con Natalia y aprovecho un paseo por la estimulante calle Mayor poblada de sus señoras con abrigos sintéticos y jovencitas con botas de plataforma debatiendo sobre sus novios, los regalos, el tinte, el cotillón, los sobrinos y la gripe, para visitar mi restaurante mexicano favorito. Por fortuna no ha cerrado en todo este tiempo aunque el único que lo atiende a esa hora sea un peruano triste que le toca trabajar a destajo y añora los tiempos de Fujimori. Yo solía emborracharme en ese restaurante con unos compañeros de clase, de los cuales apenas si recuerdo las caras. Salía de allí con un profundo sentimiento de amor hacia la vida. Ahora estoy comiendo en una mesa a la que le sobran tres sillas.

Esta es la noche del 30 de diciembre y organizan en la plaza un ensayo general de las doce campanadas del día siguiente. Todos los idiotas aburridos se aglomeran en la Puerta del Sol y es necesario abrirme paso a empujones para llegar a tiempo de ver a mi amigo Raúl.  A veces desearía tener los codos tan afilados como cuchillos, atravesar la multitud como se cruza un río de sangre. La policía ha cerrado a los coches las calles adyacentes y se ha prohibido el consumo de alcohol durante el evento.

Me disuelvo en Gran Vía, un poco contagiado del estado de ánimo general (“de la alegría idiota”, hubiese dicho mi colega Ernesto, “porque la alegría es de idiotas”). Echaba de menos el confortable anonimato de las grandes ciudades. Sólo una vez en mi vida tropecé, un domingo, en el Fnac de Callao, con una chica peruana con la que me había acostado unos meses atrás, un polvo rápido y descortés. Al acabar, con el pretexto de ir al baño, le susurré a mi compañero de piso que llamase a la puerta del dormitorio en un rato y dijera que le había prometido ayudarle en algún trabajo de clase. La chica se dio cuenta enseguida de que solamente quería librarme de ella, y por eso se levantó con aire ofendido, advirtiéndome furiosa “si eso era todo…”. ¿Y qué más quieres? le respondí con incuria. Dije “hasta luego” tras acompañarle hasta la salida y ella me respondió, “de eso nada. Esto no se repite”. Los dos aspirábamos a ser actores, fuimos a la misma escuela, y quizás fuera por eso que reencontrarnos en la sección de venta de películas pareciese una coincidencia minúscula. Nos saludamos, creo, y nada más. En Helsinki, por el contrario, tengo la impresión de conocer a todo el mundo y de que todo el mundo me guarda rencor por algo.

Raúl era un tipo amable pero siniestramente tímido, como si guardase cadáveres de niños en el armario. Solía ser un chico desgarbado y alto, o así lo recordaba, y ahora es corpulento y un poco giboso, y se ríe y habla sin parar en cuanto me divisa en la distancia. Tiene el aspecto de haber pasado muchas noches solitarias frente a una barra pero, eso sí, luce unos zapatos nuevos de piel.

ukealyptus

Es sorprendente lo rápido que nos ponemos al día después de tantos años. Yo presumo de acabar mi caña de un solo trago. Le digo que en Finlandia, eso no es ni el desayuno. Quiero tener algo de lo que presumir pero me he olvidado de que Raúl es una persona muy poco impresionable y él también acaba su vaso de un sorbo y me da unas palmadas en el hombro, afable y competitivo. Pedimos otra.

Estamos trágicamente implicados en una conversación sobre el paso del tiempo. Cada uno tiene sus propias teorías acerca de si pasa más rápido ahora o solamente olvidamos todo con más facilidad. Luego nos preguntamos si la felicidad tiene algo más que ver con el olvido que con el recuerdo. Raúl me dice que la vida es triste, triste en general y en particular. Los únicos que no se dan cuenta son los inconscientes.

Beto Shibata

—Mi abuelo murió en una cama de hospital, rodeado de su familia más allegada. No fue un buen bicho. Mi madre nos solía contar barbaridades sobre él. Había sido un padre y un marido horroroso, y cuando ya estaba a punto de espichar, se pone a decir esas cosas como que la familia es lo más importante, por si acaso hay un Dios y le escuchaba. Todos repitieron que murió dulcemente. Pero yo me acuerdo sobretodo de que tenía dificultades para tragar su propia saliva y la lengua le colgaba a un lado, como un bicho hinchado arrastrándose fuera de la boca.

Su vaso se inclina razonablemente (como en un beso) junto al mío y chocan con entusiasmo. Se vuelve a acabar su cerveza de una sentada, invitándome a hacer lo mismo. Sacude la cabeza como si espantase una nube de moscas negras. Pide tequila. Nos lo sirven de forma instantánea. Me guiña el ojo, apremiante: “Adelante, Jabato” y prosigue con su reflexión:

—En cualquier caso el suyo fue el final feliz que todos el mundo desea para sí mismo, y aun así estaba lleno de tristeza y miedo. Y eso, Miguel, es lo mejor que nos puede pasar, una cama y la familia al lado, no se puede pedir más. Nos llegará la muerte y no querremos nada que ver con ella. Experimentaremos unos segundos de desconcierto y angustia, y luego nos extinguiremos, y nuestro último recuerdo será el de la angustia de morir. Eso, amigo, es la vida.

Así se expresa Raúl y así me expresaría yo si no hubiese aceptado ese chupito de tequila que hemos liquidado sin sal ni ceremonias. Raúl, impertérrito, y yo, el supuesto traga-birras de Finlandia, sin aguante para resistir muchos más asaltos.

Afuera la gente está celebrando anticipadamente el Año Nuevo y nosotros estamos pensando en fríos cuartos de hospital.

Raúl ofrece melancólicamente que vayamos a un burdel de las inmediaciones donde hay asiáticas, a tomarnos la última. Vamos en su coche, que está estacionado a casi un kilómetro, en un aparcamiento. Me pregunta si ya me he sacado el carné de conducir. Le digo que no, y además no tengo intención de hacerlo, añado. Parece un requisito indispensable trasladarse en coche en una ciudad que no necesita más coches, confundiendo la libertad de los anuncios con engordar parquímetros, vaciar los bolsillos en combustible y pasarse media hora buscando un hueco ridículo donde aparcar.

Tiene un auto nuevo y espera que me dé cuenta, pero yo no me fijo en esas cosas. Pide que busque en su guantera una botella con un resto de whisky con la que nos enjuagamos la boca. Pisa el acelerador y yo me imagino que somos fulminados en un accidente, sin tiempo de hacer un repaso a nuestras vidas. Aquella posiblemente fuese una muerte mucho más agradable que la de su abuelo cabrón. Morir como James Dean, sobre una carretera ardiente, llevados por la euforia de la velocidad.

En el prostíbulo, en realidad, sólo hay tres chicas si descontamos a la de la barra que nos exige 10 euros por una cerveza que no recuerdo ni haber terminado. Accedemos a que nos hagan una felación en la dependencia de al lado, donde hay un sofá largo y oscuro en el que nos sentamos los cuatro.

Raúl es responsable de varias campañas navideñas en una empresa de telemarketing donde canjean ilusiones por dinero. Antes tenía una novia y estaba dispuesto a casarse, sentar cabeza, pero ella se largó con otro tipo con el que llevaba viéndose a escondidas unos meses. Desde entonces sólo va con putas “para no perder el tiempo”: Los coños españoles son esquivos, requieren mucha conversación y muchas consumiciones que costea el bolsillo del pretendiente. Raúl es locuaz y divertido aunque el consumo habitual de alcohol le haya hinchado la cara. Me confiesa que las lumis son más adictivas que la cocaína y eso que él ha esnifado mucha merca en su vida. Con ellas todo es fácil y rápido.

—Vale, son caras, pero si sumas todo lo que te gastas en un fin de semana donde no te comes un colín, te puede salir hasta más económico.

Lo que no tiene en cuenta es lo aburrido que resulta a veces el sexo con una mercenaria. A ellas no les apetece estar contigo y una vez que pagas tampoco se molestan en disimularlo. Mi china huele a tofu y no deja de repetirme molesta “suave, suave” cuando le restriego un dedo por su vulva deshidratada. Me la chupa con preservativo y, contra toda lógica, me provoca una erección aceptable. Raúl no está para desperdiciar la suya con algo tan prosaico como una paja (y es cierto, ya no tenemos esa edad en que se nos levantaba por cualquier cosa) y accede a pagar más por un completo en las habitaciones de arriba. La suya es una rumana alta y de rasgos poco finos, pero a él, putero profesional, le ha gustado porque sabe que las rumanas son bordes al principio pero, en cuanto se entregan, son las mejores. O eso dice él.

Jindřich Štyrský

Antes de marcharse, mientras acaricia el pecho blando de la chica que está inclinada frente a sus rodillas, me pregunta si tengo novia y yo le digo que sí, y él me pregunta de dónde es y yo se lo digo (sé que está imaginándosela mientras la rumana le trabaje el glande, pero no creo que eso importe), y él me pregunta qué tal es en la cama y yo le miento, le digo que es estupenda, cuando la realidad es que sólo hemos dormido juntos un par de veces y hemos hecho algunas bobadas pero sin practicar el coito (no me lo ha permitido, necesitaba conocerme más, profundizar en nuestros sentimientos, etc. ). Raúl me da un golpe en el hombro y me llama suertudo y aprovecha también para dar un suave azote en la nalga de mi puta, a lo que yo respondo tocándole los pechos a la suya. Las putas nos odian pero eso lo hace todo más excitante. Y en ese momento sentimos que nuestra amistad ha logrado evadir el obstáculo de cinco años.

La china gime teatralmente, oh, ohhh, como una mala novicia del porno y los dos estamos queriendo que se calle pero no deja de producirnos risa. Termino con una sacudida, que de alguna manera me hace recordar al avión que me ha traído y me hace pensar en el avión que me llevará otra vez a Helsinki. Vaya por Dios, todos los escritores malditos presumen de follar mucho y yo, el más patético de todos, me lo monto con una chica que no me gusta tanto, la chupa mal y encima he tenido que pagarla. El condón desaparece de la punta de mi miembro sin que me percate (y al día siguiente me abro la cabeza imaginado que usan mi semen para sembrar de pruebas falsas la escena de un crimen o que embarazan con él a esclavas sexuales para sacarme dinero el resto de mi vida, como la historia esa de la rusa con la boca llena del esperma de Boris Becker, el tenista, tras su encuentro sexual en un armario de escobas).

Espero a Raúl, porque se ha dejado el abrigo sobre el taburete, en la barra donde ya no está mi cerveza. La asiática pasa a mi lado y me sonríe sin asomo de rencor por lo del dedo. La tercera chica, que nadie ha probado, es una española bastante más guapa que las otras pero muy poco exótica. Chatea por WhatsApp con elegancia y no se percata de que la estoy mirando. Me pregunto a quién escribe desde un burdel. Puedo imaginarme todo tipo de historias que desembocan en el cubo de los estereotipos, con un novio celoso que descubre su oficio secreto y nos acribilla a todos. Más interesante aún sería enterarse de cómo termina una chica, sin aspecto de drogadicta, en este tugurio.

Le llamo la atención, le pregunto su nombre y me da uno cualquiera. Ella quiere saber el mío (para corresponder a mi cortesía) y le digo uno que también me he inventado. Le digo que es la más guapa de las tres y que lamento no haberme acostado con ella (esa quizás sea la única verdad en esa maldita casa de engaños). Ella acepta el cumplido, o cómo llamarlo si no, con una sonrisa. Le prometo que volveré el próximo fin de semana para buscarla, aunque sepa de sobre que eso es imposible porque mi vuelo sale en dos días. Supongo que ella tampoco se cree nada, que está acostumbrada a las promesas de borrachos que escapan del lado de sus parejas para estar con ellas.

Cuando sale Raúl, bajo las escaleras hasta el baño, me enjuago la boca y las manos (no hay jabón) con la sensación de que el olor a tofu de la china (¿o es el de la culpa?) continúa en mi piel. Raúl cree que le gustaba de veras a la rumana porque ha dejado que se la follara a pelo, sin protección, y responde a mi expresión horrorizada con una carcajada jactanciosa: “Si algún día muero de SIDA, ya puedes contarle a todo el mundo que no fue por maricón”.

En la calle hace casi tanto frío como en Helsinki. Echo de menos el montón de ropa que no he traído por considerarlo innecesario. Al salir, la cortina pesada y oscura a la entrada del prostíbulo se desplaza por sí sola, logra que el lugar pase desapercibido como uno de esos tristes establecimientos que cierran a causa de la crisis.

En cierto lugar alguien está recibiendo mensajes de texto de una chica que trabaja en el interior de un lupanar. A mí esa clase de realidades me sigue descolocando.

No puede tildarse esta noche de otra cosa que de satisfactoria aunque tampoco sintamos nada especial. Nos damos un abrazo sentido porque ya no sabemos cuándo se dará el próximo encuentro y prometemos seguir en contacto por Facebook.

Tomo el autobús, sigo achispado y marco el número de mi ex, a sabiendas de que es un error, pero también antes, cuando estábamos juntos y no lo estábamos, durante el tortuoso proceso de separación, solía llamarla en mis horas sombrías. Suena una, suena dos, tres veces, como si le estuviera arrojando piedrecitas contra la ventana de su dormitorio. Pero ella no se asoma. Salta el buzón de voz con un mensaje automatizado. No hay ventana, ni volveré a distinguir su figura en pijama con los pezones duros. Yo deshago el camino, quiero decir que cuelgo. Ni siquiera estoy seguro de haber marcado el número correcto. Mi mejilla toca el cristal helado de la ventana y percibo las vibraciones del motor, es decir, la vibración furiosa de mi propia ciudad y mi corazón confuso.

El espectro de ese niño que fui una vez se presenta en mi antiguo dormitorio y me mira como si no le gustase lo que tiene delante. A mí él tampoco me gusta. Detrás de su cara adorable hay un engreído. Me pide explicaciones por lo que estoy haciendo con “su vida”. Se supone que uno debe ser fiel a sus sueños de pequeño, como si tuviésemos razón desde siempre.

—Este no era el plan —dice muy disgustado—. Te ibas a casar con Alejandra y serle fiel. Ibas a ser director de cine…

Alejandra era una chica del colegio. Primer amor, primer dolor, como dicen

—Sí, estoy siguiendo “el plan”, pero no el tuyo porque no tienes ni idea. Sólo eres un mocoso que va a recibir muchas hostias en la vida.

—Me has traicionado —contesta, muy quedo—. No puede ser que tú seas yo.

—No lo es. Y estás a punto de desvelarme. Vete de una puta vez de aquí.

Entonces se arroja sobre mí, llorando, histérico. Sus diminutos puños cerrados parecen hechos de gominola. Le agarro de los pelos, le sofoco con la almohada. No tiene ninguna posibilidad contra mí, que soy su destino. El niño manotea desorientado, todavía cree que puede ganarme aunque sólo sea gracias a su rabia. Está pensando en Alejandra, que terminó siendo una imbécil cualquiera, que salió con otros chicos y se perdió en otra ciudad, o en sus aspiraciones malogradas de director de cine. Lentamente se abandona, y sólo cuando casi no se mueve, le dejo respirar de nuevo. Tiene los ojos llenos de lágrimas pero no lloramos. Ninguno de los dos sabe cómo hacerlo. Le doy un momento para recuperarse.

—Sal de mi cuarto— ordeno.

Él se marcha, claro, porque sabe que soy capaz de darle una paliza o de algo mucho peor. No somos la misma persona sino dos enemigos.

Mi hermana se asoma al cuarto y me pregunta si estoy bien, que ha “escuchado ruidos”. Yo le pregunto qué hace que no está durmiendo. Mi hermana continúa con sus misteriosos dolores de cabeza nocturnos, pero se me ocurren cientos de razones para que te duela la cabeza todos los días.

Recorrer mi barrio durante las vacaciones para ir a comprar el pan es una actividad que me agrada. Son calles que he pisado de memoria durante estos años fuera, sobre las que caminé de niño y adolescente y ahora hago como hombre y extranjero. Algún que otro compañero del instituto se cruza precipitadamente conmigo y fingimos desconocernos por no tener que preguntarnos de nuevo los nombres. Veo sus rostros adultos, engordados, ceñudos. Mi vida podría haberse parecido a la de ellos y mi biografía verse reducida al trayecto de un plano de metro, por eso me siento agradecido hacia mi propio caos. Y aún así también me causan envidia: tienen amistades y relaciones longevas, su familia vive suficientemente cerca y el cementerio les guarda sus ramas genealógicas. Y yo, ¿qué soy en esta ciudad? No soy nadie, soy un fantasma que guarda un pasado que podría no haber sucedido y casi asfixio contra una almohada vieja.

Pienso en mis lectores y en el cuento con final feliz que me pedían. Reflexiono sobre ese periodo de mi vida en que me consideraba un ganador: Tenía la chica, tenía el coche, la casa, un buen trabajo y el respeto envidioso de los amigos. Pero de esos años no tengo nada que contar. Es una época vacía. Cuando se llega a la meta, ¿qué necesidad hay de seguir corriendo? Cerraba el día mirando algún programa y echaba un polvo ocasional con la mujer que me esperaba en la cama leyendo algo acerca de la educación de los bebés. Iba a ser así desde entonces hasta el día en que me suicidase por puro aburrimiento. “Y comieron perdices para siempre”, recita la última página del cuento. ¿Pero quién querría encontrar lo mismo en su plato cada día?

Ruben B, Philippe Jusforgues, Ashkan Honarvar

Rescato mi diario de debajo de unas cajas con antiguos apuntes y libros fotocopiados de la universidad. Abro el cuaderno que se refiere al comienzo de mi matrimonio y rezuma un gozo ingenuo y detestable. En el diario no me dirijo a mi yo futuro, como suele hacerse en la mayoría de los diarios (eso creo) sino a mis futuros hijos. Me refiero a mi ex mujer como “vuestra querida madre” y gasto alguna broma interna, creando un círculo de complicidad con unos seres que no existen todavía (y han terminado por no hacerlo): “Tengo a vuestra madre besuqueándome y dice que le subo la tensión, je, je”. Aludo a nuestro primer año de casados como el mejor de mi vida. Digo que apenas hemos pasado por ese dificultoso trance de adaptación que padecen la mayoría de las parejas. Nuestro amor es más fuerte y nosotros somos la excepción a todas esas parejas que engordan la estadística de divorcios. El futuro se anuncia más prometedor si cabe.

Luego las fechas van dando saltos más largos, en pos de ese “futuro” y dejo de referirme a mis hijos y comienzo a dialogar conmigo mismo en lo que escribo, contándome la rutina del día “para cobrar conciencia de que estoy vivo”.

De casa al trabajo, del trabajo a la facultad. De la facultad a casa. Cena, un besito de buenas noches. Ella y yo dormíamos abrazados, ¿puede creérselo alguien? Dejo que las páginas corran entre mis dedos como granos de un reloj de arena. Del trabajo a la facultad. De casa al trabajo. ¿Nos quisimos alguna vez o fue sólo un espejismo de nuestras hormonas juveniles? Cada vez más televisión para matar el par de horas sueltas antes de acostarse (describo los argumentos de algunas películas para tener algo que contar). Hay algún anodino relato sexual, puntualmente los sábados. El resto son besitos de bienvenida que dábamos al aire.

La historia de un matrimonio fracasado no tiene nada de particular salvo que es una pena que mi ex mujer y yo no nos hablemos más. La decisión ha sido suya. Luego me he enterado de que cuando una mujer se separa, no mira atrás. Es todo o nada. No importa los orgasmos simultáneos que se hayan compartido ni el cariño ni la lucha diaria por pagar las facturas y permitirse una cena con velas.

Me dijo hace mucho, cuando follábamos con ganas y resplandecía mi cara de sus jugos vaginales:

—Después de lo que me has hecho, si alguna vez nos dejáramos, sería incapaz de mirarte.

Pero luego sí ha sido capaz de hacerlo frente al abogado, desafiándome a los ojos sin asomo de vergüenza ni deseo.

¿Así que de qué vale el pasado? ¿O las promesas que uno hace en ese tiempo? Ni los años compartidos, ni las confesiones, ni las ilusiones que fuimos traicionando han acabado importando. Nada vale nada. Por eso mi fantasma de niño no se atreve a volver a la alcoba, convencido de que lo arrojaría por la ventana. Merodea  por los parques donde espiaba a Alejandra y jugaba con amigos con los que no volveré a jugar mientras sufre viendo cómo hago pedazos nuestra vida.

No tengo nada que decir de los “ganadores” salvo que terminan inspirando un profundo aburrimiento. Allá cada cual y sus putas perdices. Este no es un cuento con final feliz.

La noche del 31 vuelve a llenarse de fuegos artificiales y petardos. En casa ya no tomamos las doce uvas de rigor sino que damos sorbos pequeños al vino. Hacemos más fotos para ayudar a mantener la ilusión del recuerdo. Y mientras los demás vocean en el salón y los tradicionales programas horteras se adueñan de los televisores, yo doblo la ropa como si estuviese recogiendo mi propia bandera. Al día siguiente me marcho.

Mi padre conduce en mitad de una riada de coches que llevan nuestra misma dirección: también van al aeropuerto y son exiliados forzosos. Charlamos todo el camino aunque no sea capaz de acordarme de qué. Abro la ventanilla lo suficiente para que asomen los dedos y me llegue la brisa vertiginosa de Madrid, su olor a gasolina que solía despejarme de niño.

Desde Helsinki me anuncia Ismael, que ha hecho del sofá de mi casa su bastión mientras intenta salvar su matrimonio con Krista, que me ha preparado una fiesta de bienvenida. No tengo fuerzas de hacerle desistir. “Lo vamos a pasar muy bien. ¡Olé, olé, olé, ezpañol!” escribió en mi muro de Facebook, no sé si para animarme o joderme.

—Ten cuidado allí —dice papá durante el abrazo.

—Y vosotros aquí.

—Resistiremos —me dice con tono de “no resistir”—. Visítanos pronto.

Sí, vale, sí. Se lo digo, creo, en el mismo tono crepuscular.

Quiero sentir el peso de la maleta y echar a andar por el aeropuerto destemplado con suelos de hospital. Darle la espalda a mis padres para no sentir que me alejo, o ellos se hacen más pequeños (con la distancia, con la edad, qué se yo) y para que no me descubran luchando con las ganas de llorar. Aunque yo no llore nunca ni ellos tampoco. Entre la multitud que forma de antemano las primeras colas percibo una sombra que se desliza entre las piernas de un grupo de adultos. Es mi versión infantil, con sus grandes ojos claros recubiertos por una película de credulidad. En realidad no es un niño tan terrible, lo que sucede es que sin saber nada, cree que puede planificar nuestras vidas de antemano. En la orilla asquerosa de una playa de Alicante, nos pusimos a hablar con Dios, pidiéndole que trajera a Alejandra para enseñarle un balón gigante de plástico que regalaban comprando varios botes de crema protectora solar. Si éramos capaces de dar tres volteretas seguidas debajo del agua, Alejandra se aparecería. Era cuestión de fe, decían los curas, la fe mueve montañas. Nos zambullimos, pataleamos, el agua salada entró por la nariz, pero logramos dar las tres vueltas, emerger tosiendo y ansiosos de ver el milagro realizado. Pobre niño, no me he fijado ni siquiera qué avión va a tomar. Realiza un viaje a una nueva decepción y no lo sabe, o lo sabe pero se niega a creerlo. Lo siento tanto: yo soy tu futuro.

Vuelvo a Finlandia (¿puedo finalmente admitir que “vuelvo”?). No estoy seguro de por qué pero resulta que mi vida provisional allí era más definitiva que en Madrid.

Me habría encantado, sin embargo, quedarme en Madrid, reunirme con todas las viejas glorias de la narrativa que languidecen en pisos prestados por la zona de Serrano o con futuras promesas con libros editados por ellos mismos, que van a trabajar a puestos convencionales desde sus diminutas casas de propiedad de los suburbios. Me gustaría reunirlos a todos y organizar una gran tertulia, intercambiar tarjetas, hostigar editoriales y redacciones de periódico con mi impertinencia, empezar una nueva vida como escritor profesional. Me gustaría encontrar a una mujer de ojos tan azules como si se los hubiesen coloreado con Photoshop, que me entendiese perfectamente en mi propia lengua y con la que pudiésemos reírnos de un pasado semejante basado en series infantiles. Me gustaría tener un hijo al que enseñarle los misterios de la literatura y que cuando se retirase de los demás, mirando por la ventana con ojos soñadores, escuchase decirme que le comprendo. Me gustaría mezclarme entre los mercadillos ambulantes que acampan a la entrada del supermercado, en la fiesta de gritos que los gitanos organizan berreando el precio extraordinario de la fruta y la ropa interior. Y hacer fila a la entrada de las panaderías (los españoles somos más consciente de la importancia de las filas que en el resto de los países) relamiéndome de antemano con el aroma que desprenden sus hornos. Me gustaría regresar a la Plaza de Sol, llenarme los bolsillos de piedras, sacacorchos y monedas de un céntimo y arremeter contra la fortaleza del Ayuntamiento. Me gustaría recomenzar una vida normal y placentera, en donde supiera cuál es mi papel como vecino, esposo y ciudadano. Pero sé lo que pasaría después. Llevo años huyendo de esas cosas. Por eso cojo el avión y sigo fracasando en un anonimato diferente al de las grandes multitudes, el anonimato de no ser nadie, de serlo siempre. Ya lo dije antes: ganar es un rollo.

“La ausencia es mayor dolor que la muerte” Sor Juana Inés de la Cruz, Carta atenagórica.

 Madrid – Helsinki, 4 de enero de 2014

A mis padres.

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

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El mejor cine de 2013

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EL MEJOR CINE DE 2013

Esperamos que lo améis, o que lo odiéis…

Por Carlos Cristóbal, Miguel Cristóbal, Pablo Cristóbal y Alicia V. Palacios Thomas

Como llevábamos haciendo desde hace algunos años, os presentamos nuestra selección del mejor cine estrenado en España a lo largo de 2013 (por ello algunas no se corresponderán al año de estreno en su país). Separado en dos secciones, películas y documentales, repasaremos un año lleno de pequeñas grandes sorpresas y de obras de interés que han llegado con tremendo retraso.

                                      LAS 15 MEJORES PELÍCULAS

15º ANTES DEL ANOCHECER, de Richard Linklater

Desde que Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy) se enamoraran durante ese largo paseo por Viena (en Antes del amanecer) han llovido dieciocho años y varias películas. Antes del anochecer termina de contar, al menos de momento, su azarosa relación sentimental en el bucólico escenario del Peloponeso, acogidos por un anciano escritor británico (interpretado por el director Walter Lassally, que no en vano dirigió Zorba el griego). Jesse y Celine, ya entrados en los cuarenta, han dejado de ser esa pareja que habla del futuro para interrogarse sobre el pasado con remordimiento y melancolía. Jesse se siente culpable por la escasa relación que tiene con el hijo de su anterior matrimonio y Celine está cansada de su papel de ama de casa sin ambiciones. Son finalmente esa pareja que oyeron tanto tiempo atrás discutir en un vagón de tren y que se prometieron jamás llegar a ser. Están en una encrucijada donde las responsabilidades familiares, la monotonía y sus diferentes ambiciones les han dejado sin fuerzas. Más cerca del drama que de la comedia romántica, esta película (escrita por Linklater y el dúo protagonista) disecciona con inteligencia las entrañas de la vida en pareja.

 

14º LAS FLORES DE LA GUERRA, de Zhang Yimou

El director chino Zhang Yimou se encarga de recordarnos este vergonzoso capítulo de la historia. Sin perder de vista la tragedia que ya se nos habían contado en Ciudad de vida o muerte (2009, Lu Chuan), sobre las degradaciones y violaciones que sufrieron las mujeres chinas a manos de los soldados japoneses durante su ocupación, el peso de la historia lo lleva, en este caso, un enterrador americano de la peor calaña, que busca fortuna entre esta devastación bélica y que, sin comerlo ni beberlo, deberá hacerse pasar por cura como única forma de salvaguardar la virginidad de un grupo de niñas cristianas apostadas en la iglesia donde se hospeda. Al mismo tiempo que la ciudad de Nanking es tomada por el invasor japonés, un grupo de prostitutas encuentra asilo fortuito en este lugar sagrado. Del absoluto choque entre ambas partes, Yimou nos lleva a los senderos de la virtud humana: la empatía, el heroísmo y la fascinación. Con maestría narrativa y con una belleza inusitada, esta fábula protagonizada por Cristian Bale es un balde de lágrimas que podría verse como la continuación de aquel niño que interpretó hace 23 años en El imperio del Sol (1988). Si en la producción de Spielberg encarnaba un niño que, por los estragos de la misma guerra, se ve obligado a convertirse en adulto, lo que acontece en esta cinta es una inversión del hombre que debe volver a ser niño, una redención que le lleva a creer en los valores primarios que había olvidado por el camino.

 

13º PRISIONEROS, de Dennis Villenueve

La hija pequeña de Keller Dover (Hugh Jackman) ha sido secuestrada, aparentemente, por un joven perturbado (Paul Dano) que saldrá impune de los cargos por falta de pruebas. Mientras el detective Loki (Jake Gyllenhaall) se encarga con cierta impotencia de la investigación de la niña, Dover, en su desesperación paternal, decide secuestrar al presunto criminal. Durante el rapto, el conflicto moral deviene de los límites que él cree que debe traspasar para intentar salvar la vida de su hija, si es que sigue viva. Prisoners empieza como un terrible suceso, que podría estar basado en hechos reales, para terminar acercándose a algunos patrones manidos del género. Pero lo que nos apasiona de este laberinto criminal es la excelente dirección y la sensibilidad con que su director, Dennis Villenueve (Incendies, 2010), ha trabajado la cinta. Elegante, contenida e imprevisible, la mano de Villenueve logra eludir los recovecos y problemas de una película a medio camino entre Mystic River (2003, Clint Eastwood), Zodiac (2007, David Fincher) y Secuestrada (1993, George Sluizer). Además cuenta con un reparto de lujo, brillantes interpretaciones –que nos recuerdan que Hugh Jackman también sabe actuar–, inolvidables secuencias magistralmente rodadas y una atmósfera deprimente, cuando no inquietante, que eleva el género criminal a la categoría que se merece. 

 

12º AMOR, de Michael Haneke

Ante esta representación de la certeza de la muerte nos abandona Michael Haneke; pero no de la muerte de uno mismo, si no de la muerte del prójimo. Pudiera tratarse de una carta de amor o incluso de una romántica autorización del director alemán a su mujer y compañera de batallas para el momento de la despedida, cuando haya comenzado el acto de morir. Una película, protagonizada por Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant, sobre la vejez, la degeneración y la piedad, donde la lógica de la vida triunfa sobre los sentimientos acerca de la muerte. Haneke mantiene a los espectadores distanciados y, quizás, desapegados, pero conscientes, presentes (y con el presentimiento) de este memento mori. Durante el apagamiento del cuerpo y en su retroceso al lecho, asistir a la buena muerte es el último acto de amor que se puede ofrecer.

 

11º EL CHICO DEL PERIÓDICO, de Lee Daniels

Basura blanca, una grupie de cárcel, rubieza oxigenada, y calor, mucho calor de entrepierna, ciénaga y cocodrilos. Lee Daniels, el director que debutó con Precious (2009) a los 45 años, dirige esta novela pulp, de colores rugosos y saturados. Escrita y coguionizada por Peter Dexter (Rush, 1991), la película se encuentra ambientada durante la década de los 60, al comienzo del declive redneck, en un pueblo situado entre los humedales de Florida, al sur de los EE.UU., en un lugar donde a los refinados periodistas negros (David Oyelowo) se les recibe con el gran trasero de un caballo postrado en el aparcamiento de un supermercado. Las criaturas de Dexter y Daniels se mueven ricas en matices y guiadas por impulsos libidinosos (John Cusack), fantasías distorsionadas de felicidad (Nicole Kidman, Zac Ephron) y buenas intenciones (Matthew McConaughey, Scott Glenn) marchando todas juntas al hoyo de la tragedia. “Tragedia” escrita como el parpadeo rosa de las luces de neón de un motel de carretera y una melodía de piano de Mario Grigorov, donde saciar los apetitos de las historias narradas al estilo de los 90. Desvelar los misterios que hacen atractivos a esta película sería como desvelar por qué nos resulta fascinante la endogamia y los paletos.

 

10º KILLER JOE, de William Friedkin

El plan de los Smith es muy sencillo: Chris y su padre Ansel, que vive en un trailer miserable, contratarán al policía a tiempo parcial y asesino a sueldo esporádicamente, Killer Joe (Matthew McConaughey en sus mejores horas), para que liquide a la odiosa madre de Chris y ex-mujer de Ansel y la hermana de Chris, la infantil, fantasiosa y hermosa Dottie, herede la pasta del seguro. De esta manera, Chris podrá pagar sus deudas con unos narcotraficantes que le acosan y Ansel, su segunda esposa Sharla y Dottie vivirán durante un tiempo de forma holgada. El problema es que Killer Joe es un tipo duro de reglas inflexibles, y exige que le paguen de antemano. Es ahí donde las cosas se complican porque, finalmente, cuando se habla de homicidio, ningún plan es lo bastante sencillo. A sus casi ochenta años, Friedkin firma uno de sus mejores thrillers: intenso, despiadado y retorcidamente divertido. Celos, adulterio, asesinato, traición, abuso, engaños, palizas, incesto, sadismo y Kentucky Fried Chicken para cenar. La familia yankee sureña en todo su esplendor.

 

THE MASTER, de Paul Thomas Anderson

The Master ha generado una avalancha de seguidores y detractores, que la tildan desde “aburrida” hasta “obra maestra”. Unánimes, sin embargo, se han mantenido al considerar magistral la dirección, fotografía e interpretación. Su historia es tan enigmática como sus propios personajes, introspectivos, turbulentos y con un pasado lleno de secretos. La relación entre el maestro espiritual (Philip Seymour Hoffman) y su discípulo, un veterano de la II Guerra Mundial profundamente traumatizado (Joaquín Phoenix) es el pilar de su narración fílmica. Su director, Paul Thomas Anderson, edifica estupendas situaciones de clímax en historias austeras sobre personas que han perdido su propósito en lo moral, en sus sueños, en la fe. Al final del viaje no hay epifanías ni consuelo ni una enseñanza que haga de brújula, porque el cine de este director tampoco quiere tomarnos el pelo cerrando en falso un arco argumental que no puede ser concluido. La confusión en que nos sume su visionado prevalece como parte de las autenticidades de nuestra forma de vivir.

 

DOCE AÑOS DE ESCLAVITUD, de Steve McQueen

Basada en un hecho real y en el libro que escribió el propio protagonista del relato, narra la historia de Solomon Northup (magnífico Chiwetel Ejiofor), un hombre negro y libre, que vive con su familia en Nueva York, que es drogado y secuestrado para ser vendido como esclavo en el Sur, en una plantación de Louisiana. El brillante y polémico Steve McQueen (Hunger, 2008, y Shame, 2011) narra sus doce años de sufrimiento y horror con firmeza, sin ahorrarnos detalles escalofriantes. Nos demuestra que aún quedaba mucho por mostrar sobre la esclavitud. Nos refleja con brutalidad el grito de dolor de millones de negros que a lo largo de la historia fueron torturados y tratados como a animales, nos escupe a la cara el vergonzoso recuerdo de siglos de injusticia y desesperanza, del crimen universal impune. Una cinta imposible de visualizar sin desmoronarse ante la terrible crueldad a la que puede llegar el ser humano. Su sufrimiento se hace nuestro. Los culpables de conseguirlo son sus estupendos intérpretes (destacando un terrible Michael Fassbender), el desgarrador guión de John Ridley, las efectivas polifonías de Hans Zimmer y el soberbio trabajo del británico McQueen.  

 

7º LA CAZA, de Thomas Wintenberg 

Si con Celebración (Festen, 1998) el director danés Thomas Wintenbergpenetraba en una capa de maldad y abominaciones a la cual nunca habíamos asistido antes“, en La Caza (Jagten) se recupera el motivo del abuso infantil, y se amplía el concepto del hombre (Mads Mikkelsen) denunciado y perseguido por una masa enfurecida. El aislamiento condenatorio de los rumores, la mirada de los niños y la adecuación de sus respuestas bajo presión o sometidas a la sugestión de los adultos, el peso del examen autocrítico y la revisión de nuestras propias emociones al emitir un juicio de valor son algunos de los puntos de vista para abordar también la pederastia. Si pudiéramos agrupar una serie de películas para formar una trilogía reciente sobre esta temática, esta estaría formada por Capturing the Friedmans (Andrew Jarecki, 2003), Líbranos del mal (Amy Berg, 2006) y esta última, Jagten.

 

BLUE VALENTINE, de Derek Cianfrance

Esta es la historia de un muchacho (Ryan Gosling) y una mujer (Michelle Williams) que se enamoran, casándose precipitadamente, y de cómo finalmente, a lo largo del tiempo, ese amor no es suficiente. Las arduas tareas de la vida (las más sencillas, las que más se repiten y antes pierden su sentido) y las metas que se apartan temporalmente y no se cumplen nunca terminan por desgastar a la joven pareja, que lucha (y nosotros somos testigos de su agónico esfuerzo) por conservar la pasión y el espíritu ingenuo y lleno de valor de al comienzo. No por sabido y repetido este argumento deja de cautivarnos gracias a la estupenda interpretación de sus protagonistas, que accedieron a vivir juntos durante un mes con el fin de crear memorias comunes. La búsqueda por la verosimilitud es un ingrediente fascinante que salpica toda la película. Amar duele. Pero más duele dejar de amar sin estar seguros del motivo, y ser conscientes de lo que perdemos. Como dice aquella canción con la que su protagonista intenta impresionar a la chica: “Tú siempre lastimas a la persona que amas, una persona a la que no deberías herir, tú siempre tomas la rosa más dulce, y la aplastas hasta que sus pétalos caen (…) Así que si rompí tu corazón anoche, es porque te amo más que nada”.

 

LA GRAN BELLEZA, de Paolo Sorrentino

Jep Gambardella (Toni Servillo) sufre el peor de los males, el de estar abocado a la sensibilidad. Gambardella es un periodista afamado y conformista que hace tiempo que perdió su pasión por el indescifrable ser humano y el mundo que lo rodea. El que antaño fuera una promesa literaria, hombre de inquietudes y, posiblemente, ideales inquebrantables, pasa las noches de fiesta con un cuestionable círculo de amistades que, como él, son adictos a un limbo de placeres que los protege del tiempo y de la vida, a una jaula con barrotes de oro. Estos intelectuales adinerados, canallas y clasistas que pasean por las imágenes de Paolo Sorrentino se han perdido en la vorágine de la noche que les ofrece una Roma sofisticada y sustentada por las ruinas del pasado. Gente estancada en el hedonismo y la inercia, que habla sobre asuntos trascendentales cuando ellos mismo han perdido esta dimensión humana. Es esta una posible historia de vampiros, y es que aquellos que tratan de captar la belleza de esta gran ciudad y de sus habitantes son los que acaban marcados por la muerte. Sorrentino persigue un pasado fantasmagórico y se vale de las ruinas metafílmicas de Fellini para acentuar el sabor melancólico y surrealista de este film-grito de amor-auxilio.

 

TABÚ, de Miguel Gomes

Esta obra se encuentra dividida en dos partes: en “Paraíso perdido”, se nos muestra la vida de Aurora, una anciana ludópata y temperamental incapaz de distinguir sus delirios de la realidad; en “Paraíso”, recuperamos la juventud de Aurora, durante su vida en África, y la prohibida historia de amor que comparte con un explorador. Tomando de referencia la película homónima y muda de Murnau de 1931, esta intensa historia de amor inconcluso es relatada como un bello homenaje al cine. Todo ello protagonizado por personajes apasionados, atados a su destino, capaces de arriesgarlo todo por el deleite amoroso. Un ejercicio de estilo de lo más atractivo por su narración poética y metafórica, donde la memoria, los paisajes y la atmósfera cobran un significado esencial. Esta fábula dirigida por el portugués Miguel Gomes, antiguo crítico de cine, parte del cine clásico para reinterpretarlo y hacer de él un trabajo onírico y misterioso. Un regreso al primitivismo a través de un ensayo intelectual tan inocente como maravilloso.

 

LA VIDA DE ADÈLE, de Abdellatif Kechiche

La obra del franco-tunecino Abdellatif Kechiche (basada libremente en el cómic de Julie Maroh titulado El azul es un color cálido) es un retrato intimista del despertar sexual de una joven, Adèle (Adèle Exarchopoulos), y la desgarradora historia de amor que comparte  con una artista, Emma (Léa Seydoux). Pero al mismo tiempo es mucho más que eso. Se trata de una historia que penetra en la compleja y confusa esencia de la vida y del amor, todo ello narrado con magnética honestidad en cada una de sus imágenes y diálogos. Y eso es precisamente lo más maravilloso de esta ficción, que todo huele a verdad. Con sus primerísimos planos nos acercamos tan próximamente a la intimidad de Adele, a su cuerpo, que terminamos por respirar con ella. Las interpretaciones se encuentran llenas de autenticidad y química. Las escenas de sexo son explícitas, tan realistas como sensuales, captando el salvaje deseo, el puro éxtasis. Tres horas que se nos pasan volando ante una película que en el fondo es, también, una terrible historia sobre la complicada búsqueda de la libertad de la mujer dentro de la actual sociedad capitalista.

 

PERFECT SENSE, de David Mackenzie

Increíblemente, esta película del 2011, dirigida por  David Mackenzie (y que ya se ganó nuestro respeto en 2003 por Young Adam), no ha sido estrenada sino hasta ahora. Perfect Sense es una historia de amor cuando amar es imposible, es una metáfora apocalíptica acerca de la condición humana y su capacidad de adaptación frente a las circunstancias de su propio infierno, para extraer aun cuando sea un breve e insignificante momento de felicidad. Una epidemia de la que no se conoce ni cura ni causa ha robado el sentido del olfato a la población mundial. Pero, ¿y si no se detiene allí? ¿Y si el hombre está destinado a perder también sus otras capacidades sensoriales? En tiempos de caos y miedo, un seductor crápula que trabaja de chef (Ewan McGregor) y una epidemióloga con el corazón roto, por una relación pasada (Eva Green), deciden hacer causa común frente a la incertidumbre, encontrándose, desencontrándose, volviéndose a amar aun cuando la extinción de la raza humana parezca probable.

 

PARAÍSO: AMOR, de Ulrich Seidl

No hay concesiones en el cine de Ulrich. Desde su perspectiva –o deberíamos decir su no perspectiva– somos partícipes de un tema casi tabú: el turismo sexual. En este caso es llevado a la práctica por una serie de mujeres entradas en años, que viajan desde Alemania hasta Kenia en un viaje más personal que geográfico y que empieza en el autoengaño del amor. En este reino indómito y salvaje todo se compra con dinero y esta suerte de turistas dan rienda suelta a sus fantasías y caprichos carnales, como lo llevan haciendo durante miles de años sus opuestos genéricos. El interés aquí también radica en esta inversión de roles que nos resulta tan desconcertante como reveladora, mujeres tratando a hombres como auténticos trozos de carne. La protagonista, en su travesía iniciática, luchará contra su propia moral sacando a la luz sus complejos físicos, jugando al cortejo e incluso emulando el sexo más romantizado para terminar degradándose a sí misma y a los demás, en este juego donde no hay sitio para la dignidad. El contraste entre cultura, economía y raza da como resultado una simbiosis en la que nos resulta incómodo juzgar esta degeneración de las relaciones humanas. Las personas –que no personajes– que pueblan las imágenes de la primera película de esta trilogía tan peculiar son supervivientes en un mundo crudo, egoísta, terriblemente reconocible.

Como siempre, fuera del listado han quedado múltiples grandes películas que nadie debería perderse. WEEKEND (Andrew Haigh): retrato de un fin de semana de evasión que trasciende a una compleja historia de amor entre dos hombres supervivientes a este crudo mundo. MUD (Jeff Nichols): una sencilla y tierna historia adolescente, pero cargada de pulso, rabia y crudeza, encabezada por unos críos bravucones y un misterioso fugitivo.  EL ÚLTIMO ELVIS (Armando Bo II): un conmovedor relato sobre la obsesión de un mitómano, un hombre que niega la realidad como si fuera la reencarnación del Rey del Rock. BESTIAS DEL SUR SALVAJE (Benh Zeitlin): espíritu sureño, poesía y fantasía en una aventura conmovedora sobre la supervivencia de una niña. ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA (Nuri Bilge Ceylan): sorprendente historia metafísica y contemplativa sobre la crudeza de los actos humanos y sus complejas relaciones. LORE (Cate Shortland): la caída del Tercer Reich  a través de los ojos de unos niños alemanes en busca de un lugar seguro. GRAVITY (Alfonso Cuarón): pese a la simpleza de su guión, se trata  de una de las más increíbles experiencias audiovisuales que nos ha regalado el cine. SPRINGBREAKERS (Harmony Korine): interesante aproximación a unas adolescentes banales y descerebradas que se convierten en delincuentes para mantener su estilo de vida. Entre las grandes perdedoras de este artículo, no podemos olvidarnos de toda una serie de películas destacables por diversos motivos: Paraíso: Fé, El último concierto, Le Week-end, De tal padre tal hijo  Gloria, Stoker, La cabaña en el bosque, On the road, Tropa de élite 2, Anna Karenina, Un amigo para Frank, Don Jon, Capitán Phillips, To the wonder, El consejero, El estudiante, Siete psicópatas, Solo Dios perdona, Django desencadenado, La noche más oscura y Wakolda: el médico alemán.

Entre el cine español este año hemos tenido varias cintas de calidad que también caben señalar. TODAS LAS MUJERES (Mariano Barroso): un mentiroso compulsivo en apuros que tendrá que lidiar con los errores y mujeres del pasado para encontrar ayuda. GENTE EN SITIOS (Juan Cavestany): original retrato de nuestra actual sociedad descompuesta y arruinada a través de microhistorias oníricas y cómicas. A PUERTA FRÍA (Xavi Puebla): revela la presión de un viejo vendedor de electrodomésticos amenazado con ser despedido y sus tejemanejes para sobrevivir entre tiburones. UNA PISTOLA EN CADA MANO (Cesc Gay): fresca y divertida comedia coral sobre las relaciones entre hombres y mujeres y las decepciones y problemas de la vida adulta actual. LA HERIDA (Fernando Franco): logrado y perturbador retrato íntimo de la vida cotidiana de una mujer problemática, depresiva y desesperada. STOCKHOLM (Rodrigo Sorogoyen): visceral y extrema metáfora de los ritos y juegos de la seducción, las expectativas ante el descubrimiento del otro y de sus consecuencias. Sin olvidarnos de algunos otros títulos (unos muy comerciales, otros en la sombra) de cierto interés, como son ¿Quién mató a Bambi?, Insensibles, Caníbal, El efecto K: el montador de Stalin, El muerto y ser feliz, Grand piano, Tesis sobre un homicidio, Alacrán enamorado y Los ilusos.

 

LOS 5 MEJORES DOCUMENTALES

SERÉ ASESINADO, de Justin Webster

Unos días más tarde del asesinato –a disparos, a plena luz del día– del prestigioso abogado guatemalteco Rodrigo Rosenberg (el 10 de mayo de 2009), apareció por YouTube un video en el que el propio Rosenberg anunciaba su futuro asesinato y señalaba a los culpables de su muerte, entre los que se encontraba el propio presidente del Gobierno de Guatemala. El brillante documental de Justin Webster penetra en la vida de la víctima (y la de sus familiares), afronta las repercusiones de aquel video y sigue la investigación sobre este extraño crimen. Una historia de asesinatos, intrigas políticas y amores imposibles que demuestra que en ocasiones la realidad supera con creces a la mayor de las ficciones. Un documento de los que dejan poso; con una historia apasionante, un gran rigor técnico y el pulso necesario como para mantenernos pegados al asiento hasta el último minuto.

 

MAPA, de Elías León Siminiani

Siminiani es un joven director español de lo más prometedor. Pese a algunos cortometrajes experimentales de lo más fascinantes, como son sus “Conceptos clave del mundo moderno”, su éxito no comenzó hasta que empezó a rodar cortometrajes en los que, jugando con las posibilidades del relato, mezclaba ficción con los designios de su propia vida. Tras varios proyectos similares, la recepción de premios prestigios y ser despedido de su trabajo como guionista en una serie adolescente, el autor emprende su primer largometraje, este documental autobiográfico-película-canción que sigue sus propios avatares personales cotidianos: su relación con su exnovia, su viaje a la India, sus nuevos lances amorosos y su penosa y ardua pelea por intentar terminar esta propia película. Su diario de viaje –tan divertido como melancólico– es la excusa para realizar un experimento audiovisual único y cercano al metacine, un mapa a la deriva, como la propia vida, planteado como un delirante y atrevido soliloquio del que nos hace a todos partícipes y donde destaca un trabajo original e impresionante de montaje.

 

CATFISH, de Henry Joost y Ariel Schulman

Un documental que aborda la amistosa relación a distancia que mantiene el fotógrafo Nev Schulman con Abby, una niña prodigiosa con sus pinceles, y su familia y que deriva en una ingenua historia de amor con su hermana Megan a través de las redes virtuales. A partir de esta premisa tan anodina, grabada con sarcasmo y cierta banalidad por sus colegas Henry Joost y Ariel Schulman, comienza un sorprendente relato que navega con eficacia entre la realidad y la ficción. No importa cuánto hay de realidad y cuánto de ficción –precisamente esa dualidad le dota de un valor aún más intrigante–, la cuestión es el resultado tan emocionante como sorprendente de este trabajo; los últimos 30 minutos de la experiencia en la que nos zambullen estos jóvenes aventureros directamente deja atónito a cualquiera. Con tres años de retraso nos ha llegado este exitoso documental que posteriormente se convirtió en una serie que aborda la misma temática: la falsificación en internet.

 

SEARCHING FOR SUGAR MAN, de Malik Bendjelloul

A finales de los años 60, dos productores norteamericanos quedaron conmovidos al escuchar tocar al músico de folk Sixto Rodríguez en un bar de Detroit. Convencidos del legendario éxito que obtendría, no dudaron en grabar dos discos con el joven artista. Pero su profecía no se cumplió y, tras el absoluto fracaso de sus ventas, Rodríguez desapareció de los escenarios entre diversos rumores de dramáticos suicidios. Años más tarde, su disco se abriría paso en Sudáfrica hasta que sus letras proféticas y su enigmática figura se convertirían en un símbolo del Apartheid y en todo un aplastante éxito en el país –siendo tan conocido como Jimi Hendrix o The Beatles–. Ya en los 90, dos fans sudafricanos comenzaron una investigación para descubrir la auténtica historia del misterioso músico. La obra de Malik Bendjelloul es una gran sorpresa; un documental extraordinario, una investigación apasionante y una historia esperanzadora sobre los sueños y el poder de la música.

 

THE ACT OF KILLING, de Joshua Oppenheimer y Christine Cynn

Podríamos describir este documental como un making of del rodaje de una película indonesia, creada a petición del propio gobierno, para celebrar el aniversario del exterminio de los comunistas (liderado por el dictador militar Suharto desde 1965); todo ello protagonizado y realizado por los ejecutores del mismo genocidio. Entre horrorizados y fascinados, nos encontramos con una impresionante instantánea del crimen impune, una historia crudísima narrada de una manera absolutamente innovadora, ingeniosa y, en ocasiones, aunque parezca raro decirlo, incluso divertida. Un valiente retrato  que penetra en el corazón del mal. Y es que los villanos del relato, y héroes de su país (gangsters y paramilitares), son los conductores de la trama. Al ser entrevistados, los ejecutores no intentan mentir en sus relatos, ni suavizarlos (si acaso exagerarlos, para vanagloriarse y regodearse de sus carnicerías). Ellos no creen tener nada malo que esconder, más bien se sienten orgullosos de sus actos. En esta absurda coyuntura desfilan analfabetos locos y sanguinarios confesando divertidos sus barbaridades y demostrando su irreconocible moralidad. Un potente retrato de un país que es un soberbio ejemplo de cómo manipular a toda una sociedad desde su infancia –sobre todo para odiar salvajemente a los comunistas y amar a los genocidas–. La pesadilla de George Orwell hecha realidad. Todos los valores occidentales intercambiados para sacar a la luz lo más repulsivo del ser humano y las peores contradicciones de nuestra cultura.

Fuera del ranking hay numerosos grandes documentales que debemos destacar. BLACKFISH (Gabriela Cowperthwaite): terrible documental sobre los parques acuáticos que mantienen orcas en cautividad, un negocio cuyo coste son decenas de vidas humanas. GUERRAS SUCIAS (Rick Rowley): investigación del periodista Jeremy Scahill sobre la guerra global encubierta que emprende Estados Unidos contra el terrorismo islámico. EL IMPOSTOR (Bart Layton): sorprendente historia sobre la suplantación de identidad de un niño desaparecido en la que nadie parece darse cuenta del evidente engaño. LA HISTORIA NO CONTADA DE LOS ESTADOS UNIDOS (Oliver Stone): Miniserie documental en la que se reconstruye sin tapujos la crónica de este cínico imperio culpable de millones de asesinatos y de imponerse sobre el resto del planeta para enriquecerse a su costa. PROYECTO NIM (James Marsh): sobre el apasionante y quijotesco experimento realizado en los 70 en el que intentaron criar a un chimpancé como a un ser humano.  MARINA ABRAMOVIC, THE ARTIST IS PRESENT (Matthew Akers y Jeff Dupre): aproximación a la obra de la radical artista serbia, a una vida entregada al sacrificio personal en busca de la experimentación. Sin olvidarnos de otros recomendables trabajos como Ai Weiwei: Never Sorry, Sé villana: la Sevilla del Diablo,  El espíritu del 45 y Complot para la paz.

 

Despedimos nuestro artículo con un montaje de Nick Bosworth. Un resumen de las diversas películas estrenadas internacionalmente a lo largo de este fallecido año.

¡Larga vida al cine!

Edición por Carlos Cristóbal, Alicia V. Palacios Thomas y Pablo Cristóbal 

Entre Madrid y Helsinki, 25 de febrero de 2014

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♞Helter Skelter: La noche de los cuchillos de caza V

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“El ojo de lo infinito” por Bobby Beausoleil, 2014.

HELTER SKELTER: LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS DE CAZA

Quinta parte

Se dijeron: ❝Nadie es libre mientras haya uno solo de nosotros en la cárcel. A la vista nos mostramos con diferentes cuerpos pero somos un mismo espíritu.❞ Salvar a Beausoleil sería el detonante de Helter Skelter, esta vez sí.

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

Capítulo XI: Están todos muertos

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El 9 de agosto de 1969 en el 10050 de Cielo Drive, California.

⎯ ¡Asesinato, muertos… ah… los cuerpos, saaaangre!

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Winifred Chapman

PhotoLa mañana del 9 de agosto de 1969, los vecinos de las inmediaciones fueron despertados por los gritos de Winnie Chapman, la chica de la limpieza de la casa de los Polanski y la primera en descubrir los cuerpos, bajando a la carrera la curva del camino que comunicaba entre sí a aquellas lujosas residencias antisociales. Hacía muchísimo calor aun siendo las ocho de la mañana, y ni siquiera la suave bruma del Pacífico procuraba un respiro. Los teléfonos de Cielo Drive llevaban dando señal de estar comunicando desde la noche anterior. En realidad, los hilos telefónicos colgaban siniestramente de los postes al lado de la mansión. La verja de la entrada estaba abierta. Los arbustos recortados, la piscina, la mecedora, el sofá, participaban del decorado de una película gore. Había dos cadáveres sobre el césped reconvertido en un lodazal de sangre. Y la carnicería continuaba dentro de la casa.

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Cables telefónicos cortados en 10050 Cielo Drive, 1969.

El alarido de las sirenas, con una urgencia ya inútil, atrajo el rumor sobre un incendio donde habían fallecido cuatro personas. Pero fue Bill Tennant, el agente de Roman Polanski, quien al acudir a la casa debido a la insistencia de su mujer, que no lograba contactar con Sharon, identificó todos los cadáveres menos aquél yaciendo en el interior del Rambler. Para entonces estaban presentes reporteros, fotógrafos y el consabido nudo policial acordonando la escena del crimen que constituía la casa entera, el jardín, la piscina. Minutos atrás nadie había sabido dar nombre a esos cuerpos mutilados. Hizo la llamada de teléfono más difícil de su vida. Le recibió la voz de Roman, desde el otro continente:

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El cuerpo de Sharon Tate siendo retirado por la policía forense de Los Ángeles el 9 de agosto de 1969.

“Ha sucedido algo horrible en la casa”.

“¿Qué casa?”

“En la tuya. Sharon ha muerto. Wojtek también, y Gibby y Jay. Todos están muertos.”, le dijo conmocionado.

No, no, no.

No, no, no.

Roman dejó caer el teléfono sobre su escritorio. Caminó en pequeños círculos, golpeando su cabeza contra la pared. Era Cracovia y Auschwitz de nuevo. “¿Supo lo mucho que la amé?” se encontró diciendo en polaco a su amigo Gene Gutowski (quien más adelante le ayudaría a realizar El Pianista) y que fue el primero en acudir en su socorro. Poco después Víctor Lownes y Warren Beatty. Le dieron un sedante, llamaron a la embajada y solicitaron un visado de emergencia. Gutowski, acerca de aquel día, escribió: “es horrible ver a una persona desintegrarse en un momento”.

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Izquierda: Roman Polanski. Derecha: Gerard Brach, Roman Polanski y Gene Gutowski.

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Victor Lowes y Roman Polanski.

Polanski durmió la mayor parte del tiempo hasta llegar a tierra americana. Le recibió una bandada hostil de periodistas, al pie del avión, tratando de arañarle la cara con sus micrófonos: Ese enano que descendía por la escalerilla, ese extranjero decadente y gruñón, se había aprovechado de las bondades del sueño americano fabricando su fortuna a cuenta de un puñado de pelis demoníacas. Ese que asomaba con aspecto zumbado había presumido de tirarse a las mujeres más guapas de las pudorosas familias calvinistas. Se había burlado de la monogamia, la institución familiar y de nuestro señor Jesucristo durante esos cócteles de tono vulgar que devenían, con el aplauso de sus invitados drogadictos, en misas negras y orgías. Y ahora Dios les había castigado.

La prensa relacionó a Sharon con la magia negra sacando fuera de contexto fotogramas de El Ojo del Diablo (J. Lee Thompson, 1966). La convirtieron en adicta, bruja y maníaca del sexo. Roman, insinuaban, podría ser cómplice del crimen. ¿Qué hacía tanto tiempo lejos de casa, desatendiendo a su esposa embarazada? ¿No constituía aquella la mejor coartada para arreglar un asesinato? El linchamiento mediático obligó a Polanski, nervioso y apesadumbrando, con las manos perdidas en los bolsillos y saltando  de un pie a otro, a hacer una declaración pública en donde advirtió al público de no prestar atención a los anuncios sensacionalistas que se cebaban en su desgracia. Se declaraba inocente y también buscaba limpiar la reputación de su mujer.

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Roman Polanski en una rueda de prensa el 19 de agosto de 1969.

“Todos sabéis lo hermosa que era, pero sólo unos pocos saben lo buena que fue (…) Se ha hablado mucho acerca de drogas. Sharon no solamente no usaba drogas, sino que tampoco tocaba el alcohol y no fumaba cigarrillos. Su última película no fue una experiencia especialmente dichosa pero la gran película que estaba haciendo era su embarazo. Nunca he visto a una mujer tan dedicada a ello. La casa está abierta ahora, la policía la ha desocupado, y podéis ir y ver el lugar donde tuvo lugar la orgía. Veréis mucha sangre por todas partes, cunas, ropas de bebé y eso es todo”.

Se negó a contestar a una sola de las preguntas de los cincuenta periodistas congregados en el hotel Beverly Wilshire. Fue su forma de mostrarles el dedo.

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Roman Polanski y Sharon Tate.

Recluido en los estudios Paramount donde le instalaron en una suite que recientemente había sido el fastuoso camerino de Julie Andrews (por entonces la gran estrella del momento) para el musical Darling Lili (Blake Edwards, 1970) continuó durmiendo en estado de shock y sedado, incapaz de afrontar la vida. Imagínenlo: rodeado de olores extraños, en un lugar que no le pertenece. No puede volver a su casa: el agente asignado para custodiar la escena del crimen no logró echar una cabezada porque no había rincón sin manchas pegajosas de sangre. Roman levanta los párpados dificultosamente, sabe que no volverá a ver a su mujer, que ha muerto de la forma más horrible, que ha gritado, ha sufrido, ha sangrado y él no ha estado allí para rescatarla. Que otros proyectos y diversiones le mantuvieron lejos de ella cuando más le necesitaba. Que es culpable (aunque no de la forma en que la prensa espera). Está solo. Tiene amigos, claro, pero está solo (aun le pasarán una exorbitante factura por el tiempo que pasó en el camerino). Un cuchillo y dieciséis puñaladas, para ser exactos con la matemática macabra de la autopsia, se lo han arrebatado todo. Su mujer y su hijo aún en el vientre. Rogando, gritando. ¡Zas! la hoja entrando en el vientre. Se toma otra pastilla, necesita sentirse a salvo en alguna parte, fuera le espera un montón de calumnias: los periodistas van a escribir las portadas de sus periódicos con los despojos de su vida truncada. Algunos de sus conocidos en la industria se dolieron con él pero, a sus espaldas, lo tachaban de gafe: “En caso de tormenta, Roman puede servir de pararrayos”. Hollywood había entrado en fase de paranoia. Beverly Hills estaba en alerta roja. Antes de Tate, se vendían en la zona unas pocas armas al día. En los dos días siguientes, podían vender hasta doscientas. El precio de los perros guardianes se disparó, gracias a la demanda, de doscientos a mil quinientos dólares. Sinatra se esfumó de la ciudad y Steve McQueen, viejo amigo de Sharon aun cuando siquiera asistió al entierro, conducía con un arma en la guantera.

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Sharon Tate frente a la puerta de su hogar en Cielo Drive.

La investigación policial tomó un derrotero equivocado desde el comienzo. Los Polanski guardaban casi a la vista, en esa desvergonzada ingenuidad sesentera, algo de droga para ellos mismos o como expresión de adulación en sus fiestas. Los agentes habían encontrado marihuana y un gramo de cocaína en el coche de Jay Sebring. Siete gramos de marihuana en la vitrina de la sala de estar. Treinta gramos de hachís en la mesilla de noche del dormitorio de invitados, así como diez cápsulas de MDA. También residuos de marihuana en el cenicero del lado de la cama de Tate y un porro armado en el escritorio de la puerta principal. Todo eso les llevo a sospechar que la carnicería había tenido lugar por un asunto de drogas. En el panel inferior de la puerta de entrada, alguien había escrito PIG con sangre (luego se supo que era la sangre de Sharon). En el ático había un carrete de película, que mostraba a Polanski y a Tate haciendo el amor (y le fue devuelto desde la estación con repetidas condolencias). Finalmente encontraron un cuchillo manchado de sangre bajo uno de los cojines del sofá (ese que Susan Atkins había dejado olvidado durante la refriega). 

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La policía le pidió a Roman hacer la prueba del polígrafo para descartarle como sospechoso, a lo que él no puso reparos. También les dio una lista con el nombre de sus amigos más cercanos. Los periódicos, pese a los deseos del viudo, siguieron publicitando noticias acerca de crímenes rituales. Los Angeles Times daba pábulo a ciertas habladurías que consideraban casi por terminada la relación entre Sharon y Polanski. En realidad esos rumores comenzaron justo después de su asesinato. 

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Roman Polanski en Cielo Drive tras los asesinatos,

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John Phillips y Michelle Gilliam.

Polanski anunció una recompensa, con el consiguiente cabreo de la policía, de 25.000 dólares para cualquiera que proporcionase información vital en la captura de los asesinos de Tate, y le pidió al fotógrafo Julian Wasser que tomase fotografías con su Polaroid de la casa y de él mismo para mandárselas a un vidente. Durante un tiempo, estuvo convencido de que John Phillips, líder del grupo The Mamas & the Papas, había estado detrás del asunto como una forma de vengarse de Polanski. Su hermosa mujer Michelle y Roman habían compartido una noche en Londres, y era posible que John, músico genial y asimismo un tipo dado a los excesos y a escenas de violencia, se hubiese enterado. En realidad, Michelle tenía numerosas relaciones esporádicas con toda clase de artistas del mundo del cine y de la música, y su historia con Polanski no pasaba de ser un nombre más en la suma de sus conquistas. Es sabido que Roman se introdujo a escondidas en el garaje de John buscando restos de sangre en su Jaguar con un producto que le había brindado la policía. No encontró nada pero eso tampoco evitó que poco después, pusiese un cuchillo de cocina en la garganta del músico y tratase de hacerle confesar.

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Fotografía de uno de los clubs Whisky a Go Go de Los Ángeles y Paul James Tate, el padre de Sharon.

El padre de Sharon quiso participar de la investigación y se dejó crecer la barba y el pelo, y pasó muchas tardes merodeando el Whisky a Go Go, una franquicia de clubes “genuinamente americanos” donde se tocaba música en vivo y en cuyos escenarios pasaron las mejores bandas de su tiempo. Fue allí donde Sharon había conocido a Jay Sebring, el peluquero de las estrellas, donde se habían hecho novios antes de que Polanski se cruzase en sus vidas. Ahora les enterraban el mismo día, en nichos distanciados.

El duelo de cada persona es diferente. Polanski regaló las pertenencias de Sharon, su coche nuevo, todos esos objetos como una tirita que se quiere sacar de golpe. Intentó refugiarse en su trabajo. Buscó exteriores para su nueva película en islas caribeñas pero el paraíso tampoco era lo mismo. Se refugió en la compañía de otras mujeres, estas, ay, cada vez más jóvenes, estudiantes entre los 16 y 19 años en el retiro de los Alpes suizos. Se abandonó al sexo como una forma de echar a correr con los ojos cerrados. Sus orgasmos eran gritos de angustia; de la hendidura de su pene, brotaban lágrimas. Es difícil de entender a un hombre que declara amar a una mujer pero se acuesta con otras poco después. Pero no hay nada que entender. El dolor es ininteligible. No existen bandas sonoras ni frases de consuelo escritas por guionistas en un momento de inspiración. Frente al dolor absoluto, uno solamente puede huir o esconderse, esperar a que pase de largo. Para Roman era una cuestión de supervivencia. Follar le recordaba la esencia de la vida en esos días en que deseaba morirse. Tenía sexo con muchachitas entusiastas para no hacer el amor con el recuerdo de su mujer muerta.

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Sharon Tate y Roman Polanski.

Finalmente, no pudo separar la película de su dolor. The Day of the dolphin también era responsable de no haber estado al lado de Sharon. Incapaz de rodarla, el testigo lo recogería Mike Nichols, director de El Graduado (1967). La cinta sería el comienzo de una serie de grandes fracasos comerciales que oscurecerían su nombre como director y lo obligaron a refugiarse en Broadway. The Day of the dolphin acabó siendo un thriller ecologista, amable, apto para todos los públicos, una de esas películas que podía ser vista en una sombremesa familiar (constituida por niños, gatos y pañales sucios), con un desarrollo demasiado lento, una estupenda música (al fin y al cabo Georges Deleure llevaba la batuta) y una trama endeble acerca de un plan rocambolesco para atentar contra la vida del presidente de los Estados Unidos. Su protagonista (o coprotagonista, porque los mamíferos acuáticos se apoderan de la película) George C. Scott hace lo que puede por resultar verosímil en sus diálogos con un delfin que aprende a hablar inglés. Days of Dolphin estaba destinada a englobar la lista de thrillers irregulares en los que a veces Polanski se zambulle, en la línea de Frenético, El escritor fantasma y la terribilísima La novena puerta.

Entretanto, a cuenta del morbo estadounidense, El Valle de las muñecas (Mark Robson, 1967) fue relanzado nacionalmente así como otras pelis en donde Sharon Tate había participado. Su nombre brilló por última vez en la cabecera de la marquesinas de los grandes cines, probando una vez más que el público ⎯es decir, nosotros⎯ prefiere a las estrellas muertas, quizás porque no están enamorados de Sharon tanto como de la propia muerte.

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Fotogramas de El valle de las muñecas con Sharon Tate.

El día después de los asesinatos, Charles Manson se despertó tarde y se perdió el primer boletín de noticias, pero el resto de la Familia corrió a contarle los pormenores en cuanto le vieron. Las nuevas eran agridulces. Por un lado, el crimen había causado una gran repercusión; por otra, nadie señalaba a los Panteras Negras como posibles autores. Aunque la mayoría de los miembros no sabían exactamente el grado de participación de Tex y las chicas en “el suceso”, se palpaba en el rancho Spahn un clima de celebración. Susan Atkins se paseaba por los cuartos con ojos resplandecientes y se moría de ganas de contar cómo había reducido a aquella zorra rubia cuya foto mostraban todas las televisiones del país. Se sentía una heroína resignada a permanecer bajo una identidad secreta anodina. Más tarde fumaron marihuana todos juntos, Charlie sacó la guitarra y cantaron viendo anochecer. Fue un momento hermoso.

Cuando se retiraban a dormir, Manson le dijo a Tex aparte que la otra noche las cosas no habían salido bien, demasiado pánico y posibilidades de cagarla. Para asegurarse, él les iba a acompañar esta vez en su nueva excursión homicida y mostrarles la manera correcta de hacerlo. Tex no sabía que tuvieran que volver a matar pero el momento de cuestionar ese tipo de asuntos había pasado y ahora sólo quedaba obedecer, ceder a la locura llena de cataclismos y fantasmas de Manson.

             “Bobby Beausoleil no está a salvo y Helter Skelter aún no se ha desencadenado”.

 Todavía quedaba demasiado trabajo. Volvieron a vestirse de negro y a armarse de cuchillos.

 

Capítulo XII: Piggies o Los ojos azules de Bobby Beausoleil

 La culpa fue de la música.

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“El ojo de Odin” dibujado por Bobby Beausoleil para su disco ORB. Odín es el dios de la sabiduría, la guerra y la muerte.

Cada generación y cada droga tiene su propio estilo musical. Los roqueros follan más que las estrellas de cine, toman más drogas y celebran mejores fiestas. En los sesenta, la música era con diferencia la manifestación cultural más importante. Quien no quería ser músico, no quería ser nada, o tenía más de treinta años, estaba fuera de honda y se le había acabado la vida.

Charlie estaba más interesado en la música que en Helter Skelter o en su propia comuna. Hubiese dado su ministerio a cambio de un contrato discográfico. No le bastaba con sobrevivir, buscaba el estrellato y una vida entregada al hedonismo con modelos de revista haciendo de comparsas y no con esas pobres sifilíticas que recogía en el arcén de las autopistas.

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Izquierda: Charles Manson con su prima y su abuela. Izquierda: Roman Polanski en brazos de su padre.

El lector medianamente espabilado se habrá dado cuenta del paralelismo entre las vidas de Roman Polanski y Charles Manson: ambos son personas de baja estatura (Manson mide 1,57 y Polanski,1,65), ambos proceden de infancias rotas y padecieron abusos, ambos utilizaron el arte como escapatoria. Polanski, que sólo tiene un año más que Manson, lo logró. Quizás el viento sopló de su lado, pero también hubo talento y perseverancia. El problema de Manson es que no tenía suerte ni talento musical. Y un artista frustrado, ya se sabe, es algo peligroso. Charlie sabía jugar al excéntrico, al profeta, era un showman que encontró una audiencia perfecta entre una comunidad de chiquillos drogados, con ideales simplistas, carencia de amor, que huían de alguna parte. Tanto Polanski como Manson desdeñaban la moralidad convencional. Estaban en desacuerdo con la monogamia y el principio de posesión que aparece como una mala hierba en todas las relaciones. Ambos también son enemigos de la justicia americana. Nacieron separados por un océano: uno en Cincinnati y el otro en París, y aunque la fatalidad en Cielo Drive los convirtió en antagonistas de por vida, ni uno ni otro han tenido jamás un encuentro cara a cara.

Así que Manson buscaba la fama, que le llegaría por asesino o gran instigador de asesinatos y no por músico, su gran aspiración. El baterista de los Beach Boys, que le había servido de mecenas por un tiempo, también le puso en contacto con Terry Melcher, un productor discográfico. Nada había salido como esperaba, sin embargo, y las cosas iban camino de torcerse más.

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Bobby Beausoleil

Robert Beausoleil, o Bobby, o Cupido, como también le tildaban, era un muchacho que desprendía hermosura y siempre andaba del brazo de una chica nueva. Era todo lo que a Manson le hubiese gustado ser: un joven atractivo y con un futuro prometedor como artista. Bobby encontró su primera guitarra en el desván de su abuela, donde solía tumbarse a escuchar la lluvia o para evitar una paliza de su padre. Había tocado en la banda de Arthur Lee, que más tarde se haría famosa bajo el nombre de Love. También era amigo de Frank Zappa. Zappa, ese guitarrista que usaba su mostacho como icono, parió en 1966 uno de los primeros álbumes conceptuales. Freak Out es excesivo, genial, desconcertante, ha pasado a la historia como símbolo de la disidencia musical y política. En su momento, los críticos desestimaron su música como fruto de la improvisación en un paréntesis entre drogas. Lo cierto es que Zappa desaprobaba el uso de drogas fuertes (le daban dolor de cabeza. Su auténtica adicción era el trabajo) y que las canciones son resultado de varios meses de ensayo. El álbum pasó inadvertido en Estados Unidos pero se hizo legendario en Europa. En Vilnius hay un busto de él, a quien se le escuchaba en los círculos independentistas clandestinos de Lituania, durante los años del Telón de Acero. Zappa para los lituanos representa el espíritu libre, la resistencia frente a una opresión materializada en el yugo soviético. Precisamente en Freak Out se puede escuchar a Beausoleil participando como una de las voces de fondo. 

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De izquierda a derecha: Frank Zappa, Aleister Crowley y Kenneth Anger.

Bobby vivió de forma errante (“o bohemia”, como le gusta señalar) gorroneando a otros, brindando su talento y físico en proyecto artístico que se le presentase. Kenneth Anger, director experimental, inmerso en la contracultura de esos años, inspirado por el poema breve de Aleister Crowley, Himno a Lucifer, decidió contar con él para su mediometraje maldito Lucifer Rising, que empezó a producir en 1966 pero no vio la luz hasta el año 1980. La convivencia entre ambos artistas fue difícil, según Beausoleil, porque Anger era un homosexual convencido y él, un hetero convencido.

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Kenneth Anger

La banda sonora iba a correr a cargo de Bobby pero tras que Anger lo acusara de haberle robado equipo de filmación y éste diese con sus huesos en la cárcel por asesinato, Jimmy Page, líder de los Led Zeppelin, se postuló como sustituto. El entusiasmo de Jimmy por la filosofía de Crowley, le llevó en 1973 a abrir su propia librería sobre ocultismo y a comprar la casa de Crowley en el lago Ness. Kenneth Anger tampoco se llevó bien con Jimmy ni con su mujer ⎯ambos se pinchaban y andaban con la mente dispersa. Jimmy solamente compuso veinte minutos de música para lo que iba a ser una peli de cuarenta. Anger lo acusó de vago y de haber perdido su talento. Jimmy Page lo echó de su casa. Tiempo más tarde, Bobby Beausoleil, desde la prisión, solicitó hacerse cargo de nuevo. Junto a una banda de doce asesinos que habían sido músicos en la vida del otro lado de las rejas, grabó su atmosférica banda sonora.

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Lucifer Rising, rodada entre Inglaterra, Egipto y Alemania, es un galimatías visual, esotérico y pretencioso acerca de dos dioses egipcios Lilith y Osiris y su ritual invocando a Lucifer, que encarna las artes, el propio rock and roll en una chaqueta de cuero. Tiene que ver con el nacimiento de la era Horus (en la que nos encontramos), con umbrales que se traspasan, desnudos sin sombra de erotismo y un OVNI. No hay diálogos, la música de Beausoleil es omnipresente. Los actores se pasean sin hacer ruido, en estado de trance, inexpresivos, un poco perdidos (Chris Jagger, hermano del líder de los Rolling Stones, que también formaba parte del elenco, se quejaba por la falta de significado, y Anger le señalaba exaperadamente que no había un significado en el sentido más superficial de la palabra ni era esta una película para ignorantes del culto Thelenita, la religión pagana inventada por Aleister Crowley). Marianne Faithfull, famosa por esa mirada desvalida mientras interpreta el tema As tears go by (por entonces novia de Mick Jagger, a quien precisamente había conocido durante un pase privado para la película Repulsión de Roman Polanski), acusó a Anger de haberla hipnotizado y drogado para hacer la película. Según su director, Faithfull, heroinómana contumaz, puso a todos en peligro mientras rodaban en Egipto bajo el falso pretexto de estar haciendo un documental, traficando con drogas a través de su maquillaje. Anger cambió la heroína y la cocaína por una sustancia inocua, evitando que pudieran arrestarlos y fusilarles.

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A la izquierda una de las imágenes de la portada de Lucifer Rising de Kenneth Anger y a la derecha un fotograma de Marianne Faithfull en la película.

Los círculos sociales de Bobby y los de Manson, empezaron se entrelazaron a propósito de una película erótica, The Ramrodder (Van Guylder, Ed Forsyth, 1969) que se rodó en los alrededores del rancho Spahn, con la participación de una de las chicas de la Familia. La cinta no trasciende su propósito de excitar al público y hacerle sonreír con algún chiste barato. Es una historia donde las chicas blancas aparecen disfrazadas de indias y se intercalan momentos de amor en charcas y tiendas de lona con escenas ligeramente masoquistas.

Existen varias versiones acerca del primer encuentro entre Bobby Beausoleil y Charles Manson, la más plausible tiene como escenario una cervecería donde Robert y Charlie coinciden acompañados de su propio séquito de admiradoras. Charlan y tocan la guitarra hasta tarde. De nuevo, la música. Ambos se confiesan grandes improvisadores.

Bobby Beausoleil no comulgaba totalmente con las ideas de Manson, no se tragaba sus filosofías de manicomio pero sabía reconocer a un buen compañero de crímenes y fiestas. En alguna ocasión compartieron simultáneamente la misma mujer; otras veces cargaban la furgoneta de alubias enlatadas, ácido, y viajaban juntos por el desierto durante unos días. Anger y Warhol, sobreexcitados por sus fantasías, les inventaron una relación homosexual. Sobretodo se acompañaban con la guitarra. Tocaban juntos y soñaban juntos con ser grandes estrellas, sólo que Manson era incapaz de centrarse y Beausoleil no quería quedarse atrás en su carrera musical por su culpa.

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Charles Manson y Bobby Beausoleil.

Bobby había conocido a Gary Hinman, de treinta y cuatro años, durante sus primeros día en Los Ángeles, hospedándole durante dos o tres semanas a él y a su novia eventual en su casa del cañón de Topanga. Gary, profesor de música, traficante de droga a media jornada y budista a su manera, cocinaba su propio speed y, a pesar de su carácter reservado, permitía que sus amigos pasaran la noche en su estupenda casa de dos plantas. Bobby le presentó a Charlie y Charlie jugó a hacerse amigo suyo aunque sólo andase detrás de su dinero y sus contactos. La ocasión se le presentó después de que Beausoleil, le hubiese comprado mescalina para revenderla a una banda de moteros. Éstos, ahora, exigían la devolución del dinero porque la droga estaba cortada con estricnina. Cierto o no, se trataba de la excusa perfecta para saquear la casa de Hinman.

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Gary Hinman

El viernes, 25 de julio, Beausoleil, Susan Atkins, con otros miembros de la Familia, fueron recibidos por la sonrisa franca de Gary Hinman, que les abrió la puerta de par en par. Ellos le exigieron el dinero. Gary se defendió, diciendo que debía haber algún error porque su droga era buena. No entendía aquellos modos ni sus caras sombrías, ¿acaso no eran todos colegas? Encañonaron a Hinman y Bobby registró la casa infructuosamente (el dinero ya había sido dilapidado). Le golpearon hasta que accedió a darles sus dos coches, pero eso no bastaba. Manson se presentó un poco antes de la medianoche con una espada en la mano. Ante las protestas de Hinman, que seguía declarándose inocente y un buen amigo de la Familia, propinó un tajo a su oreja izquierda y le repitió que si no les entregaba todo su dinero, le matarían. Tras esa advertencia, dejando a Hinman caído en el suelo, tembloroso y con el rostro salpicado de su sangre, Manson se marchó de vuelta al rancho y siguió los acontecimientos a salvo, por teléfono. Las chicas le limpiaron y cosieron su oreja con hilo dental, acostumbradas al manejo de la aguja en su rutina comunal. Durante tres días retuvieron a Hinman, que unas veces les gritaba, otras lloraba, otras imploraba, y era torturado. Pero el dinero seguía sin aparecer. Charlie se mostraba cada vez más impaciente al otro lado de la línea. Gary amenazó con avisar a la policía en cuanto se hubiesen marchado. Aunque era una amenaza improbable, Charlie dio a entender que la única forma de acabar con el asunto de la forma más segura, era matándolo. Además, dijo, quería que dejasen alguna especie de marca que incriminase a los Panteras Negras y acelerase esa guerra final entre blancos y negros. Bobby apuñaló a Hinman dos veces en el corazón (Susan Atkins ahogó sus estertores con una almohada). Untó la mano enguantada en la sangre de la víctima y escribió en la pared: “POLITICAL PIGGY”. 

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Interior de la casa de Gary Hinman.

Piggies (cerdos) es el nombre de uno de los temas satíricos, que compuso Georges Harrison para el Álbum Blanco. Los cerdos pueden ser vistos como la clase alta social y política o como la propia policía. Charlie y los suyos pensaban que “cerdo” es el término acuñado por los protestantes y “agitadores” afroamericanos para designar a la policía. En realidad, el mote se remonta a la Gran Bretaña del siglo XIX.

 ❝¿Has visto a los cerditos grandes en sus blancas camisas de almidón?
Encontrarás a los cerditos grandes promoviendo la suciedad,
tienen suficientes camisas limpias para jugar con ella
(…) lo que necesitan es una buena zurra.❞
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Exterior de la casa de Gary Hinman.

Pasaron dos días sin que el asesinato de Gary Hinman y la implicación de los Panteras  fuese notificada en las noticias. Beausoleil regresó a la casa donde seguía pudriéndose el cadáver desconsoladamente. Decidió quedarse el Fiat de su víctima un tiempo. Pero el día 31 de julio un grupo de amigos se presentaron en la casa de Gary, que no contestaba al teléfono ni a los golpes en la puerta y advirtieron nubes de moscas entrando y saliendo por una ventana abierta. La investigación policial se centró, antes que en la pintada con sangre, en la desaparición de sus dos automóviles. El Fiat de Beausoleil dejó de andar camino de San Francisco y unos patrulleros se detuvieron a su lado a echarle una mano. Como pura formalidad comprobaron la matrícula. El coche era robado y pertenecía a una víctima de asesinato. Lo arrestaron allí mismo y registraron el vehículo. Encontraron el arma del homicidio en la parte de atrás y sus huellas coincidían con una que habían hallado en la escena del crimen. Bobby inventó todo tipo de mentiras que en otros tiempos, con su rostro de modelo angelical, le hubiesen echo ganar tiempo, pero aquí no se trataba de seducir adolescentes ni de ganarse la amistad de una persona bienintencionada.

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Truman Capote y Bobby Beausoleil.

Años más tarde, y todavía al calor de los crímenes de Manson, Beausoleil sería entrevistado en la prisión de San Quintín por Truman Capote, ya por entonces toda una celebridad en vías del alcoholismo. Su conversación fue incluida en el libro Música para camaleones (“una entrevista manipulada”, se ha defendido muchas veces Beausoleil, aun desde su página de Facebook). En el libro los dos se tratan con mutua desconfianza y la conversación termina de forma abrupta. Capote, un gran escritor y también homosexual, quiere dejar claro desde el comienzo que es invulnerable a sus encantos viriles pero sus notas giran en torno al hecho de que el presidiario no lleve puesta la camisa, hacia los tatuajes sobre la musculatura de su torso y hacia esos ojos azules que confunde con un color avellana. Bobby dice que todo es bueno, el universo, la vida. Todo fluye y todo es música. Capote le pregunta qué haría si se le ofreciese la libertad y Bobby no titubea:

⎯Estaría en la playa junto a una hoguera, haciendo el amor. Tocaría música y bailaría y fumaría buena hierba de Acapulco y contemplaría la puesta de sol.

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Izquierda: “Encarcelado” cuadro realizado por Bobby Beausoleil en 2014 y una fotografía tomada en la cárcel, año desconocido.

Pero Beausoleil no obtuvo la libertad condicional. Tiene sesenta y séis años y sigue cumpliendo condena en una prisión de California.   

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El Rancho Spahn.

Cuando en el rancho Spahn se enteraron del arresto, cundió la indignación y la alarma (para algunos, que habían sido mantenidos al margen de las actividades más horripilantes de la Familia, Beausoleil era una víctima del sistema). Manson organizó una asamblea de emergencia. Encendieron un fuego en el centro de ese círculo otrora inexpugnable. Se miraron unos a otros a través de las llamas que combatían la soledad y el frío de la planicie desértica. Hubo un bombardeo de ideas. Se propuso asaltar la comisaría de Los Ángeles. Alguien había visto una peli acerca de un asesino que imitaba otros crímenes. Eran sugerencias vagas, ambiciosas, fruto de la impotencia. Eran niños en problemas y cuando los niños necesitan ayuda, lloran o rompen cosas. Y allí nadie iba a echarles una mano aunque llorasen. La consigna era salvar a Beausoleil porque era de la familia, si bien Beausoleil nunca fue un miembro oficial, y la cuestión no era tanto salvarlo como impedir que los incriminase en el asesinato y la venta de droga. Bobby les había telefoneado para asegurarles que mantendría la boca cerrada pero Manson sospechaba que no aguantaría la presión cuando se enfrentase a una cadena perpetua o a la cámara de gas. Se dijeron: “Nadie es libre mientras haya uno solo de nosotros en la cárcel. A la vista nos mostramos con diferentes cuerpos pero somos un mismo espíritu.” Salvar a Beausoleil sería el detonante de Helter Skelter, esta vez sí.

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Bobby Beausoleil en un fotograma de Invocation of my Demon Brother (1969, Kenneth Anger).

Había que hacer algo, ¿pero qué? Faltaba por cumplirse la profecía de Manson, la guerra racial, y el asesinato de Gary Hinman había resultado ser una mala idea. Claro que Hinman era un mindundi, no pertenecía a la clase social de ninguno de esos malditos piggies o cerditos, con su dinero y su displicencia. Gente como el productor discográfico Terry Melcher, que había privado del genio musical de Charlie a las nuevas generaciones; gente que estaba a la altura económica de Terry Melcher y vivía en casas como la suya. Sí, Charles Manson y su mano derecha, Tex Watson, habían visitado su mansión de Cielo Drive alguna vez, aunque él ya no viviese en ella. Charles había sido recibido de malos modos. Esos piggies eran todos iguales y llegaba la hora de darles una buena zurra, tal y como rezaba en la Biblia Blanca de los Beatles. Todo habría sido más fácil si Manson hubiese logrado ser una gran estrella. Su mensaje entraría en los hogares pudientes en forma de disco de música y no de cuchillos. Pero si la sociedad se ponía en contra de Manson, como había hecho toda su vida, Manson les enseñaría a tenerle respeto, a postrarse de rodillas. Quizás, en algún momento, realmente creyera todas las mentiras que urdía frente a sus noches de fogata.

El plan era sencillo: una matanza en los barrios ricos y aislados de Hollywood bastaría para que la guerra empezase. Todos los asesinatos guardarían semejanzas con el de Hinman (“cerdos” aparecería escrita con sangre en sus casas), eso haría pensar a la policía que el verdadero asesino andaba suelto y pondrían a Beausoleil en libertad.

Por eso, a las diez de la noche del 8 de agosto de 1969, Charlie entró por una de las puertas batientes de la vieja cantina del rancho Spahn, seleccionando, aparte de Tex, que conocía el camino hasta Cielo Drive, a tres miembros más para una misión secreta que salvaría a la Familia y en realidad iba a condenarla.

 

Shenzhen, 17 de noviembre de 2014

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♞Helter Skelter: La noche de los cuchillos de caza VI

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Sabéis que no he roto la ley.
Sabéis que soy vuestro rehén.
Sabéis que soy un prisionero político.
Sois todos un puñado de mentirosos. Todos mentís.
Mentís por vuestros trabajos y vuestras posiciones.
Tratando de proteger esa cosa hipócrita que llamáis “yo”.
 
            —Charles Manson, 28 de julio de 2014

HELTER SKELTER: LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS DE CAZA

Sexta parte

Cuando los detectives se presentaron a la mesa del interrogatorio, juntaron finalmente todas las piezas. Era un cuento de terror especiado con los ingredientes necesarios para ponérsela dura a la prensa: jóvenes huérfanos acogidos por un Mesías del Mal, depravación, drogas, hippies, artistas, desierto, prostitución, asesinatos, una mujer embarazada gritando al fondo de una escena poblada de muertos…❞ 

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

Capítulo XIII: Autopsia de una captura

PhotoCharles Manson tenía 34 años cuando ordenó los asesinatos. Primero había sido Gary Hinman, el traficante budista, y ahora, los habitantes de la casa de Cielo Drive, entre los que se contaba una hermosa actriz embarazada. Pero el Apocalipsis (o los periódicos que lo convocan) requería otra ofrenda antes del amanecer. Esta vez Manson acompañó a los discípulos a la residencia de Leno y Rosemary LaBianca, que antes fuera la de Walt Disney. Manson conocía los alrededores, de aquellas semanas en las que era invitado a fiestas y participaba de la endogamia artística de Hollywood, más indulgente con los traficantes de drogas y mujeres disponibles que con los aspirantes de talento. Esta vez el bueno de Charlie iba a dirigir la orquesta para enseñarles a esos bastardos cómo se hacen las cosas. La cualidad de Charlie es la seducción. Si las víctimas no temen por sus vidas, si se les procura una ventana falsa por donde entrevean la esperanza, no se resistirán. Hay que seducir hasta cuando se mata, para que el muerto no te implore antes de morir, para que no haya carreras llenas de gritos como la otra noche, para que no te tiemble la mano y se resbale el cuchillo.

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De izquierda a derecha: Charles “Tex” Watson, Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten.

Charlie, Tex Watson, Linda Kasabian (de conductora), Susan Atkins, Patricia Krenwinkel, Steve Grogan y Leslie Van Houten se apelotonaban en el mismo Ford. Ni siquiera buscaron una emisora con música, bastaba ese silencio inquieto, interrumpido por la voz de Manson, desde el asiento trasero, indicando cuándo girar.

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Leno y Rosemary LaBianca

Leno y Rosemary habían regresado del Lago Isabella, en el norte de Los Angeles. Leno dirigía una cadena de tiendas de comestibles y Rosemary era copropietaria, a unos meses de cumplir los cuarenta, de una boutique. No supieron nada sobre los asesinatos de Sharon Tate y su pandilla de amigos hasta poco antes de llegar a su casa, pasadas las dos de la mañana, en una tirada especial de Los Ángeles Times.

Charlie traía una pistola y Tex, la bayoneta. Se introdujeron por la puerta trasera (desde entonces, en los hogares de L.A, las puertas traseras tienen el cerrojo echado) y fue sencillo reducirlos. Los tranquilizó la voz de sirena de Charlie, susurrándoles que nadie iba a salir herido, que era solo un robo, y ellos se dejaron atar. Entonces entraron las mujeres de la Familia y Charlie hizo mutis abandonando a sus presas desasosegadas pero convencidas de que podrían contarle este cuento de terror a sus hijos. Se llevó a Linda, Susan y Steve para el asalto a otra casa.

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De izquierda a derecha: Linda Kasabian, Steve Grogan y Susan Atkins.

Condujeron hasta la costa y tuvieron un intermedio agradable donde la atención de Manson recayó en Linda, con las buenas nuevas de su embarazo (otro esbirro para mi rebaño, debió pensar). Los cuatro pasearon cogidos de la mano por la fina arena de California mirando el oleaje hostil robarles metros de playa, como un augurio de todo. Charlaban y reían al mismo tiempo que en la casa de los LaBianca, sus propietarios eran asesinados y mutilados con bayoneta, cuchillos y un largo tenedor para trinchar carne. Primero Leno, en el suelo del salón, con su esposa, en el dormitorio, oyéndole gritar a través de la mordaza. Después Rosemary, con los ojos cubiertos por una funda de almohada. Tex Watson o Leslie (las versiones se bifurcan en este punto) grabaron en el abdomen de Leno la palabra “Guerra” y volvieron a untarse las manos de sangre para escribir sus macabros grafities en la pared.

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Fotrografía del asesinato de Leno LaBianca.

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Saladin Nader

Saladin Nader, actor libanés, cuya colaboración en la película The Broken Wings (Youssef Maalouf, 1964) es de las únicas cosas por las que se le recuerda, había recogido a Kasabian un tiempo atrás, cuando intentaba llegar a dedo al rancho Spahn. En su casa, previsiblemente, hicieron el amor. Charlie conocía la historia y le dijo que fuese con los otros, llamara a la puerta del actor y le cortase el cuello en cuanto abriese. Linda fingió acceder equivocando a propósito el camino y salvando una vida.

El 16 de agosto de 1969 (una semana después del asesinato de Sharon Tate y un día más tarde del festival de Woodstock) la Familia de Charles Manson fue arrestada.

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Arresto de Charles Manson en el Rancho Spahn.

El 17 de agosto, domingo, The Times ofrecía en su sección de noticias locales una retrospectiva de la masacre perpetrada en Hollywood, así como una pequeña referencia acerca de una redada efectuada con helicópteros y policías montados a caballo donde habían sido detenidas 26 personas acusadas de robo de autos. Un tecnicismo excusable puso en libertad a la Familia Manson y Charlie lo celebró haciendo matar a su décima víctima, Donald “Shorty” Shea (cuyos restos no fueron descubiertos hasta 1977). Donald era uno de los fulanos trabajando en el rancho Spahn antes de que la Familia se instalase. Habían escuchado a Shea ofrecerse a George Spahn, su propietario invidente, para echarles de su propiedad. Manson creía que Shea, con quien mantenía una mala relación, le había delatado a la policía. Además estaba casado con una bailarina exótica negra de Las Vegas, y aun cuando ya se hubiesen separado, la afrenta interracial persistía en su cabeza.      

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Donald Shea y una fotografía de la espalda del Sheriff Barry Jones desenterrando el cadáver de Shea en diciembre de 1977. 

La Familia no tenía nada que ver con aquella idea original de amor, no era Woodstock con sus comunas abrazadas unas con otras bajo el horizonte de un estadio de rock, los crímenes de Manson eran reflejo de una sociedad que había despertado de su ensoñación romántica y le tocaba batirse con una realidad implacable y sórdida. Los fuegos en el sudeste asiático se vislumbraban en el espejo retrovisor de los Estados Unidos. Los mismos que protestaron contra el derramamiento de sangre vietnamita, fabricaban bombas contra el gobierno. Es la paradoja, tan sabida, de combatir la guerra con violencia. Porque cuando un gobierno desoye el clamor popular, se convierte en una dictadura, y la dictadura, en esencia, implica sumisión absoluta o rebelión encarnizada. La frustración, muchas veces, se ofrece de antesala a la rabia. 

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Woodstock, 1969.

Las explosiones terroristas se produjeron en edificios comerciales y gubernamentales. Eran actos desesperado de grupúsculos del ala de la izquierda radical. En julio del mismo 1969, Sam Melville, antiguo ingeniero técnico, había empezado su campaña contra la política de las grandes empresas, volando uno de los almacenes de la United Fruit Company y, el 20 de agosto, la octava planta de la torre del banco HSBC en Nueva York. Tras ocho atentados esparcidos solamente en cuatro meses, los Weatherman Underground, un grupo que también abogaba por traer la paz a Vietnam bautizando de sangre las calles norteamericanas, recogió el testigo sumergiéndose en la clandestinidad (una explosión accidental construyendo uno de sus artefactos, causó la muerte de varios de sus miembros y dañó la estructura de la casa donde vivía Dustin Hoffman).      

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Sam Melville y los Weatherman Underground.

El festival roquero de Woodstock, ese gran triunfo musical hippy, marcaba el final y no el auge de un movimiento contracultural que ya era presa de vicios autodestructivos y estaba siendo fagocitado por la misma sociedad. El caso del cantautor Tim Hardin, convertido en un yonqui torturado a su regreso de la guerra, puede ilustrar este punto: Tim Hardin emociona sobre la tarima del concierto con la hermosa canción de amor y promesas If I were a carpenter, con sus venas secretamente transfiguradas en una autopista de la heroína. (La dosis mortal le aguardaba en 1980).

Entretanto, la inquietud de Manson crecía como le pasa a esos antiguos fabricantes de lluvia que no divisan sus nubes. Las noticias se negaban a señalar culpables (y aun menos gente de color) por sus dos crímenes consecutivos, y de alguna forma la policía tampoco encontraba relación entre un asesinato y otro (los casos, llevados por dos parejas de detectives diferentes, vinculaban el de Sharon Tate a un asunto de drogas, y el de LaBianca, a unas deudas de juego). Bobby Beausoleil seguía en prisión. 

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El Valle de la Muerte, California.

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Dennis Wilson

La Familia viajó hasta uno de esos parajes donde la civilización se detiene, para recomenzarla a su imagen y semejanza (que es como decir que fueron hasta el culo del mundo para cambiarle los pañales). El Valle de la Muerte era el último destino de su obligado desarraigo, hostigado por fuerzas invisibles. Allí se prepararon para ese ataque inminente que no llegaba nunca, procedente de los Panteras Negras y la policía de Los Ángeles. Dormían en el rancho de la señora Barker a cambio de mantenimiento y un disco de oro que habían robado a Dennis Wilson, un miembro de los Beach Boys.

           

La comida escaseaba y las condiciones de vida en su exilio eran miserables. Cavaron hoyos donde almacenaron armas y comida enlatada bajo el verano del desierto. Los hombres montaban guardia por las noches y disponían de las mujeres del grupo cuando les venía en gana. Las mujeres cocinaban para ellos, cortaban madera para los hornos, cosían y devoraban las sobras que habían dejado los varones. Dedicaban parte de su jornada a buscar un pozo con una galería subterránea que les llevaría a una gran ciudad mágica donde se mantendrían escondidos hasta el final de Helter Skelter y no envejecerían.     

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 Exteriores del Racho Barker.

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Linda Kasabian

Fue entonces cuando el núcleo principal de la Familia dio a conocer a los demás, de forma velada o como parte de un chismorreo insustancial pero aterrador, que Charlie era el responsable de los crímenes en Cielo Drive. Las deserciones habían llegado antes. Linda Kasabian, aprovechando el encargo de Manson de visitar en la cárcel a Bobby Beausoleil para mantenerlo tranquilo y callado, huyó hacia Nuevo México, buscando asilo junto al marido del que estaba separada y dejando en manos de la Familia a su hija Tanya.

Charlie decretó la captura y ejecución de cualquier nuevo prófugo. No bromeaba. Los ojos le resplandecían como los de los coyotes cuando acechan en la oscuridad. Como la tiranía del miedo había dejado de ser suficiente, multiplicó los quehaceres en el desierto para agotar las energías del grupo y disuadirles de seguir el ejemplo de otros miembros, como Kasabian o el mismo Tex Watson, promovido a mano derecha de Manson durante los últimos tiempos. Tex había perdido la fe en el culto y se había esfumado sin decir una palabra a nadie. Charlie tomaba su frustración con las mujeres y las golpeaba hasta sentirse mejor. Era un hogar de sombras furtivas y ojerosas, acompañados de sillas desvencijadas y alimañas de desierto. Vivían en la pestilencia de su desgana y la escasez de recursos. Por eso cuando se produjo una nueva redada, no fueron pocos los que suspiraron con alivio. Hasta la prisión sonaba a unas buenas vacaciones.

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Arrestos en el Rancho Spahn y en el Rancho Barker.

Si los impuestos fueron el talón de Aquiles de Capone, el de Manson lo fueron los coches robados. Algunas patrullas habían avistado sus fogatas y contrastado las matrículas con algunas denuncias de vehículos evaporados en el distrito. Cuando la policía llegó por la noche, nadie opuso resistencia (los vigías dormían extenuados con el arma entre las piernas y algunas mujeres salieron de sus escondites ofreciéndose al arresto). Era una estampa extraña aquel grupo de piojosos malnutridos: unas chicas iban desnudas y orinaban en el suelo delante de los agentes, otras les sonreían con una lascivia ensayada, otras conversaban entre ellas como si todo aquel asunto fuese una travesura. El último en ser capturado fue Charlie, una noche más tarde, escondido dentro de un diminuto armario de aseo bajo el lavabo del baño. Saludó al arma que le encañonaba con un simpático hola. Tenía la expresión de uno de esos despistados que buscando la puerta del baño, se mete en un lío de cojones.

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Al Wiman

Habrían podido salir todos, de uno en uno, bajo libertad condicional, si ya en prisión las lenguas hubiesen seguido quietas. Empezó la novia de Bobby Beausoleil delatando a Susan Atkins como parte de los asesinos que visitaron a Gary Hinman, y Susan, creyendo que la rata había sido Bobby, le devolvió la pelota señalándolo como el único autor del asesinato.    

La investigación de la policía, lenta pero inexorable gracias a los estímulos de la prensa —fueron el periodista Al Wiman y su equipo de televisión del Canal 7 quienes encontraron las ropas  de los asesinos manchadas con sangre—,  tropezaban a menudo con nombres dentro de la Familia. El misterioso Charlie aparecía demasiado aquí y allá, en informes y declaraciones, como para que siguiese siendo un dato circunstancial en los márgenes de la leyenda. Sin embargo, todo Mesías (aunque sea falso) tiene su Judas, y el último y rotundo clavo al ataúd de Manson lo puso la propia Susan Atkins, arrastrada por su afán de protagonismo.

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Susan Atkins y Charles Manson.

En la cárcel para mujeres del Sybil Brand Institute, Susan estableció buenas relaciones con sus compañeras de celda, Virginia y Ronnie, que se apiadaron de ella tomándola por una lunática. Por la noche, se susurraban las historias de sus crímenes con un deje de nostalgia, (Virginia y Ronnie habían ejercido como prostitutas y ladronas). Susan inventaba sus hazañas, presumiendo de haber hecho el amor con un hombre al mismo tiempo que éste se suicidaba. Cuando estaba llegando a su orgasmo, le había urgido al tipo en un susurro: Sí, ahora. El hombre se llevó el arma a la sien y disparó. Susan lamió su sangre caliente y sintió dentro del coño los estertores del último y fulminante orgasmo. Había sido estupendo, algún día tendrían que probarlo, les dijo. La muerte es el paso a otra realidad.       

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Tom Jones

A Susan Atkins le costaba dormir y nunca supo cerrar la boca a tiempo. Sus historias tocaron el tema de la Familia y sus andanzas con Charlie, la nueva encarnación de Cristo. Reveló una lista de celebridades que pensaba asesinar cuando saliese. En ella figuraban como víctimas de honor, Elizabeth Taylor, Richard Burton y Steve McQueen. Imprimiría “Helter Skelter” en el rostro de Elizabeth Taylor con un cuchillo al rojo vivo y le sacaría los ojos. Castraría a Richard Burton para dejar su su pene junto a los ojos de Elizabeth Taylor en una botella que le mandaría por correo a Eddie Fisher, el anterior marido de la Taylor. Frank Sinatra iba a ser desollado vivo mientras escuchaba su propia música. Harían bolsos con su piel y la venderían en las tiendas hippies para que todo el mundo pudiese tener un pedazo de él. Tom Jones, por quien Susan había desarrollado una fuerte obsesión, sería degollado pero solamente después de forzarle a tener relaciones sexuales con ella. Etcétera. Atkins estaba lanzada aunque las otras le pedían que no hablase así, que alguien más podía oírla… Ella no tenía miedo. Lo había hecho antes y nadie la había arrestado. Sabía hacerse la loca y fingir que era una niña buena. Entonces revivió para horror de sus compañeras de encierro los pormenores de la noche en Cielo Drive, presumiendo de haber bebido también la sangre de Sharon, “caliente, pegajosa y agradable”, mientras el resto de las reclusas intentaban conciliar el sueño o sus propias pesadillas.         

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Elizabeth Taylor, Richard Burton, Steve McQueen, Eddie Fisher y Frank Sinatra.

Fueron Virginia y Ronnie quienes se sintieron en la obligación de dar parte a las autoridades. Y Susan Atkins, viéndose entre dos fuegos, olvidó sus baladronadas precipitándose a acusar a Manson como el estratega de todas las operaciones homicidas. Cuando los detectives se presentaron a la mesa del interrogatorio, juntaron finalmente todas las piezas. Era un cuento de terror especiado con los ingredientes necesarios para ponérsela dura a la prensa: jóvenes huérfanos acogidos por un Mesías del Mal, depravación, drogas, hippies, artistas, desierto, prostitución, asesinatos, una mujer embarazada gritando al fondo de una escena poblada de muertos.

 

Capítulo XIV: Recordando a Tess desde la orilla opuesta

Durante el juicio, Roman Polanski se mantuvo alejado de la prensa y de Norteamérica (no así su amigo Jack Nicholson que asistía fascinado al juicio, como si de un partido de los Lakers se tratase), llevando en su viaje un par de prendas de la ropa interior de Sharon como amuleto. Fue su primer autoexilio por Europa, donde siempre conseguía sentirse mejor (en 1974 se vio obligado a repetir el experimento a la carrera por ese asunto tan cacareado que incluía una sesión de fotos para la edición francesa de Vogue, el jacuzzi de Nicholson, champán, una pastilla de metacualona compartida y una niña de trece años sodomizada).

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Samantha Geimer

Hasta entonces eran los tiempos donde se forjaban amistades emblemáticas con una espontaneidad atropellada, como si supieran de antemano que estaban destinados a pergeñar obras maestras. El productor Robert Evans había contratado a Jack Nicholson —que salía de un divorcio, que suspiraba inútilmente por Karen Black, que oscilaba entre las aguas de guionista y actor, aún considerado una de las criaturas inferiores bajo el mecenazgo de Roger Corman—, para participar en una peli mediocre con Barbra Straisand, titulada de forma inmunda On a clear day you can see forever (Vincente Minnelli, 1970). “La hice por la pasta. No estaría trabajando en el cine si así fuesen todas las películas”, dijo Jack, avergonzado. Nicholson quería ser el próximo Brando (de hecho, se compraría poco después una casa al lado de la suya para poder atisbarlo enfrascado en sus obras de jardinería), pero había sido descartado del casting para hacer del marido en Rosemary’s baby (Polanski, 1968) aun antes de que apareciese John Cassavets y se hiciese con el papel. Nicholson ahogaba sus penas en las fiesas de sexo de viernes a lunes que organizaba su colega Harry Dean Stanton, quien entonces, como hasta ahora, era un gran actor limitado a papeles de secundario.

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Jack Nicholson junto a Karen Black y Harry Dean Stanton.    

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Sharon Tate

Jack conocía a Sharon Tate y había cenado ocasionalmente con ella. Sharon cumplía todos los requisitos para que Nicholson quisiera cortejarla aunque luego desistiese al hacerse amigo de Roman. Cenaban los tres (o los cuatro, si Sebring, el amante platónico, estaba de humor) en El Coyote, aquel restaurante mexicano donde alguno de ellos tendrían su última cena. Eran “los buenos tiempos” donde un estilo de vida indecente (según el canon de la predominante clase media de los 60) no estaba reñido con la energía creativa, la ambición y el amor verdadero. El ácido y la niebla vegetal de la marihuana creaba un espejismo de armonía durante ese picnic improvisado que sucedió entre aquel verano de 1967 a ese otro de1969.  Eran los meses previos al rodaje de Easy Rider (Dennis Hopper, 1969) y al súbito estrellato —del 67 al 69, Evans, Polanski y Nicholson se hicieron millonarios y famosos—. Por ahí deambulaban drogados y en buena compañía (o en compañía pagada) Mick Jagger, Bob Dylan, John Lennon, Joni Mitchell.

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Roman Polanski, Jack Nicholson y Bob Evans.

Pero ese movimiento de contracultura solamente fue una burbuja en un mar de mierda. La sociedad americana era eminentemente conservadora, con Richard Nixon capitaneando la vida política después de que el asesinato del candidato Robert Kennedy regalase a los republicanos un oponente flojo y titubeante. Su clase media, la que votaba a la derecha religiosamente y celebraba la doble uve victoriosa que formaban los dedos regordetes de Nixon, leía consternada las noticias sobre el Haight-Ashbury de San Francisco y seguía reclamando los suburbios, el coche, el jardín y la familia, como ideal absoluto de vida. Los hippies, por otro lado, se manifestaban por una sociedad alternativa donde el amor y las drogas servirían de remedio contra la ansiedad, los celos, la ira, las guerras, el consumismo desbordado y la codicia, una arcadia que se vendría abajo en muy poco tiempo por sobreexposición mediática y heroína. 

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Richard Nixon y Dennis Hopper.

El destino aciago de Sharon llevó a Roman Polanski a caer en un limbo desordenado de ideas y proyectos sin futuro hasta que Víctor Lownes accedió a producir su Macbeth con el dinero de Playboy (y a quienes Polanski terminó decepcionando cuando dijo en una entrevista que uno no puede escoger de dónde viene la pasta, pues al fin y al cabo “el dinero no huele”).       

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Roman Polanski  durante el rodaje de Macbeth y Hugh Hefner junto a las chicas Playboy.

Macbeth (1971) fue una producción de varios millones de dólares en pérdidas, y puso a Hugh Hefner (el creador del emporio Playboy), en disposición de repetir esa frase que había acuñado en sus primeros tiempos: “del fracaso se llega a la experiencia”. La experiencia le llevó a abandonar sus ambiciones por un estatus cultural y a conformarse con sus películas menores de lencería y tetas, pero sustancialmente económicas.

Macbeth responde al sueño de adolescente de Polanski, durante sus días principiando en anónimos escenarios de teatro. Shakespeare le parecía un autor capaz de llenar el vacío existencial con algo profundo en esos tiempos donde Roman vivía encerrado en sus propias arenas movedizas. En la historia se retoma la idea, tan manoseada por los griegos, del hombre que conoce de antemano su destino y, por ende, su propia destrucción; la fatalidad de alguien que no puede disfrutar de su gloria ni evitar la muerte aun conociéndola de antemano.

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A la izquierda: Macbeth de Akira Kurosawa, (Trono de Sangre, 1957). A la derecha el Macbeth de Orson Wells, 1948.

La obra teatral ha sido revivida en jugosas adaptaciones al cine, entre las que se cuentan la que realizó Orson Welles en el 48 y la de Kurosawa en el 57 sobre un decorado japonés. La versión de Polanski es impecable y posiblemente sea todo lo que Shakespeare hubiese deseado. Tiene un aire a peli antigua, a lo Errol Flyn, y se solaza en las escenas macabras a las que tanto partido solía sacarle el mismo autor (y es que el teatro es un arte de masas, es decir, un arte vendido y dado a los excesos para combatir la somnolencia y los reproches de la última fila).   

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Macbeth (Roman Polanski, 1971)

El barón Macbeth, tentado por la profecía de unas brujas y los consejos ambiciosos de su propia esposa, decide traicionar al rey Duncan y quedarse con su trono. El asesinato tiene lugar de noche, mientras duerme, de la forma más detestable. Macbeth coronado es un hombre con muchos enemigos y decide castigar al noble Macduff, que levanta un ejercito para derrocarlo, matando a la mujer y los hijos de este. Los críticos interpretaron esta escena como el momento de catarsis del director (la mujer no puede salvar a sus hijos, se escuchan gritos aterradores tras las puertas, los fantasmas de Cielo Drive se pasean por el rodaje). Polanski siempre se ha resistido a ser psicoanalizado por sus películas. Él hace cine porque ama el cine. Si bien a la hora de filmar la escena, exigió que pusieran más sangre, contra la opinión de su colega de guión, el crítico teatral Kenneth Tynan. Polanski le respondió: “Tú no viste mi casa de California el año pasado. Yo sé lo que es la sangre”, porque Roman sí había estado allí, en el salón de su antiguo hogar y había caminado por sus habitaciones con las paredes jaspeadas de sangre y llorado sobre la silueta de tiza de su amor cadáver.

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Macbeth (Roman Polanski, 1971)

Dos años más tarde, en las antípodas de la solemnidad y la tragedia, durante sus días de frenesí sexual y descanso mediterráneo en una villa italiana alquilada con amigos, Polanski rueda una película que muchos interpretan como una tomadura de pelo y otros como un chiste verde para una audiencia sin prejuicios. La película es producto de su tiempo. En la Italia de los 70 se cultivan thrillers y comedias sostenidas por presupuestos austeros e historias flojas escritas para justificar el momento estelar del topless femenino. En el giallo, un subgénero italiano, parece un requisito matar a mujeres bonitas en cueros.           

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¿Que? la película de Polanski, es, en palabras de su protagonista Sydne Rome (la imagen de tantos vídeos de aerobic a comienzos de los 80), un sueño erótico. También es una versión adulta de Alicia en el País de las Maravillas, tomando a Alicia como la versión en carne y hueso de un personaje femenino en los cómics de Milo Manara. Sydne es una turista americana haciendo autoestop por Italia, propensa a quedarse desnuda por una abundancia de sinrazones, ingenua hasta el extremo de la deficiencia mental en sus encuentros con toda clase de garrulos ociosos, entre los cuales despunta un Marcello Mastroianni haciendo de un chulo retirado y masoquista, que utiliza demasiada colonia y se viste con la piel de un tigre para seducir a las chicas. Marcello aceptó el papel por curiosidad, por amistad y por puro divertimento. “Actuar es divertido”, decía, “es prolongar la adolescencia; por eso yo hablo de gozar y no de actuar, porque actuar es fingir y yo no finjo, me divierto”.           

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A la izquierda una escena de What? (Roman Polanski, 1972).A la derecha una fotografía de Sydne Rome.

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Arriba: Bob Evans y Roman Polanski. Abajo: Robert Towne

En Roma, con las distribuidoras todavía negándose a mostrar ¿Qué? Robert Evans emboscó a Polanski para invitarle a regresar a Hollywood y filmar Chinatown. Éste accedió con frialdad. Para él aquella siempre fue una película de encargo pese a convertirse en una de sus obras maestras. Alquiló una pequeña casa no muy lejos de su antiguo domicilio en Cielo Drive, donde se encerró con el guionista Robert Towne para acabar la historia durante ocho semanas de mala relación: Roman amaba el esquí y los los deportes al aire libre y no soportaba la nauseabunda pipa de Towne ni su perro meón (ambos, mascota y dueño, tendrían prohibido el acceso al plató). Ya es sabido la pelea que surgió entre dos posibles finales: uno desdichado, propuesto por Roman, y otro feliz, secundado por Towne y Evans. Se impuso el primero en favor de la obstinación de Polanski, para quien los personajes no pueden hacer nada en contra del poder y la corrupción, representados en esa metáfora sombría del barrio chino, donde el detective debe distanciarse del cadáver de la mujer que no ha salvado (como el propio Polanski).

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Jack Nicholson en Chinatown (Roman Polanski, 1974)

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Steve McQueen y Ali MacGraw

La elección de Jack Nicholson para interpretar a ese detective maldito y sin pistola fue lo más cantado del proceso. Towne, de hecho, había escrito el papel para él, y Nicholson y Polanski siempre habían deseado trabajar juntos debido a su buena relación. El papel de la dama fatal iba en principio a ser un regalo de Evans para su señora Ali MacGraw, la moribunda de Love Story (Arthur Hiller, 1970), pero tras engañarle con Steve McQueen, se lo ofrecieron a Faye Dunaway, cuya carrera iba en declive y que se encargaría de ser la única actriz con la que Polanski sufrió de veras durante el rodaje. Dunaway, todavía con los aires subidos por su papel en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967)  y donde también le tocó morir, no soportaba a Polanski, llegando a exigir su despido. El odio mutuo durante el rodaje obligó a Evans a ejercer de mediador, como bien sabía hacer, con promesas acerca de grandes premios y fortunas.   

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Roman Polanski y Jack Nicholson durante el rodaje de Chinatown y Faye Dunaway.

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John Huston 

Tras dos preestrenos decepcionantes, Chinatown (1974) se convirtió en un gran éxito de pantalla (Polanski estuvo nominado pero fue Coppola quien recogió el premio por su secuela de El Padrino), llevando a Evans y a Nicholson a querer retomar el personaje en una trilogía. Polanski hubiese querido seguir en plantilla pero debido a su episodio con la justicia americana, de la que tuvo que huir por tener relaciones con una menor, el rodaje tuvo que prescindir de él. Nicholson, que guardaba grandes recuerdos de la película (había sentido a John Huston, el villano de la historia, como un padre o mentor cercano en aquellos días donde también presumía de amor al lado de Anjelica, la hija de Huston, en la que sería una relación intermitente y catastrófica de diecisiete años) se encargó de dirigirse a sí mismo y a Harvey Keitel en una continuación sin la misma calidad pese a la escritura de Towne. Si Chinatown tenía que ver, al menos en apariencia, con el agua (en realidad es una historia acerca del incesto), Los dos Jakes (1990) trataba del fuego y la energía. La tercera parte, que quedó en agua de borrajas debido a la pobre recepción de la secuela, iba a titularse Gitter vs. Gitter, y cerraría el arco usando el aire como elemento en una historia sobre el divorcio del detective.   

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Roman Polanski en el set de El quimérico inquilino (1976).

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Tess, la de los d’Urberville

1978 recibe a un Polanski distinto. Ya no es el hombre de fama, que se codea en las revistas de moda con una súpermujer del brazo y en cuya mansión se acumulan proposiciones millonarias sobre grandes películas. Tras el fracaso de su ulterior trabajo, El quimérico inquilino (1976), y todavía descrito por la prensa como un delincuente de desmanes sexuales incorregibles, Roman sigue fugado de la justicia americana y buscando proyectos que le permitan subsistir espiritualmente. Durante un tiempo se plantea abandonar la dirección, disolverse para siempre en su apartamento alquilado de París, como a tantos de sus personajes les sucedía. En Polanski, sin embargo, el cine y las mujeres son una misma pulsión. 1978 es el año en que empieza a rodar una adaptación de la novela Tess, la de los d‘Urberville, escrita por Thomas Hardy. Sharon Tate había dejado el libro en su mesilla durante la última noche que compartieron juntos, Polanski jugando a soltero libertino en Londres y Tate, a mamá candorosa en California. Sharon le había dicho que esa novela podría convertirse en una buena película y, con una sonrisa coqueta, sugirió que no le importaría hacer el papel protagonista. El libro era parte del baúl de los recuerdos que Polanski se negaba a abrir. Desde entonces habían pasado casi diez años y estaba convencido que hay experiencias de las que uno no puede escapar ni sobrevivir a ellas. Sólo le queda afrontarlas, asumiendo que no hay luz al final del túnel, sino solamente un túnel en el que uno espera pasarlo lo mejor posible. En 1978 Polanski recoge el libro. Dentro hay una nota que no había visto antes, escrita con el puño y letra de su mujer asesinada. Le recuerda que en esa historia hay una gran película. La cámara que habita en sus recovecos mentales vuelve a encenderse. Tess (1979) sitúa a su director como un artista irrefrenable; la película recibe aplausos, nominaciones y galardones desde Francia y Estados Unidos. Pero es más importante que eso, con Tess, Polanski rendía tributo a una mujer que no había aprendido a querer lo suficiente, pero que una vez muerta, amaría el resto de su vida.

 

                                                                      Shenzhen, 15 de diciembre de 2014

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♞ Helter Skelter: La noche de los cuchillos de caza VII

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Susan Atkins y Patricia Krenwinkle.


 
 

HELTER SKELTER: LA NOCHE DE LOS CUCHILLOS DE CAZA

Séptima parte

Estos niños que vienen a vosotros con cuchillos, son vuestros hijos. Vosotros les enseñasteis. Yo no les enseñé nada […] La mayoría de la gente del rancho que llamáis Familia eran solamente gente que no queríais […] Estaba trabajando para mantener mi casa limpia, algo que Nixon tendría que haber hecho. Él tendría que haber estado en el arcén de la carretera, recogiendo a sus hijos, pero no lo hizo. Estaba en la Casa Blanca, mandándolos a la guerra. No os entiendo pero tampoco lo intento. No intento juzgar a nadie. Sé que soy la única persona que puede juzgarse a sí misma… Pero también sé esto: que en vuestros corazones y en vuestras almas, sois mucho más responsables por la guerra de Vietnam de lo que yo soy por el asesinato de esa gente…❞ 

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

Capítulo XV: Galería de monstruos a la vuelta de los ’60

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Hunter S. Thompson

PhotoHunter S. Thompson escribió a finales no ya de 1969 sino de 1967 en una carta a otro periodista: “El rollo hippy se acabó; ahora no son más que refugiados y mendigos. O gente colgada seriamente de la droga. Son palizas ambulantes, pero siempre lo fueron. Hace seis meses se la sudaba todo y decían que yo era un reprimido, y ahora se presentan en mi casa con coches matriculados en Nueva York y California para pedirme prestado dinero o venderme cualquier cosa que tengan, incluidas las niñatas con gonorrea a quienes pertenece el coche. Es deprimente. La hierba ha bajado a 50 dólares el kilo en San Francisco, el mercado está saturado, toda la movida está saturada: indeseables y perdedores. Hostilidad y paranoia. A tomar por culo”.

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Comité de Movilización Estudiantil en contra de la ocupación en Vietnam.

1969 fue absolutamente peor. La década de los 60 empezó con John F. Kennedy (la esperanza demócrata para el cambio) y terminó con Nixon (un republicano sombrío, que todos daban por acabado unos años atrás). Nixon poseía un plan secreto para terminar con la guerra de Vietnam, eso decía en los mítines, pero el secreto resultó ser que no tenía ningún plan y la extendió indefinidamente. El movimiento estudiantil hippy, contrario a las acciones militares en el sudeste asiático, había sido desde sus comienzos un grano en el culo. Con el arresto de Charles Manson se le presentaba la ocasión de demostrar que aquellos melenudos pacifistas significaban un peligro camuflado para la sociedad. Por eso no le importó condenar a Charlie antes de que hubiese sido declarado culpable, en un comentario aparentemente al azar pero cerciorándose de que hubiesen grabadoras cerca. Al día siguiente estaba vertido en los titulares de los periódicos. Los abogados de Manson, entre ellos Irving Kanareck, experto en dilatar y posponer el curso de la justicia hasta la exasperación de los mismos acusados, solicitaron que se declarase el juicio nulo, en una de las muchas maniobras que tuvo lugar en esa telenovela de nueve meses y medio considerado el juicio más caro, largo y extravagante de la historia de California, hasta que apareció O. J. Simpson y se llevó el premio a casa. 

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Irving Kanareck y Charles Manson.

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Arriba: Marty Balin. Abajo: Meredith Hunter.

Los 60 dijeron adiós con más sangre. El 6 de diciembre de 1969, el festival de Altamont, que repetía la fórmula de Woodstock, fracasó  a causa de un cocktail de speed, alcohol y motoristas. Los Ángeles del Infierno, recomendados por la banda de los Grateful Dead y los Jefferson Airplane para ocuparse de la seguridad, perdieron los papeles cuando resguardaban un estadio inusualmente poco elevado. Arrojando latas de cerveza y usando cadenas y tacos de billar, trataron de mantener a raya al público. Marty Balin de los Jefferson Airplane los mandó a tomar por saco desde el escenario y sus propios matones se ocuparon de noquearlo a la vista de todos. El concierto se saldó con dos muertos accidentales por atropello y el homicidio de Meredith Hunter, joven afroamericano de dieciocho años, que iba hasta el culo de metanfetaminas. Pateado y empujado por parte de los Ángeles, Meredith había regresado con aspecto trastornado empuñando un revólver que encañonaba al cielo. Fue apuñalado por la espalda, en mitad de la confusión y el ruido de guitarras eléctricas, por uno de los Ángeles. Dejaron su cuerpo tirado en el suelo para que muriese. Algunos testigos trataron de pedir ayuda a los Rolling Stones, organizadores del evento y que tocaban precisamente entonces, pero no pudieron penetrar la muralla de seguridad. Los Grateful Dead se negaron a salir al escenario y los Jefferson Airplane, asomados desde el helicóptero que los rescató de la barahúnda, comentaron inquietos: “Fíjate en esa muchedumbre, parece que se estuviese cometiendo un crimen”. Mick Jagger, volviendo la vista atrás, siempre ha dicho: “Por supuesto que hay alguna gente que quiere etiquetar Altamont como el final de una era (…) Quizás era el final de la suya, el final de su ingenuidad. Yo habría pensado que terminó mucho antes de Altamont”.  

Tres días más tarde, sin haberse disuelto la polvareda de muerte y escándalo del concierto, Manson y los suyos fueron acusados formalmente del crimen en Cielo Drive. La sociedad, dividida de antemano por sus ideas políticas, tomó a Charlie como romántico y chivo expiatorio de los males del sistema o como excusa para volver a casa temprano y alejarse de esos hippies astrosos que viajan a dedo. Su celda estaba llena de cartas enviadas por adolescentes ofuscados pidiendo unirse a la Familia para encontrar sentido a sus vidas. En el rancho Spahn, donde el resto de sus seguidores se había restablecido, multitudes de curiosos se acercaban a alquilar sus caballos. Los miembros de la Familia empezaron a cobrar por las entrevistas.

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Fotografía de Laurence Merrick (centro) junto a Paul Watkins (derecha) durante la promoción del documental “Manson” en 1973.

En ese tiempo se realiza el mejor documental sobre Charles Manson a día de hoy, titulado “Manson” a secas. Le acompaña una banda sonora compuesta por dos de los miembros redimidos del clan: Paul Watkins y Brooks Poston. Contiene grabaciones con los miembros de la Familia apoyando con vehemencia a su líder. Aunque su estreno tuvo que ser pospuesto por problemas legales, se hizo con una candidatura a los Oscar en 1972. Desde entonces la mayoría de los documentales toman prestadas sus imágenes de este. Laurence Merrick, que había llegado de Israel en 1960 para fundar una escuela de Arte Dramático de la que Sharon Tate fue alumna, participó en calidad de co-director en el documental, llevando a cabo todas las entrevistas que se filmaron. Corre el rumor de que además, fuera de cámara, los miembros le contaron en confidencia más detalles de su vida con Charlie y que Merrick pasó la información al fiscal del caso. En 1977 fue asesinado a tiros en el estacionamiento de la escuela de cine donde enseñaba. El pistolero, un joven veinteañero fornido, que se había pasado por la escuela haciendo preguntas sobre Laurence Merrick y su documental, nunca fue identificado. No faltaron quienes tomaron el crimen como un acto de venganza llevado a cabo por los discípulos de Manson. Nunca se pudo demostrar nada.

En noviembre de 1969, ya con Charlie en prisión preventiva, fallece convenientemente uno de sus seguidores más timoratos, John Haught apodado Zero, considerado por algunos de ellos como ”un cabo suelto”. La policía le encuentra un agujero de bala en la cabeza. Los testigos, partidarios incondicionales de Charlie, aseguran que tonteaba con una pistola, haciendo que jugaba a la ruleta rusa. Poco después se encuentran los cuerpos de dos cienciólogos, un chico de 15 y una chica de 19, apuñalados cincuenta veces y abandonados en un callejón. La chica había salido un tiempo con Bruce Davis, un ex-convicto y fervoroso miembro del culto mansoniano que también simpatizaba con la Cienciología. Bruce Davis niega su relación con la chica asesinada pero termina en prisión igualmente, acusado de colaborar en el homicidio de Gary Hinman y Donald Shea.

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Izquierda: John Haught “Zero”. Derecha: Bruce Davis.

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Barbara Hoyt

Les siguió Barbara Hoyt, dispuesta a testificar en contra de Manson. Hoyt, dejándose convencer por las viejas amigas de la Familia, realiza un viaje a Honolulu, donde la envenenan con una hamburguesa llena de ácido. Antes de caer en la inconsciencia, musitó: “Llamen al señor Bugliosi”.

 
 

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Vincent Bugliosi mostrando las cuerdas que amordazaron a Sharon Tate.

Vincent Bugliosi es un hombre de frente despejada e intachable vestuario, uno de esos tipos que se hacen la manicura y frunce el ceño cuando hablan, y además un fontanero demócrata de los desmanes judiciales. Hombre de principios rotundos, también era capaz de soltar una charla terapéutica durante los interrogatorios y dar la impresión de un tío enrollado y todo. Vinent Bugliosi fue el hombre encargado de encerrar a Manson de por vida. Tenía poca relación con sus compañeros de trabajo, que le veían como un tipo retraído y ambicioso, pero también, nadie lo negaba, como un abogado de la acusación implacable. Bugliosi soñó toda su carrera con ocupar el asiento de fiscal de distrito del condado de Los Ángeles sin conseguirlo. Escribió para su consuelo un best seller acerca de Manson y las incidencias del juicio que le convirtió en una figura recurrente en los programas de televisión.

Cuando le adjudicaron el caso, se encontró con que tenía que  jugar la carta trucada de Susan Atkins. En su entrevista con Bugliosi, ella le decía asustada: “Charlie nos está viendo ahora mismo y puede escuchar todo lo que decimos”, así que respiró aliviado cuando Susan tuvo un encuentro con Manson en esos eternos pasillos del juzgado y decidió retractarse de su testimonio aun costa de perder su inmunidad. Su otra alternativa era Linda Kasabian, que mostraba genuino remordimiento y no había sido autora material de ningún asesinato. Kasabian, sin duda, era el testigo ejemplar, una mujer embarazada, tranquila, a quien las lágrimas se le escapaban en los momentos adecuados de su narración. Y también estaba Barbara Hoyt, que se recuperaba del atentado contra su vida.

Denegado el derecho de defenderse a sí mismo, Manson, que contaba transformar el juicio en el altavoz de su propaganda, escarbó una X en su frente para dar a entender que lo habían eXpulsado de la sociedad e hizo circular esta nota:

 “No me está permitido hablar con palabras así que he hablado con la marca que estaré llevando en mi frente”.

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Charles Manson

 Lo cierto es que Charlie estaba más preocupado en gestionar su nueva popularidad para relanzar una carrera musical que en elegir entre los cientos de abogados solicitando llevar su caso. Sus discos, sin embargo, bajo el título de LIE (una música irregular, adecuada quizás para canturrear en una fogata y poco más), se pudrieron en el interior de un garaje sin que ninguna tienda se atreviese a vender la música del asesino.

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Fotografía de  Charles “Tex” Watson de camino a ser juzgado en Los Ángeles.

Cada mañana los acusados tenían la oportunidad de reunirse unos con otros antes de empezar la sesión, menos con Tex Watson, que había sido detenido en otro estado y, con la solicitud de extradición perdida en un limbo burocrático, fue juzgado en solitario. Charlie solamente podía presentar el plan de actuación del día a las chicas: Susan Atkins (acusada de participar en el asesinato de Gary Hinman, así como en el de los residentes de Cielo Drive), Patricia Krenwinkel (acusada también por su papel en los crímenes de Cielo Drive) y Leslie Van Houten (por su colaboración en los asesinatos de la familia LaBianca).  Las mujeres le obedecían ciegamente, cantaban de camino al juzgado composiciones de su disco fallido, se reían al unísono y daban la espalda al juez. También consintieron en raparse la cabeza y grabarse una X en la piel, demostrando sin saberlo que eran extensiones físicas de la voluntad viciada de Manson y no agentes libres, como él quería que los demás las vieran.

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Arriba de izquierda a derecha: Patricia Krenwinkel, Susan Atkins y Leslie Van Houten. Abajo de izquierda a derecha: Leslie Van Houten, Patricia Krenwinkel y Susan Atkins.

Los abogados de las chicas no eran excepción y debían someterse a los métodos poco convencionales de Charlie, que contaba con erigirse en el papel de director de orquesta en ese juicio. Para empezar, no podían estar con sus clientes sin que él estuviese presente. Charlie temía dejarles a solas y que conspirasen un plan para salvar el pellejo a su costa. Ronald Hughes, uno de los abogados en el equipo de su defensa, obstinado en llevarle la contraria, desapareció durante los diez días de receso para preparar las argumentaciones finales y no fue encontrado hasta mucho tiempo después, en forma de cadáver. La estrategia miserable de Manson era muy sencilla: él no sabía nada y no había hecho nada. Todo era cosa de los demás, que tenían derecho a ejercer su propio albedrío. Nunca había dado ninguna orden porque no era quién para mandar a nadie. Él solamente las había acogido, brindado amor y refugio. Resultaron ser la compañía equivocada, una cofradía de almas en tormento o, como él mismo decía, sin disimular su tono de orgullo: “Unos amigos míos mataron a gente, ¿y qué? mis amigos siempre han matado a gente”. Era, pues, Manson, el traidor más despreciable.

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Izquierda: fotografía del abogado Ronald Hughes. Derecha: Charles Manson.

Entretanto el resto de la Familia acampaba en la entrada del edificio del tribunal, como groupies esperando a que abra la taquilla con las entradas de un concierto. Cosían con las melenas de sus compañeras presidiarias un chaleco “mágico” que se turnaban en exhibir ante la prensa, haciendo campaña en favor de su liberación. Había gente que se les acercaba y les traía viandas o contribuían a la casa con un poco de calderilla.

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Fotografía de algunos de los miembros de la familia Manson en los exteriores de un juzgado en Los Ángeles. 

Las manifestaciones en contra de la guerra que tenían lugar en los campus de las universidades, se cobraron sus primeras vidas. El 4 de mayo, la Guardia Nacional mató a tiros a cuatro estudiantes que figuraban entre los protestantes en la universidad Kent State en Ohio (una encuesta hecha poco tiempo después demostraba que más de la mitad de la población adulta pensaba que “se lo habían buscado”) y 350 universidades fueron temporalmente cerradas a causa de las huelgas o por orden de la administración. La empresa petrolera Gulf Oil distribuyó 22 millones de pegatinas para el parachoques con la leyenda “America – Love it or Leave It” (“América, ámala o lárgate”), un lema aprendido y repetido hoy en día por boca de la clase política de derechas que da por hecho que no hay más América que la suya.

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Masacre de la Universidad de Kent State, 1970.

El 10 de abril de 1970, Paul McCartney anunciaba la disolución de los Beatles (que ya había tocado su último concierto en enero, en la azotea del edificio Apple). Para la Familia aquello fue como presenciar la disolución de los doce apóstoles.

Manson, al igual que Nixon, era un asesino que no se manchaba las manos y mataba a través de otros y tanto el líder de la secta como el líder de la nación se usaban mutuamente como cortina de humo. Manson paseaba los pasillos de la corte con el aire de un Mesías traicionado. Nixon tenía la televisión y los trajes caros, y una estilográfica más mortal que ningún otro arma que se haya inventado. Tex Watson era delante de las cámaras un joven apuesto de pelo corto y mandíbula ancha. Sadie, Pat y Leslie, unas jóvenes hermosas y madres precoces. Toda esta galería de siniestros personajes dominó el panorama cultural de esos meses largos y atroces de 1970 y 1971 calando en la psique americana y alimentando su hambre por el morbo. Lo que Estados Unidos y su cine aprendieron de todo esto es que los monstruos no se delatan con la apariencia y eso les hace más peligrosos, que los monstruos de verdad también dan un beso de buenas noches a sus hijos y los arropan antes de dormir.

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Izquierda: Charles Manson. Derecha: Patricia Krenwinkle, Susan Atkins y Leslie Van Houten.

Al final del juicio, a Manson le fue permitido dar un discurso a condición de que el jurado no estuviese presente. El juez, la fiscalía y los periodistas eran público suficiente para su último número:

—Estos niños que vienen a vosotros con cuchillos, son vuestros hijos. Vosotros les enseñasteis. Yo no les enseñé nada (…) La mayoría de la gente del rancho que llamáis Familia eran solamente gente que no queríais (…) Estaba trabajando para mantener mi casa limpia, algo que Nixon tendría que haber hecho. Él tendría que haber estado en el arcén de la carretera, recogiendo a sus hijos, pero no lo hizo. Estaba en la Casa Blanca, mandándolos a la guerra. No os entiendo pero tampoco lo intento. No intento juzgar a nadie. Sé que soy la única persona que puede juzgarse a sí misma… Pero también sé esto: que en vuestros corazones y en vuestras almas, sois mucho más responsables por la guerra de Vietnam de lo que yo soy por el asesinato de esa gente (…) Creo que es hora de que empecéis a miraros a vosotros mismos, a juzgar la mentira en la que estáis viviendo. Mi padre es la prisión. Mi padre es vuestro sistema… Soy solo lo que me habéis hecho. Soy un reflejo de vosotros (…) ¿Queréis matarme? ¡Ja! Ya estoy muerto, lo he estado toda mi vida. He pasado veintitrés años en tumbas que habéis construido (…) ¿Y qué hay de vuestros hijos? ¿Decís que son sólo unos pocos? Hay muchos, muchos más que proceden de la misma dirección. Están corriendo en las calles y se dirigen hacia vosotros.

 Bajó del estrado. Al pasar al lado de las chicas, se inclinó para decirles, seguro de sí mismo:

—Ya no hace falta que testifiquéis.

Esa fue su última orden. Su última demostración de fuerza sobre ellas. Lo hizo en el juzgado, con la sala llena de testigos, convencido de que sus palabras bastaban para ganarle la partida a todos.

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Fotografía de juicio de la familia Manson.

El veredicto de culpabilidad se escuchó en enero de 1971 y fue recibido por gritos y amenazas de los acusados, advirtiendo a los miembros del jurado cerrar con llave la puerta de sus hogares.

—No habéis logrado nada, sólo me mandáis de vuelta de donde vengo —dijo Manson antes de salir de la sala. Tenía razón. No llegó a darse el paseo hasta la cámara de gas. El 18 de febrero de 1972, la Corte Suprema de California abolió la pena de muerte y su sentencia fue conmutada a cadena perpetua con opción a solicitar la libertad condicional en unos años. La familia Tate, sin embargo, ha consagrado su vida a evitar que ninguno de ellos salga, haciendo campañas y manteniendo viva la memoria de las víctimas. Charles Manson ha pasado el resto de sus días viviendo como siempre lo ha hecho, encarcelado y amamantado por el sistema que desprecia.

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Fotografía de Yoko Ono y John Lennon para la portada de Rolling Stone.

Meses más tarde, en una entrevista llevada a cabo por la revista Rolling Stone, John Lennon afirmó que Manson debía estar muy loco. Dijo que nunca había prestado atención a la letra y que en lo que a los Beatles concernía, Helter Skelter era solamente ruido. En 1980, Lennon fue abatido por la espalda, a la entrada del edificio Dakota, donde tenía alquilado un apartamento, ese mismo que utilizó Polanski para rodar parte de los exteriores de La Semilla del Diablo (Rosemary‘s baby, 1968).

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Fotografía del edificio Dakota tras el asesinato de John Lennon y una escena de La semilla del diablo con Mia Farrow.

En la prisión de San Quintin, la vida de Manson corre peligro, ya no es un anónimo prisionero que pasa por deficiente mental, su celebridad exagerada atrae envidias y amenazas. Para mantenerse a salvo se alía con la Hermandad Aria, transformando la X de su entrecejo en una esvástica. Ofrece a los miembros nazis que corretean en libertad, sexo gratuito a costa de las mujeres de la Familia. Entre todos convienen un plan de fuga que parte de la idea de secuestrar un avión e ir matando uno a uno a todos sus pasajeros hasta que Charlie sea liberado. El complot no va más allá porque para llevarlo a cabo hace falta un suministro de fusiles de asalto. Durante el atraco a una armería, la alarma silenciosa pone en sobreaviso a la policía que logra echarles el guante a todos.

Entretanto las epifanías religiosas van  llegando a los miembros reclusos, pasando del extremismo luciferino de Manson al extremismo cristiano: Las chicas conceden entrevistas publicitando su arrepentimiento y Tex Watson inicia un ministerio evangélico dentro de prisión. En sus palabras, “los actos puros emanan de Jesús; los actos diabólicos, de Manson”.

Estados Unidos retira sus tropas de Vietnam en el verano de 1973. En el 74, Nixon dimite a causa del escándalo Watergate. El mensaje de Charlie sufre una profunda transformación y ensalza la castidad, prohíbe las películas violentas y denuncia a las grandes empresas como responsables de la polución del medio ambiente. Bugliosi vende siete millones de copias de su libro titulado Helter Skelter. El 5 de septiembre de 1975, Lynette “Squeaky” Fromme, una de las portavoces principales de Manson, vestida con los atuendos de una monja teñidos de color púrpura, levanta una Colt. 45 para hacer fuego contra el nuevo presidente de los Estados Unidos, Gerald Ford. Un agente del servicio secreto la derriba. El atentado de asesinato, dice ella, era una forma de abrir los ojos al público americano en cuanto a las innumerables amenazas medioambientales.

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Fotografía del intento de asesinato de Lynette “Squeaky” Fromme a Gerald Ford.

En 1988, los Lemonheads graban la canción de Charle: “Home Is Where You’re Happy” y en 1993 los Guns N’ Roses hacen lo mismo con una versión de “Look at Your Gambe, Girl”. El dinero recaudado se destina, por orden de la corte, al hijo de Wojciech Frykowski.

Susan Atkins, diagnosticada con cáncer cerebral en 2008, fallece, un año más tarde, en el ala del hospital de la prisión, habiéndosela denegado la libertad condicional pese a sufrir parálisis en el ochenta y cinco por ciento de su cuerpo. En el lecho de muerte dice haber hecho las paces con Dios, pero no con Manson, al que consideraba “la persona más difícil de perdonar”. Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten siguen en prisión.

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De izquierda a derecha: Susan Atkins, Patricia Krenwinkle y Leslie Van Houten

El último inquilino de la casa de Cielo Drive fue el músico Trent Reznor, que graba dentro su álbum The Downward Spiral con su banda los Nine Inch Nails. Reznor llamó a su estudio de grabación “Le Pig” por la palabra con sangre escrita en la puerta principal. Decide mudarse (según algunos rumores, arramplando con la puerta de entrada) porque no dejaba de encontrarse ramos de flores muertas y velas encendidas alrededor del portón principal. La casa fue demolida en 1994 y sustituida por una nueva edificación.

Manson sigue recibiendo docenas de cartas cada mes y solamente responde a aquellas que llevan donaciones jugosas a nombre de su organización ecologista ATWA – Air Trees Water Animals (Aire, Árboles, Agua, Animales). Charlie toca la guitarra y lee la Biblia, se divierte con el National Geographic. Es vegetariano. Su actor favorito sigue siendo, como de niño, John Wayne.

Charles Manson es ya un preso de 80 años que no aspira siquiera a la libertad y anuncia boda con  Afton Burton, apodada “Star”, de 26, con la que mantiene siete años de relación epistolar, una chica de cara ovalada y ojos a lo Susan Atkins, como parte de un episodio más de su propio reality. La chica, que gestiona su web y aún conserva una cicatriz de la X que se grabó en su frente dos años atrás en solidaridad con su futuro esposo, también aspira a heredar el dinero que Manson ha ido acumulando gracias a la venta por Internet de su música, sus pinturas, mechones de pelo, y toda clase de recuerdos . “Es una paria oportunista”, la tilda uno de los hijos bastardos de Manson, “ya le han ofrecido 75.000 dólares por la exclusiva de las fotos de boda pero ella exige el doble”. ¿Se trata de otra de sus metamorfosis para mantener su estatus de celebridad siniestra? Jugando al despiste, Manson finge pelear por su inocencia y finge también su obsesión por el medio ambiente. El legado que empezó en pesadilla se resuelve en farsa y quizás ha llegado la hora de que el maestro titiritero se vuelva una marioneta en manos de otros codiciosos desalmados. Por eso ya no importa, salvo para el morbo ridículo, lo que pretenda este viejecito. El tiempo nos quita todo, hasta la posibilidad de inspirar miedo. Charles Manson no importa. Ha dejado de ser el símbolo de todo lo que puede ir mal con un ser humano. Ese que atisba entre los barrotes y nos juzga, con sus múltiples cortes de pelo, ya no es Manson.

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Afton Burton y Charles Manson.

Según dicen algunos miembros de la Familia que aún se declaran activos y viven en la semiclandestinidad, Charles nos sobrevivirá a todos, no tanto porque él no vaya a morirse sino porque en realidad ninguno de nosotros ha llegado a existir jamás. Con su potra, quizás lo consiga. Ya ha fallecido Doris, la madre de Sharon Tate, celosa cancerbero de su cautividad, y Patricia, la hermana menor de Sharon, por un cáncer de mama. Polanski permanece en el exilio después de ser arrestado por el asalto sexual a una niña de trece años y no ha regresado al nicho familiar donde quedan los restos de su mujer y su hijo, ha ganado un Oscar y sigue haciendo películas febrilmente. Linda Kasabian salió en libertad después del juicio y vive bajo otro nombre en una casa rodante. Hace sólo muy poco descubrió para su sorpresa que una conocida banda de rock se había puesto de nombre Kasabian por ella. Bobby Bausoleil escribe y graba música desde la prisión estatal de Oregón. Terry Melcher murió de cáncer en 2004. Dennis Wilson se ahogó en 1983 arrastrado hasta el fondo del agua por una vida de excesos, malas compañías y arrepentimientos. En su estupendo y único disco en solitario de 1977, Pacific Ocean Blue, escribe en la última canción, como anticipo de una despedida, las siguientes estrofas:

 

 ❝Aquí estamos, con nuestros sueños en el cielo.
Todos tenemos sueños.
Es formidable saber que estamos vivos.
Al final todo se acaba.
 Ahí estás al final del show.
Muchas gracias.
por todo lo que has querido,
por todo lo que has necesitado.
Muchas gracias por todo lo que has soñado.
Y ahora se ha terminado.❞

 

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Doris Tate

La vida no está hecha por las decisiones que tomamos ni es un asunto de carácter. La última palabra está en boca del azar. La vida es un rompecabezas cuyas partes no encajan, no construyen un dibujo, deja los episodios inacabados, su moraleja es una elucubración imaginaria. Si Sharon no hubiese trabajado en El baile de los vampiros, tampoco habría enamorado a Polanski. Si Manson no hubiese conocido a Beausoleil, si Beausolil no hubiese matado a Hinman. Si Dennis Wilson no hubiese recogido en su coche a las dos chicas de Manson, si Terry Melcher no les hubiese dejado saber dónde vivía. Si él y su novia de entonces, Candice Bergen, no se hubiesen trasladado después de romper, si Manson no hubiese amado la música, si, si, si… Entonces Sharon quizás sería una actriz frustrada, una antigua modelo de gloria fugaz, una anfitriona de sonrisa radiante, que envejece despacio, hace compañía a un empresario maduro, y fuman juntos un poco de marihuana en el aire seco de las colinas de San Diego. Sería una mujer convencional y apacible, que recomienda a sus nietas conducir despacio, consumir pocas drogas y tener cuidado con los desconocidos. Una mujer ignorada por el mundo y querida por su familia, y no un icono muerto para revistas de moda nostálgicas y artículos sobre criminales.

 

Epílogo: 10050 Cielo Drive

Lo peor de todo es la expresión de los muertos. No es verdad que parezcan dormidos. Eso es trabajo del embalsamador. Los muertos tienen cara de cansancio (cansancio de sufrir) y tristeza. Curiosamente ninguno de ellos tiene los ojos completamente abiertos. El pánico no es una sensación que reflejan los cadáveres. Uno se muere cuando el cuerpo no tolera más dolor y miedo. Por eso los muertos tienen cara de sueño pero tampoco duermen (ni descansan). Les han interrumpido en medio de algo y lo imperdonable de la muerte es que no sabremos qué era ese algo.

El cuerpo desnudo de Sharon Tate mostraba dieciséis heridas de cuchillo, cinco de ellas letales. Jay Sebring había sido disparado una vez y apuñalado siete. Suman veintiocho los orificios negros como hormigas por donde el filo del arma penetró en Abigail Folger. Su novio Wojciech Frykowski presentaba dos heridas por disparo, cincuenta puñaladas y una cabeza machacada con rabia que hizo falta limpiar de sangre para que fuese reconocible. Steven Parent tenía una raja profunda en la mano, infringida cuando había intentado defenderse, y cuatro agujeros de bala del calibre 22. En resumen, puede decirse que los habitantes del 10050 Cielo Drive fueron golpeados, estrangulados, apuñalados, disparados. Y no habían muerto inmediatamente ni en silencio.

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Fotografías de la entrada de Cielo Drive.

Tex Watson paró frente a las puertas electrónicas de la entrada y dejó a las mujeres esperando. Trepó por el poste telefónico, cortó los cables, regresó al auto, dio marcha atrás. Subieron a pie la pequeña colina de la entrada, escalaron el muro y ya en el otro lado les dijo que iban a invadir esa casa, donde el productor de música Terry Melcher había vivido, para matar a todos los que estuviesen dentro. Y nadie dijo nada, ninguna abrió la puta boca, porque en ese momento de sus vidas la sumisión era casi absoluta y el asesinato no era un asunto tan grave dado que el espíritu sobrevivía al cuerpo en su viaje astral por diferentes realidades. Amén a la Biblia, los Beatles y a Charles Manson.

¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!

Desenvainaron los cuchillos.

Hacía un calor insoportable. En palabras de uno de ellos, “era una noche tan silenciosa que podía casi escucharse el tintineo de los hielos de las cocteleras en los hogares de abajo”.

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Interior de la casa de invitados en la que se alojaba William Garretson.

Les llegó un ruido de motor que procedía de la casita del jardinero y Tex salió al encuentro del auto de Steve Parent, precisamente detenido frente a la cancela. La boca temblorosa del muchacho se le llenó de balbuceos suplicantes que cayeron en saco roto. Hubo testigos que oyeron los cuatro disparos y los tomaron por petardos. La acústica caprichosa del cañón ahogaría las siguientes detonaciones, los chillidos, carreras y gritos de socorro, confundiendo la banda sonora de la matanza con fuegos artificiales o incluso crímenes más lejanos y por ello menos importantes (una patrulla de vigilancia dio parte de los tiros sin ser capaces de señalar su procedencia y la policía ni se presentó). Garretson, el jardinero, tampoco oyó nada (o eso aseguró a los detectives cuando lo trataron en un principio de sospechoso principal). Vio la tele, escribió algunas cartas. Trató de llamar por teléfono pero no había línea. Años más tarde, sin embargo, admitió haber escuchado los gritos. Se había asomado a la puerta de su casita para ver a una mujer perseguida por una figura de negro. Se había encerrado dentro, temblando, y sólo reaccionó cuando la policía se presentó por la mañana.

Tex puso el Rambler en punto muerto y lo bajó empujándolo por la rampa de acceso, con el cadáver de Parent cabeceando en su interior. La noche había empezado de verdad con la boca del 22 abriendo fuego sobre la víctima más fortuita de todas porque Steven ni siquiera vivía allí o había sido invitado a venir, porque aquella era la primera y última vez que planeaba aparecerse (su objetivo: venderle al jardinero una radio con reloj) y de haber salido unos minutos antes, aquella hubiese sido una visita completamente olvidable, que él se vería obligado a adornar de peculiaridades para entrevistas y documentales posteriores. Pero Steven Parent, con dieciocho años y pinta de empollón, siempre había sido un chaval trabajador con poca suerte, y esa vez la suerte le abandonó del todo, lo dejó tirado en los asientos delanteros del vehículo que había tomado prestado de su padre.

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Steven Parent

Las mujeres vestidas de negro salieron de detrás de los arbustos. Eran sombras cohabitando en la oscuridad, aproximándose, a gatas, con los cuchillos en la boca, a la casa que les hacía guiños con su adorno navideño de luces. En el garaje de Cielo Drive se encontraban estacionados el Porsche de Jay Sebring, el Firebird de Abigail Folger y un Camaro alquilado por Sharon Tate.

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Vista exterior de la casa de Cielo Drive y la ventana por la que accedió Tex Watson a la casa. 

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Coches aparcados en los exteriores de la casa. 

Tex ordenó a Kasabian que fuese a la parte trasera de la casa y buscara alguna puerta o ventana sin cerrojo. Linda fingió hacer lo que le pedía porque las ventanas de la guardería recién pintada para el bebé estaban completamente abiertas y ella no dio parte. Tex se introdujo por una de las ventanas. Mandó a Linda regresar donde la cancela y permanecer como vigía en caso de que alguien se presentase. Así que ella se quedó al lado del Rambler, haciendo compañía al cadáver del muchacho, sin tener ni idea de qué estaba haciendo realmente allí. Las demás siguieron a Tex por la ventana y reptaron desde el rellano hasta el salón para encontrarse con los ronquidos poderosos de Wojciech Frykowski, todavía con ropa de calle y completamente traspuesto en el sofá.

Susan fue a inspeccionar el resto de la casa. Frykowski se removió a causa de los susurros y los pasos cautelosos y todavía entre telarañas preguntó en voz alta por la hora. No hubo respuesta pero se percibía la respiración caliente de las tres personas de negro observándole desde muy cerca. Wojciech entró en un estado de vigilia repentino y les preguntó quiénes eran y qué querían. Recibió una patada fuerte en la cabeza. El rostro de Tex se aproximó al suyo como si fuese a darle un beso:

—Soy el diablo y estoy aquí para hacer los negocios del diablo —siseó.

—¿Qué?

—Otra palabra más y te mato.

Susan atisbó a través de la puerta del cuarto de invitados. Abigail Folger, que leía con su camisón blanco, la sonrió al ver aparecer su cara, acostumbrada a las visitas sorpresa de los colegas de los Polanski. Susan le sonrió de vuelta, a modo de respuesta, y pasó de largo como una vieja amiga. Atisbó entonces en el dormitorio principal, tratando de pasar inadvertida, y vio a Sharon Tate y a Jay Sebring hablando al borde de la cama, en voz baja. Tate llevaba un picardías blanco y una bata muy fina cubriéndole los hombros. Sebring estaba completamente vestido.

Susan regresó al salón (saludando a su paso a Folger por segunda vez) para informar a Tex de los otros habitantes de la casa. Tex la ordenó que los trajera hasta él. Susan sacó a Abigail Folger de su habitación y a Sharon y Jay Sebring a punta de cuchillo. Ninguno intentó resistirse. El mal trago por ese allanamiento terminaría antes si colaboraban. Es la excusa que razonan las víctimas frente al matadero.

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Interior del cuarto de Abigail Folger y, en la izquierda, la puerta y la vista hacía el pasillo que debió de tener al ver pasar a Susan Atkins.

Susan ató las manos de Frykowki con una toalla, y Tex usó su cuerda para hacer los mismo con Sebring. Éste se quejó de que el nudo le apretaba demasiado y Tex le advirtió por última vez que si decía una sola palabra más, sería hombre muerto. Rodeó su cuello con la cuerda, pasó el otro extremo por encima de una de las vigas que corrían por el techo y ató con éste el cuello de Sharon, haciendo que compartiesen ella y  Sebring un siniestro nudo umbilical que amenazaba con asfixiarlos y ya abrasaba la piel de sus cuellos. Sharon rompió a llorar y Tex le ordenó cerrar la puta boca y tumbarse. Sebring, que había perdido sus privilegios de amante hacía mucho tiempo pero aún la quería (era un secreto a voces), protestó:

—¿No ves que está embarazada?

Sharon gritó casi al unísono del disparo, el cañón humeante del arma miraba hacia Jay Sebring, que se tiró al suelo con las manos en las costillas (tenía el pulmón izquierdo perforado). Tex le propinó varias patadas en la cara, enajenado de rabia y Sebring se desmayó sobre la alfombra. En una peli, Watson hubiese dicho: “Te lo advertí” con una mueca vulgar, en lugar de eso informó a todos de que querían su dinero. Folger, escoltada por Susan vació el suelto de su monedero, unos miserables setenta dólares, y los contaron junto al cuerpo de Sebring, que hasta hacía unos instantes había sido el celebrado peluquero de las estrellas y ahora procuraban no mirarle, no hacerle caso, pretender que eso de allí no era un ser vivo agonizando con uno de sus pulmones colapsándose de sangre. Tate les dijo entre sollozos que en la casa no había dinero pero podrían conseguir más si les daba algo de tiempo. Tex estaba demasiado frustrado para escucharla. Había tomado con Susan ácido durante el día y metanfetamina al atardecer de un pequeño alijo que mantenían oculto del resto. Las drogas le ayudaban a mantenerse en un estado permanente de furia. Sebring gemía como hace la gente que quiere despertar de un mal sueño. Tex se mordía los labios: esos malditos ricos y sus bancos y sus talonarios y sus fortunas invisibles desvaneciéndose al contacto de sus dedos ansiosos. Se puso de rodillas al lado de Sebring y le enterró el cuchillo en la espalda una y otra vez. El cuerpo de Jay lanzaba patadas al aire, con los ojos completamente abiertos (cayendo de una pesadilla a otra) hasta que prácticamente dejó de moverse, temblando discretamente como si temiera molestar. Tex se levantó con la sangre del cuchillo resbalándole por el antebrazo y sentenció, dirigiéndose especialmente a las mujeres:

—Vais a MORIR TODOS.

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Jay Sebring

La casa se llenó de súplicas prorrumpidas en forma de gritos aunque nadie más fuese capaz de oírlas. Por un momento Susan Atkins se quedó petrificada al ver a todo el mundo desperdigarse a la carrera, como si presenciase una competición de ángeles y demonios. Wojciech revolvió sus manos dentro del nudo torpe y poco afianzado que le había hecho Susan con la toalla y en unos segundos las tuvo libres. Tex gritó a Susan: ¡Mátale, joder! Atkins lanzó un alarido con el cuchillo en alto y Wojciech trató de sujetarle las muñecas en vano. Saltaron del sofá y forcejearon de pie por el control del arma. Patricia Krenwinkel empezó a golpear con el cuchillo a Abigail Folger que emprendía la retirada atravesando las habitaciones de la casa. Frykowski tiraba de la larga melena de Susan y Susan le apuñalaba a ciegas, a veces al aire, a veces golpeando con la hoja las piernas de Frykowski y rebotando contra el hueso. En conversaciones posteriores, en su etapa cristiana, decía sentir “una fuerza que sujetaba su muñeca y le impedía clavar el cuchillo”. También declaró que “Tex estaba lleno de una súper fuerza demoníaca”. Tex disparó dos veces sobre Frykowski pero viendo que aún ofrecía resistencia, lo abatió saltando sobre él, mutilando su cabeza con la empuñadura del arma, que sostenía por el cañón largo a modo de martillo. La culata de nogal se astilló en tres partes a causa de la fuerza de sus golpes contra el hueso del cráneo. Desfigurado, Wojciech Frykowski gritaba algo que no eran palabras sino balbuceos frenéticos, aullidos de un animal aterrorizado y lleno de dolor. Salió por la puerta principal en una máscara de sangre, donde Linda Kasabian llegó a tiempo de verlo desplomarse a sus pies en ese porche de madera que recorría la entrada apaisada de la casa. Al mismo tiempo Abigail Folger corría, seguida muy de cerca por Pat Krenwinkel, que sostenía su propio cuchillo (ensangrentado, ya la había herido aunque no fuese de gravedad). Abigail consiguió abrir la puerta trasera. Tex se sentó encima de Frykowski y le apuñaló varias veces más. Linda, desde el umbral de la puerta, vio a Sharon atada por el cuello y con los ojos anegados en lágrimas y gritó a sus compañeros: “Por favor, parad de una vez, está llegando gente”, lo cual era mentira. Linda regresó confundida a donde habían dejado su coche, esperando en la falsa quietud de esa noche de verano.

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Wojciech Frykowski

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Pasillo por el que huyo Abigail Folger.

Las dos mujeres, Krenwinkel y Folger, salieron al césped. Patricia Krenwinkel había pasado por la chica fea y peluda entre sus compañeros de instituto y Folger era la heredera de una inmensa fortuna asentada en el negocio del café. Krenwinkel se había enamorado de Manson y su causa durante la primera noche que se conocieron, en la playa, escuchándole cantar y haciéndole el amor, escuchándole llamarla hermosa, por primera vez, la primera vez que un hombre…  y ahora no sentía nada sino la urgencia de terminar el trabajo encomendado, cumplir con la voluntad de su mesías con polla y guitarra.

Dos figuras jadeando y gritándose una a la otra. Folger parecía un fantasma en su vaporoso camisón blanco. Folger que podía estar en cualquier otra parte del mundo y vivir defendida por unos muros de castillo y cuatrocientos guardaespaldas, había preferido cambiar de vida, apoyando activamente la candidatura demócrata de Robert Kennedy hasta que también lo asesinaron. Le gustaba codearse de figuras de la farándula, gente con inquietudes que iban más allá del dinero. Había recaudado fondos para  la clínica gratuita del Haight-Ashbury, donde muchas de las seguidoras de Manson habían sido tratadas de gonorrea. También trabajaba como voluntaria con niños de barriadas pobres. Quedaban dos días para que cumpliese los veintiséis años. Había sido una buena persona, una fuerza de bien, con el coraje de atreverse a salir de los muros del castillo sin su escolta de cuatrocientos matones. Ahora su novio, un escritor frustrado y traficante de drogas ocasional, estaba muerto en alguna parte de la oscuridad y lo peor es que él era la única persona capaz de defenderlas. Si Frykowski había muerto, todas estaban muertas. Huía, quería dejar atrás la casa y a Sharon, colgando de una viga y vigilada por otra loca armada de un cuchillo. ¿Pero qué más podía hacer ella? Huir mientras la sangre de sus heridas descendía como una menstruación torrencial por sus piernas.

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Sangre en el porche y en la entrada de la casa de Cielo Drive. 

Fue una carrera corta. Pat derribó a Folger poco después de salir por la puerta que daba a la piscina resplandeciente. La hierba achicharrada por el sol de esos días, desapareció bajo el peso de ambas mujeres, que parecían amantes abrazadas en la clandestinidad. Pat prodigó a Folger otra andanada de puñaladas, hasta que ésta dejó de resistirse, y la dijo llorando:

—Vale, me rindo, me has matado —y trató de cerrar los ojos, dejarse llevar, zarandeada, vibrando con cada nuevo golpe del cuchillo. Se sentía todo lo cerca que se puede estar de la muerte sin tener la boca llena de gusanos. Ahora quería que la dejasen en paz.

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Abigail Folger

Patricia sintió a alguien más a su lado. Alzó la cabeza y se cruzó con la mirada aprobadora de Tex Watson.

—¿Está muerta?

—N-no, no lo sé.

Era verdad que no lo sabía como tampoco se atrevía a cerciorarse, a posar su oreja sobre la boca por la que salían hilos de sangre a causa de un corte que le abría la mejilla, o a buscarle el pulso en la arteria carótida del cuello por donde también manaba sangre.

—No te preocupes. Yo me aseguro —le dijo Tex con voz ronca—: Tu vete a la casita de atrás y mata a quienquiera que esté allí.

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Vista de la casa de invitados desde dónde se encontraba Abigail Folger.

Pat Krenwinkel se alejó, temblando a su pesar, pero no llegó hasta la casa donde vivía William Garretson. Se detuvo fuera de la vista de Tex y esperó un rato, recuperando el aliento. Le dijo a Tex que se había asomado a la ventana sin ver a nadie. Él ya había finalizado su trabajo con Folger. Su rostro enloquecido, sudado y asqueroso inclinado sobre ella era lo último que Abigail había visto. Tex, llevado por la adrenalina, tuvo que matarla varias veces más, una y otra vez, sobre el colchón de sangre y pelos de hierba lavados por la mañana.

Mientras tanto en la casa de Cielo, Susan y Sharon esperaban en la incertidumbre, en los gritos y en el repentino silencio, esperaban agotadas emocionalmente en la quietud de la muerte. Mientras estaban solas, en esa sobrecogedora intimidad, Sharon intentaba apelar al sentido maternal de Susan, le pedía que le dejara vivir por su hijo, que podían secuestrarla, mantenerla como rehén y esperar a que diese a luz para después hacer con ella lo que quisieran. Susan era inconmovible, lo que achacaría después a la cantidad de drogas que consumía.

—No me importas tú ni tu niño. No siento ninguna piedad por ti.

Sintieron los pasos de Tex entrando por la puerta, y asomó su rostro cubierto de la sangre fresca de los amigos de Sharon. Krenwinkel le seguía. Sharon volvió a repetir sus súplicas y Krenwinkel se puso a dialogar con Tex acerca de si secuestrarla podía ser mejor idea que matarla. ¿Qué complacería más a Charlie? Finalmente, dejando que Sharon escuchase todo, se decidieron por el asesinato. Susan agarró a Sharon por detrás y ella empezó a chillar, por favor, por favor, mi hijo no, mi hijo no. Cuando vio el cuchillo avanzando, intentó cubrirse el estómago con las manos. “No soportaba sus lloriqueos”, confesó Susan Atkins. “Continuaba siendo hermosa hasta que la corté”, ha rememorado muchas veces Tex Watson.

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Huella sangrienta del pie descalzo de Susan Atkins.

Sharon fue la última en morir, sentada en un extremo del sofá, rogando. Fue apuñalada dieciséis veces en pecho, abdomen y espalda por Tex y posiblemente también por Susan Atkins (sus testimonios han ido variando en el curso de los años). La hoja atravesó los pulmones, el hígado y su corazón causándole una hemorragia masiva. Sharon sollozó y, con la conciencia nublada de dolor, invocó a su madre. Después se desvaneció para siempre.

Atkins empapó una toalla en la sangre de Sharon y escribió cuidadosamente la palabra PIG (cerdo) en el lado de afuera de la puerta principal. También tuvo la inspiración de abrir el vientre de Tate y ofrecerle el bebé a Charlie como regalo. El feto, completamente desarrollado, habría sido capaz de sobrevivir fuera del cuerpo de la madre. Pero desistió. Ideas de loca, se dijo, y además ya la estaban esperando fuera. Paul Richard Polanski se hubiese llamado el hijo de Roman y Tate y así figura en la lápida del suelo donde acompaña a su madre, a su abuela y a su tía.

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Cuchillo de Susan Atkins en Cielo Drive.

Condujeron en silencio hasta salir del recinto de la mansión de los Polanski. Estalló la histeria dentro del auto cuando Susan se dio cuenta de que había perdido su cuchillo. Tex la gritó de vuelta llamándola zorra estúpida. A Pat le dolía la mano con la que había apuñalado a Folger, debido a que el filo del cuchillo también había rebotado contra un hueso. Todos estaban especialmente furiosos con Linda por haberles dejado a solas. Ella no chistó y siguió conduciendo mientras los otros se cambiaban las ropas sucias. A un lado del camino arrojaron los cuchillos, que nunca más fueron encontrados, y un poco después el Buntline 22 con la culata resquebrajada.

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Revolver “Buntline” del calibre 22 perteneciente a Charles Manson.

Eran poco más de la una de la madrugada cuando Manson les recibió a la entrada del rancho Spahn, preguntándoles por qué estaban de regreso tan pronto. Tex confesó que el asunto se les había ido de las manos y había sido un auténtico desorden pero al menos todo el mundo en Cielo estaba muerto. Charlie aún se enfureció más cuando vio que se presentaban con 70 dólares de mierda. Les preguntó si alguno de ellos sentía remordimientos por lo que había sucedido y cuando todos negaron con la cabeza (les iba la vida en ello), Charlie se montó en el Ford y condujo de vuelta a Cielo Drive. Entró en la casa de aspecto vulnerable, con la puerta abierta y los cadáveres humeando el último vestigio del calor de su sangre. Charly paseó por las habitaciones como si fuese su dueño. Rebuscó dinero infructuosamente. Se detuvo a mirar en el salón a la rubia gordinflona despatarrada en el suelo. La recordaba. No parecía la misma. Ella había permitido que le tratasen maleducadamente aquella vez que se presentó buscando a Terry. Limpió restos de huellas, cambió algunos muebles de sitio, cubrió con una toalla la cabeza de Jay Sebring. Dejó a plena vista unas gafas que había encontrado en alguna parte. La larga bandera americana, con la que Wojciech se había cubierto tan sólo una hora antes, estaba en el suelo. Charlie la recogió, la extendió completamente en el  respaldo del sofá, muy cerca del cadáver embarazado y en ropa interior de Sharon. Era una puesta en escena dantesca que confundiría completamente a los responsables de investigar el homicidio y entusiasmaría a la prensa. Aquella era, pese a no haber estado presente, la obra de Charlie (habían sido sus órdenes, sus soldados) y por eso se permitía añadir sus propios retoques, una pizca de locura a la locura. Le hubiese gustado tomar una foto. Era una visión hermosa. Ese es el aspecto que presenta el fin del mundo. La canción que se habían negado a escuchar. Eso era Helter Skelter, un ruido ensordecedor. Charlie volvió al rancho y durmió sin remordimientos el resto de la noche.

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Sharon Tate y Jay Sebring

Shenzhen, solsticio de invierno de 2014

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LÍNEAS COLOMBINAS (El regreso de Expediente X, el adiós de Jennifer Lawrence a Mística, la reaparición de dos Sherlocks, Heroes, 50 sombras de Grey y la incansable franquicia de los James Bond)

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Leonard Nimoy

Dicen que la vida es corta pero en realidad es algo monótono y largo, una línea recta que se estira, nacemos aquí y morimos tres pasos más allá, y la distancia entre un punto y otro es nuestra existencia, trufada de promesas incumplidas y horas muertas de televisión. Por eso los actores, esos portales entre lo ficticio y lo real, están hechos de otra pasta, están ahí para reconciliarnos con la pantomima de nuestros empleos, desempleos, falsos amigos de infancias olvidadas y matrimonios en dique seco.

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

LÍNEAS COLOMBINAS (El regreso de Expediente X, el adiós de Jennifer Lawrence a Mística, la reaparición de dos Sherlocks, Heroes, 50 sombras de Grey y la incansable franquicia de los James Bond)

PhotoExisten personas y personajes aunque haya extremos que no hagan divisiones. Por ahí supimos, a raíz de que estirase la pata Leonard Nimoy, que había escrito dos biografías, una de 1975 y otra de 1995, una distanciando su vida privada de su alter ego Spock (“Yo no soy Spock”) y otra abrazando su legado (“Yo soy Spock”) hasta el punto de disolverse en el lenguaje de su propio personaje. Nunca averiguamos quién era en realidad la marioneta en manos de quién, si Nimoy de Spock o viceversa. Durante esos veinte años de diferencia entre una biografía y otra, está el aprendizaje resignado de que ciertos papeles nos persiguen más allá de nuestras tumbas y también son responsables de hacernos inmortales. Nimoy regresó como Spock para la nueva franquicia de J.J. Abrams, dando su bendición al relevo generacional, vanidad generosa de artista que conoce que Nimoy no será olvidado mientras haya un impostor haciendo de su Spock en la pantalla.

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Zachary Quinto

Dicen que la vida es corta pero en realidad es algo monótono y largo, una línea recta que se estira, nacemos aquí y morimos tres pasos más allá, y la distancia entre un punto y otro es nuestra existencia, trufada de promesas incumplidas y horas muertas de televisión. Por eso los actores, esos portales entre lo ficticio y lo real, están hechos de otra pasta, están ahí para reconciliarnos con la pantomima de nuestros empleos, desempleos, falsos amigos de infancias olvidadas y matrimonios en dique seco. Los actores, al contrario que nosotros, llevan vidas circulares porque son sus personajes quienes llevan realmente el timón. Ellos se pasan la vida defendiendo su derecho a ser aburridos o a hacer papeles dramáticos pero no les sale. Los personajes les conjuran antes o después, aun cuando ellos afirmen haberlos desterrado de sus vidas. A los actores les ocurre como a uno con los padres, que se van pareciendo cada vez más a sus personajes aunque no quieran, y así pasa que un actor está obligado a hacer las paces con su pasado si quiere rentabilizar su futuro. Les pongo un ejemplo, ¿quién hubiese podido interpretar Indiana Jones aparte de Harrison Ford? Se lo ofrecieron a Tom Selleck (el detective de frondoso bigote en Magnum) y a John Travolta, y pasaron; lo intentó Michael Douglas en una versión donde la codicia por una piedra conocida por el corazón verde sustituía al interés arqueológico, pero se dio por vencido tras la segunda entrega. Finalmente Harrison Ford tuvo que repetir hasta una cuarta vez aunque fuese carne de geriátrico y los alienígenas le echasen una mano, en una entrega donde los críticos echaban la pota sobre sus asientos tomándolos por la astrosa chupa de cuero del aventurero talludo.

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Harrison Ford

Lo mismo le sigue pasando a Masi Oka (¿Masi quién? nos preguntaríamos comprensiblemente) y es que este actor no llegará más lejos de ser el viajero en el tiempo, geek y metepatas, Hiro Nakamura para la serie Heroes, que anuncia regresar por trece episodios más en un intento de aprovechar el tirón de los súperheroes en pantalla grande. Lo mismo le sucedió a James Gandolfini, que no ha dejado de ser Tony Soprano, o a Christopher Lambert, que desde Los inmortales (Highlander, 1986) pasó a llamarse Connor MacLeod y no paró de descabezar enemigos.

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De izquierda a derecha: Masi Oka, James Gandolfini y Christopher Lambert.

El personaje que te concede la vida nunca la abandona del todo, aun cuando tuvieses un hiato de 13 años como es el caso de David Duchovny y Gillian Anderson con Expediente X. David Duchovny intentó ponerse trascendente con el cine pero cada vez que aparecía, la gente exclamaba gozosa, “Mira, el agente Mulder”. Duchovny, dando carpetazo a su personaje de escritor crápula en Californication, ha aceptado reanudar la serie de su gloria y encasillamiento junto a su antigua compañera de reparto, Gillian Anderson, a la que le plantó el asesino del que andaba detrás en la serie The Fall para convertirse en una celebridad en el papel del seductor multimillonario Christian Grey, obseso de la parafernalia de cuero y de la hija de Don Johnson y Melanie Griffith.Hubo un tiempo, ahora recuerdo, en que Don Johnson era un chuleta que le hubiese partido la cara a Christian Grey, es decir, a Jamie Dornan, sólo por respirar cerquita de su hija, pero ahora se conforma con negarse a ver la película y rezar por que no siga la franquicia compuesta de dos películas más, o tres si quieren estirarlo a la moda de Peter Jackson. Es curioso que aun cuando 50 sombras de Grey (2015) ha producido tanto dinero, parte del equipo implicado esté dispuesto a renunciar a una secuela. La primera en abandonar el barco de verdad ha sido su propia directora Sam Taylor-Johnson, en parte, harta de tratar con los delirios de grandeza de la autora del libro, en parte, para enderezar sus caminos en pos de la grandeza artística, regresando a sus retratos de actores en trance de llorera como Tim Roth, Gabriel Byrne, Ryan Gosling, Philip Seymour Hoffman, Laurence Fishburne, Woody Harrelson, Michael Gambon, Jude Law, Ben Stiller, Ryan Winston, Dustin Hoffman, Robert Downey Jr., Paul Newman, Ed Harris….

Su protagonista masculino Jamie Dornan también ha hecho el amago de rechazar el personaje en la siguiente aunque luego hayamos sabido que fue una maniobra para ganar más pasta. Y así siguen los rumores en este tira y afloja que tiene más de dinero que de cine, de culebrón empresarial que de arte. Como sea, Scully y Mulder, los dos agentes televisivos vuelven al redil que les supuso hacer nueve temporadas y dos películas de lo mismo, en seis nuevos episodios dirigidos a la nostalgida de miles de frikis inspirados a buscar la verdad ahí fuera aunque todo quedase en matar la noche visionando Cuarto Milenio.

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Gillian Anderson y David Duchovny.

Por contra, Jennifer Lawrence, la nueva novia de América como lo fueron Julia Roberts y Audrey Hepburn tras hacer de putas en Pretty Woman (1990) y Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961), sigue tratando de mantener su imagen de joven suavemente chabacana, ingenua, pizpireta, parlanchina y torpe que despertaba nuestras simpatías tropezando en los escalones de la ceremonia de los Oscar o sobresaltándose cuando el viejo sátiro de Jack Nicholson asomaba desde su espalda. El tegumento elástico de Jennifer se ha endurecido, sin embargo, como si llevase por encima una capa extra de piel que paparazzis y fans son incapaces de traspasar. El romance intermitente entre ella y la bestia de los X-Men, Nicholas Hoult, dejó sus secuelas en forma de fotografías filtradas con Jennifer en cueros y sonriendo a la pantalla de su smartphone. Entre unos escándalos y otros le ha dicho adiós a Mística tras su última aparición en X-Men: Apocalypse (2016). El suyo fue un romance muy corto porque su personaje no significó para ella más que dinero y, desde luego, no quiere caer en la trampa de quedar asociada para siempre a la súpervillana de un cómic que tampoco le resultaba simpática, pues Mística no ha pasado de ser un demonio azul voluptuoso que confunde su mirada agresiva con una mirada lasciva. Jennifer ya es la actriz sólida y amargamente consolidada (porque todo lo que se establece y echa raíces tiene tendencia a anquilosarse y morir), es una emperatriz que ya no juega a la ciencia ficción y aguarda junto a otras jóvenes de edades aproximadas a que la generación que las antecede y hace sombra durante las nominaciones —Streep, Blanchet, Mirren…— se jubile o se escoñe en algún rodaje y les permita abrir el baile a ellas.

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Jennifer Lawrence

Benedict Cumberbatch con esa cara de tío raro vacilando entre el homosexual mortificado de Descifrando Enigma (Imitation Game, 2015) y el célebre adicto a la resolución de crímenes, apenas festejados los oropeles nupciales, anuncia compartir agenda de trabajo con Martin Freeman, que ya ha terminado sus andanzas por la Tierra Media, para recrear sus papeles emblemáticos de Holmes y Watson. Será para un especial navideño que no guarda relación con las dos anteriores trilogías y por eso los guionistas se han dado el gustazo de hacerlos regresar al siglo XIX del Sherlock original, en los días en que ambos vivían amancebados en Baker Street, sin mujeres horadando su relación de solteros ociosos. Que sea un episodio alternativo, deja la puerta abierta a todo tipo de expectativas donde se baraja un estimulante desafío con Jack El Destripador a quien ya le vimos enfrentando a Holmes, personalizado por Christopher Plummer, en Asesinato por decreto (1979) hasta que uno de sus protagonistas (o ambos) lleguen a palmarla para gozo de sus espectadores, porque nada es tan disfrutable como ver morir a nuestros personajes predilectos a sabiendas de que no habrá consecuencias más allá de ese episodio y los volveremos a encontrar rebosando salud en el próximo, como también pasa en los sueños.

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Sherlock Holmes regresa por partida doble, con la piel arrugada de Magneto y Gandalf, es decir, de Ian McKellen, el único viejo que resulta tan creíble en papeles increíbles. Este es un Sherlock retirado del mundanal ruido, dedicado a la contemplación de las abejas y cuyo último y más grande misterio es el de su propio pasado, o eso promete el tráiler, anticipando dulzonas indagaciones en cuadros de familias rotas con anhelo tardío de reconciliación; un Sherlock inverosímil más aún cuando Watson, su fiel compañero y cronista (o Conan Doyle, el escritor de tanta peripecia detectivesca) ya se refería a su ocaso en uno de los últimos relatos cortos. Lo ilustraba como alguien abstraído bajo la capa de la droga, desganado y aburrido de todo. Así que Sherlock, el auténtico, es decir, su antaña ficción, envejeció mal, así como todos los grandes personajes envejecen mal o no envejecen en absoluto y mueren en la flor de la vida para dejarnos constancia de su eterna juventud y eterna desdicha. El director es Bill Condon quien ya nos había emocionado con Dioses y monstruos (1998) otro retrato de las indignidades de la senectud, y a quien también hacemos responsable de las horripilantes películas de Crepúsculo. El detalle simpático lo pone el cameo de Nicholas Rowe quien hizo del Holmes de nuestras infancias en El secreto de la pirámide (Young Sherlock Holmes, 1985) 

Hay actores que ya no resultan verosímiles haciendo de otra cosa que no sea del personaje que los hizo millonarios. Hubo un tiempo en que Daniel Craig podía permitirse el lujo de hacer villano secundario, como en Camino a la perdición (2002), pero Craig ya no persigue una carrera artística tanto como perseverar en ese negociado levantado entre James Bond y sus partidarios incondicionales. El mismo cebo parece haber atraído a Sam Mendes, que porfiaba haber dado todo lo que podía dar al personaje en Skyfall (2012) pero a quien encontramos repitiendo, como también le pasó al director John Glen, incapaz de escapar de esa telaraña, en una nueva entrega donde se promete más de lo mismo y, como siempre, un poco más a lo grande. Dicen que el Bond de Mendes es el mejor Bond y también que no es realmente Bond sino una adaptación necesaria del paradigma impuesto por la saga Bourne. En cualquier caso, ya tenemos estreno en noviembre de este año para celebrar con fanfarria la nueva aventura respaldada de tíos serios como Ralph Fiennes y Christoph Waltz y de bellezas como Naomie Harris y Monica Bellucci, que tiene el privilegio de ser la muchacha Bond con más edad de toda la franquicia.

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Volviendo a lo de los círculos, quizás haya exagerado un poco eso de la existencia rectilínea. Quizás nuestras vidas sean, más que rectas, líneas colombinas, que terminan por morder el extremo del que comienzan, así como uno vierte su melancolía en los primeros amores, así como la cuna conspira con nuestro ataúd y por eso llaman a la vejez la antesala de la nueva infancia. Quizás nos enamoramos de ciertos personajes porque cada uno de ellos representa la clase de círculo que encierra una obsesión con la que uno se identifica de forma privada, como un trozo de papel higiénico adherido a nuestro sexo. 

Shenzhen, 28 de marzo de 2015

 

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MICKEY ROURKE | Fisonomía de un caradura sin cara (I)

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Los productores le ofrecieron 500 dólares por dos días de trabajo pero a Mickey no le parecía suficiente y peleó por hacerse con el doble de esa cantidad ante la sorpresa de su agente, que le recordaba al oído su posición actual de segurata en un club de travestis. Pero el tío no se corta y exige más guita y en el cruce de miradas los que parpadean son los otros, porque Mickey es un menda con cojones, con cojones avariciosos para más inri, soberbios y hambrientos: “Ahora, tíos, es cuando me pagáis lo que valgo y no lo que creéis que podéis pagarme”.

Por Miguel Cristóbal Olmedo

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Mickey Rourke noqueado en Homeboy (Michale Seresin, 1988).

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

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PhotoEs posible que le recuerdes como el tío mazas de pinta hortera que en Iron Man 2 parte por la mitad bólidos en movimiento con unos látigos eléctricos. Pero ese menda con careto de fauno apedreado es el mismo que se cepilló a Kim Bassinger (sólo en pantalla, admitido), a la hija crecidita de la familia Cosby en una cama de sangre, tuvo un revolcón decoroso con Megan Fox disfrazada de ángel, y se regodeó con la estupendo modelo brasileña Carré Otis (en pantalla, para nuestro goce plural, y en la vida real, para el suyo, aunque luego pasasen del colín colorado al infierno matrimonial, como tantos). Mickey Rourke solía ser un nombre que lo significaba todo, aparecía al comienzo de los títulos de crédito en rojo sobre fondo negro y entonces sabías que la peli iba en serio. Mickey Rourke era la hostia: un guaperas con una atractiva aureola de canalla. El típico malote que ejerce de portero de discoteca (en el caso de Rourke, un club de hermafroditas) y que decide vivir peleado con el mundo pero el mundo llega y le da tal paliza que casi no se recupera.

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De izquierda a derecha: Kim Bassinger en Nueve semanas y media (Adriane Lyne, 1986),  Megan Fox y Mickey Rourke en Passion Play (Mitch Glazer, 2010) y Mickey Rourke junto a Carré Otis .

Lo tenía todo y lo arrojó por la borda, como le ocurre a tantos que no saben qué hacer con su éxito. La suya era una personalidad autodestructiva o eso dicen cuando quieren referirse a las drogas, pero Mickey no necesitaba ayuda de la química para joderse a sí mismo: era su bocaza su principal vicio, pregonando con malicia las bondades del puterío hollywoodiense. Le seguían sus exabruptos, su narcisismo y esa falta de tolerancia que sienten los rebeldes por la autoridad. Las malas decisiones en su carrera, sus desaires a los compañeros de la profesión, su falta de puntualidad y el escándalo de su mal genio donde pisase lo ayudaron a perder su foco de protagonista, el favor del público, y ya entonces, cansado de julandronadas, pasó a dedicarse al boxeo. Las hostias y la cirugía le cambiaron para siempre el rostro que una vez todas las chicas quisieron besar y ahora la prensa lo fotografía entre risas. A sus espaldas cargaba con dos matrimonios acabados y un hermano muerto de cáncer. Estaba solo en el mundo. Sin City lo puso en el mapa en el 2005, haciendo de Marv, el justiciero machote que venga a putas descuartizadas. Y en el 2008 con The Wrestler (Darren Aronofsky), donde interpreta a Rany “The Ram” Robinson, otrora una celebridad en la lucha libre convertido en un alma solitaria a quien la vida le ha dado la espalda, un personaje demasiado parecido a Mickey como para que no le saliese bordado. Rourke se encontró contendiendo por el Oscar (se lo llevó su colega Sean Penn en su lugar) y consolidando una vez más su icono de estrella compuesta por sus siete tatuajes, el cigarrillo colgante, las gafas oscuras Loree Rodkin por lo de su conjuntivitis crónica, resabio de los días de boxeo, las greñas aplastadas bajo su sombrero de cowboy, los dedos de porreta manchados de nicotina, cazadora, botas de falsa piel de cocodrilo (es un defensor acérrimo de los animales) y alguno de sus chihuahuas predilectos revoloteando a su lado. Por lo demás, desde esa boca lujuriosa de labios engordados que lo han conocido todo, desde besos con súpermodelos rusas, hostiones de contrincantes, infecciones y pinchazos de bótox, presume de follar ahora mucho más que en los ochenta, su época dorada, y se deja retratar con bellezas que podrían pasar por sus nietas.

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Sin city (Robert Rodríguez, 2005). El luchador (Darren Aronofsky, 2008).

En los platós de televisión le toca hacer el canelo contestando las mismas preguntas impertinentes y haciendo de su redención como persona y artista su canto de cisne. Los presentadores, ejerciendo de psicólogos sensacionalistas, le empujan a regresar a esa infancia que él recuerda sin cariño –“si tuviese que pasar por ella de nuevo, preferiría no nacer”-, quieren volver a escuchar la historia de ese chavalín de padres divorciados que dejó de celebrar sus cumpleaños con siete tacos. De hecho, su nombre es Philip Andre Rourke Jr. pero en casa le llamaban Mickey porque a su madre no le gustaba repetir el nombre de su padre, carpintero y conserje ocasional, aficionado a la alterofília, y porque Mickey era el nombre del jugador favorito de béisbol de su padre, la súperestrella de los New York Yankees, Mickey Mantle.

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Mickey Rourke

Rourke nació en Schenectady, Nueva York el 16 de septiembre de 1952, o según él, en 1956, restándose cuatro años para ampliar sus posibilidades de trabajo. La vida en Nueva York antes del divorcio era una especie de arcadia, así es como lo recuerda, repleta de partidos y helados aun cuando las peleas conyugales llevasen a Mickey y a sus dos hermanos menores, Joey y Patti, a refugiarse de los gritos en el sótano. Finalmente Ann, hizo las maletas y arrastró a sus hijos a un vecindario modesto de negros y morenos en Miami. Por aquel entonces Liberty City era un barrio repoblado por familias desesperadas y disfuncionales que gestaban sus futuros delincuentes con resignación fatalista. Pero el problema para Mickey no estaba en las calles, donde aprendió a chapurrear insultos en español y se juntaba con tipos que fardaban de navaja, sino en su propia casa. Su madre había vuelto a casarse, esta vez con Eugene Addis, un policía autoritario, taciturno y de mano suelta llamado, que traía consigo a cinco hijos más de un matrimonio anterior.

 

Rourke aspiraba a ser un tío duro aunque no llegase a ser más que otro perro callejero refugiándose en las calles de la jodida disciplina y los abusos disciplinarios de su padrastro. “Mi gran frustración ha sido no poder proteger a mi hermano pequeño de toda esa mierda”, ha dicho en mil ocasiones, con una nube de obsesiva tristeza. Eugene siempre ha desmentido sus testimonios, achacándolos a invenciones de un chaval sensiblero y resentido mientras que otro de sus hijos, haciendo de árbitro, ha dicho tocante al asunto: “Mi padre podía ser duro. En la mesa, los niños no podían hablar si no se dirigían a ellos. Hacía inspecciones de limpieza en nuestro dormitorio regularmente. No había abusos pero los castigos, si sacábamos malas notas, incluían cachetadas… Mi padre lograba mantenernos en un estado de miedo. Y para Mickey, que no era ni su auténtico padre, debía ser aún más terrorífico”.

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Mohamed Ali derrota a Sonny Liston.

Para mantenerlo apartado de la calle, los tumultos y las drogas, Eugene le apuntó a un gimnasio donde solía entrenar Mohamed Ali. Mickey se entusiasmó. Quería ser un tío musculoso como su padre auténtico. En el gimnasio se sentía como en casa y en casa se sentía como en la mierda, le daba hostias al saco para sacarse de encima los problemas. Apuntaba maneras de buen boxeador pero le faltaba la disciplina: llegaba a los entrenamientos resacoso y aguantaba con estoicismo las recriminaciones de sus colegas. Mickey intentaba enderezarse pero simplemente le gustaba demasiado pasar las noches bebiendo. Dos contusiones cerebrales, una mientras hacía de sparring en el 69 y otra compitiendo en un torneo de 1971, le llevaron a tirar la toalla con el boxeo, por miedo a sufrir un daño cerebral permanente. Siempre lamentaría esa decisión y le llevaría dos décadas más tarde a volverlo a intentar, en algo que sería tildado de excentricidad de famoso.

Sin expectativas de llegar a ser un boxeador profesional, se costea sus pedos de finde con un curro de entrenador en el instituto de Miami Beach. En el equipo descollaba un chaval llamado Andy García. En el mismo instituto también estudiaba, Ellen Barkin, una chica de turbador atractivo y extraña belleza, que no se dignaba a pasar a mirar los entrenamientos pero cuyo camino profesional se cruzaría con el de Mickey en dos ocasiones, la última conspirando para matarlo en el personaje de una zorra malévola en la película Johnny Handsome (Walter Hill, 1989).

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Ellen Barkin y Mickey Rourke en Johnny Handsome (Walter Hill, 1989).

Con la ropa Mickey vestía su identidad que, por supuesto, no tenía nada que ver con el resto adocenado del instituto. Usaba pantalones pegados y zapatos con plataforma que pintaba de rosa, dorado y turquesa, tomaba prestadas las blusas de su madre, se teñía el pelo y se lo dejaba largo. Su elegancia, para los chicos del barrio, lo emparentaba con los maricas. Mickey fingía importarle un huevo, lo suyo era el rollo estético de Bowie en su encarnación de Ziggy Stardust. Rourke seguía la moda del futuro, una moda que miraba hacia dentro de 100 años. Bowie escucharía años más tarde sus viejas historias de Miami y le propondría cantar a dúo la canción Shinin Star (makin’ my love) para su álbum Never let me down en 1987.

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David Bowie. Ziggy Stardust and the spiders from mars, 1972.

A Rourke le molaba Montgomery Clift en Un lugar en el sol (A place in the sun, George Stevens, 1951), sin saber que Montgomery sí era marica, y Marlon Brando en Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, Lewis Milestone, 1962). El bicho del teatro le entró reemplazando a actores que se cansaban de los ensayos o decidían ponerse enfermos en las semanas anteriores al estreno. Mickey no lo hacía bien, pero le gustaba el subidón de adrenalina del escenario, y no tenía ninguna otra ambición, ni aun criminal, desde que se había visto atrapado en una balacera entre los mafiosos a los que servía de chófer y unos enmascarados cobrándose alguna deuda. (“No es como en las peliculas”, relata en alguna entrevista, “todo el mundo disparaba y temblaba, y yo eché a correr”).

Se piró a Nueva York, la ciudad donde los actores demuestran de qué pasta están hechos. Nueva York, la trituradora de sueños. Es la primera vez que vuela. Llevaba 400 dólares que le había prestado su hermana Patti de sus ahorros currando en el McDonalds. Se apareció en el Actors Studio de improviso (Quiero ser actor, se excusó con orgullo, como si fuese la primera vez que alguien dijera eso) donde le recomendaron algunos hostales baratos especializados en una clientela sin blanca. Mickey dormía con su bate de béisbol junto a la cama, no le gustaba la pinta de los tipos que pululaban por los alrededores. Hizo un poco de todo en los mas variopintos oficios, entre ellos se cuenta el de supervisor de un grupo de chavales que repartían panfletos del prostíbulo de al lado, cuidando que los proxenetas de calle no les dieran una paliza. Su abuela le mandaba un cheque de tanto en cuando pero aún necesitaba choricear algo del súpermercado y frecuentar los bares gays durante la semana que ofrecían comida gratis durante la happy hour.  Su lucha por la supervivencia, sin embargo, es una de las muchas que toca librar a cualquier aspirante: se trata de la cuna del actor y su bautismo de fuego. No lo sabe, pero está repitiendo la historia de otros grandes como Dustin Hoffman o Gene Hackman, que en su tiempo también fueron cucarachas urbanas pelándose los zapatos de puerta cerrada en puerta, llamando con los nudillos y sin recibir como respuesta ni el propio eco de sus golpes.

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Dustin Hoffman en Lenny (Bob Fosse, 1974) y Gene Hackman en The Conversation (Francis Ford Coppola, 1974).

La calderilla solo le llegaba para tomarse unas patatas fritas y una barra de chocolate, sus dientes le bailaban a causa de la malnutrición. Gastaba todo lo que tenía en el alquiler y en pagar las clases particulares con Sandra Seacat, ya por entonces una popular entrenadora de artistas descarriados como De Niro, Al Pacino o Jessica Lange, que le ayuda a preparar el examen de admisión para el Actors Studio. Tras un año de trabajo, viviendo sin pasta, sin chicas, ensayando, malcomiendo, fumando cigarrillos prestados, Seacat lo considera preparado para entrar en la academia y propone una escena de La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958) para su audición con Lee Strasberg. Sin embargo, alcanzar las honduras de su personaje requiere más que aprenderse el texto y Seacat le anima a que afronte su relación interrumpida con su padre. En vísperas de la prueba, Mickey fuerza un reencuentro después de todos esos años de silencio. Viaja a  Schenectady y merodea el White Castle, restaurante donde solía ir con su padre a tomar hamburguesas y batidos, esperando reconocerle porque apenas guarda otro recuerdo de él que la fotografía que lleva consigo desde hace diecisiete años. La foto muestra a un hombre orgulloso con cuerpo de acero, pero en la calle se encuentra a un tipo zarrapastroso con el estupor idiota de los alcohólicos veteranos. Anda encorvado y sus brazos cuelgan como mangueras de goma. Le invita a tomarse algo juntos, como en los viejos tiempos. Es un encuentro entrañable y triste. Mickey ya no es un niño ni su padre el hombre idealizado, más bien un hombre alcohólico que beberá hasta matarse pocos años después. Tienen tanto y tan poco que decirse. En esas siete horas de conversación, Mickey se toma una chuleta de cerdo con chucrut y puré de patatas; su padre, veintidós destornilladores. Al despedirse le pone cincuenta dólares en el bolsillo y le desea suerte con su prueba. No volverán a verse. Rourke, un día después, deslumbra delante del jurado en donde se encuentra Elia Kazán, que vendrá a felicitarle en persona por la mejor audición que ha visto en treinta años. Entre las pocas noches de gloria que Mickey puede recordar, esa es una de ellas, la hazaña que se repiten los compañeros de profesión cuando quieren hablar bien de él. Miles aspiran a entrar en el Actor Studio cada año pero no suelen llegar a diez quienes lo consiguen. Dustin Hoffman probó fortuna seis veces; Jack Nicholson, cinco. A Harvey Keitel le costó once intentos. Mickey Rourke fue admitido a la primera.

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Mickey Rourke

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Han pasado cinco años desde entonces y Rourke sigue básicamente donde estaba. En la escuela se reserva siempre un asiento en la última fila donde escucha a los profesores y las prácticas de otros estudiantes, callado y discreto. Sólo vuelca sus auténticas emociones en los personajes. En el teatro no le van bien las cosas, sus enfrentamientos continuos con los directores que le seleccionan lo llevan a seguir en un bucle eterno de fracaso. Seacat le dice que ya es hora de probar a lo grande. Si Nueva York es Broadway, Los Ángeles es Hollywood. Así que Rourke, cansado de sus desavenencias con la flor y nata de los dramaturgos de ego henchido, pone tierra de por medio. New York, New York, ciudad que nunca duerme. Y una polla. Le enseña el dedo tieso desde el costado del tren. El futuro está en el cine. El teatro es una cosa de maricas y estrellas en decadencia.   

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Mickey Rourke y Debora Feuer.

Las cosas siguen yendo despacio. A Mickey no le falta talento ni preparación, pero en el estudio de actores no le han enseñado nada del politiqueo adulador que se trae la casta californiana. Allí todo es cuestión de enchufes, fiestas, besamanos y besaculos. Y Mickey tiene una lengua de fuego y dice las cosas como son. Así que, cuando aún no es nadie, ya tiene reputación de “difícil”. Le cuesta setenta y cinco audiciones conseguir una parte que vaya más allá del cameo en una película, y para entonces ya se ha casado con una monada llamada Debra Feuer en enero de 1981, a la que ha conocido trabajando en un drama televisivo ambientado en Nueva Orleans, Hardcase, donde ella hace de poli de incógnito y él de criminal acechado. Se molaron desde el primer día y tal (o él se enamoró a primera vista, que es como empieza contando la historia de todos sus romances fracasados). Debra tenía 21 años y él, 24.  “Pensaba que estaba absolutamente loco”, cuenta Debra de esos tiempos, “y era un inepto socialmente. Me observaba y luego rápidamente volvía la mirada a otro lado. No sabía qué decirme. Aunque era más mayor, seguía siendo un muchacho tímido. Pero era un actor brillante y yo estaba hipnotizada. Me recordaba a mi héroe Marlon Brando. Y yo era muy joven, y supongo que ambos éramos dos niños juntos”. Mickey le hablaba durante su comida de ese proyecto que soñaba con dirigir y acabaría transformándose en Homeboy (Michael Seresin, 1988). A Debra, le sorprendió que Mickey no intentase besarle en su primera cita, tan acostumbrada como estaba a su papel de princesa acosada por compañeros de reparto babosos o peces gordos de la industria que se abanican con un talonario, donde todos ellos, artistas en ciernes con ínfulas de grandeza y millonarios con ínfulas de artista, se desviven por acariciar su rostro de muñequita.  “Era ultrasensible y gruñón, como un perro maltratado”, describió a Mickey cuando ya era su ex, “un tipo introvertido, inseguro, plagado de fobias secretas… Odiaba volar y no podía ir al océano porque tenia miedo de que hubiese tiburones. Era muy nervioso… Le aterraban los caballos. Hizo su nombre interpretando a símbolos sexuales y luchadores pero hubiese encajado aún mejor en el papel de Woody Allen.Salieron unos meses y Mickey no hacía más que proponerla matrimonio hasta el punto del ultimátum.

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William Hurt y Kathleen Turner en Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981). 

El amor logra que olviden por un tiempo sus incompatibilidades. Debra madrugaba y Mickey se acostaba tarde, ella era metódica y él, obsesivo y disperso. Con el thriller Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981), mete al fin un pie en la puerta grande después de hacer un par de apariciones fantasmales en alguna película. Entre ellas, gracias a la recomendación de Christopher Walken con quien había hecho amistad en el Actors Studio, figura La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980), el gran descalabro económico de la United Artist, donde al menos conoce a Cimino que estará presente en varios de sus futuros proyectos. Fuego en el cuerpo es un clásico de cine negro erótico, con una mujer fatal y un antiheroico abogado que se aviene a matar al marido acaudalado de su amante por lujuria y dinero. La protagonizan William Hurt y Kathleen Turner durante la cúspide de sus carreras. Kathleen Turner está follable y todo, no sé si se acuerdan, y supongo que algunas también pensarán lo mismo de William Hurt. Mickey sigue jugando de secundario en el papel de pirómano carismático al que su abogado acude buscando consejo para provocar un incendio. Los productores le ofrecieron 500 dólares por dos días de trabajo pero a Mickey no le parecía suficiente y peleó por hacerse con el doble de esa cantidad ante la sorpresa de su agente, que le recordaba al oído su posición actual de segurata en un club de travestis. Pero el tío no se corta y exige más guita y en el cruce de miradas los que parpadean son los otros, porque Mickey es un menda con cojones, con cojones avariciosos para más inri, soberbios y hambrientos: “Ahora, tíos, es cuando me pagáis lo que valgo y no lo que creéis que podéis pagarme”.

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Mickey Rourke

Su papel de criminal con lado sensible atrae la atención de los cazatalentos. Ven en él una estrella meteórica. Es decir, una máquina de fabricar dinero. En eso último se equivocan y el pasmo les va a durar años, pero no es el momento de contarlo ahora. Por ahora, Rourke no tendrá que volver a trabajar en otra cosa que no sea la interpretación. Ya está, lo ha logrado y sin necesidad de ir mucho más lejos del barrio de clase baja que lo forjó como hombre. Esto también tiene una enseñanza que Mickey no sabe ver en ese momento de ascenso imparable. Liberty City tiene su propia gravedad y reclama de tanto en tanto a sus hijos descarriados por la fama y el éxito precipitado. La carrera de Mickey siempre se ha andado entre dos barrios opuestos: uno de lujo y chicas con sostenes de cientos de dólares, otro lleno de crudeza y desorden, donde el sonido de los golpes de cinturón resuenan a la hora de la cena, cuando las calles se apagan, los edificios grises se encienden y los padres sudados regresan con media botella de whisky en el hígado.

Shenzhen, 10 de abril, 2015

 
 

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UNA CASA CON DEMASIADAS VENTANAS (Alfombra roja y escaparate de maniquíes. Sexo y violencia en la pequeña pantalla: Espartaco versus Juego de tronos. El pasado vergonzoso de Sex and the City. Orígenes y finales de Mad Men)

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Madmen (Matthew Weiner, 2007)

❝Por las galerías del rechazo, que son las más complicadas de andar y las más solitarias aun cuando todo el mundo deba recorrerlas para llegar a alguna parte, los gerifaltes resabidos de las grandes cadenas lo miraban llegar desde su apoltronamiento oficinista. Se decían: “aquí viene el tío rarito, ese que escribía sueños muy largos en Los Soprano” y hacían limpiar el polvo de los pósteres enmarcados que colgaban como títulos de medicina, recordando las series que tenían circulando y el dinero que generaban. “Muy bueno, todo muy bueno pero… ”. ¿Pero a quién coño le importa tu historia? Querían decirle y no se atrevían para mantener buenas relaciones con un escritor que les serviría para pulir sus otros guiones. “Necesitaríamos crear una base de fans con esta serie y ahora mismo… En fin, buena suerte.” o “Lo siento, es demasiado bueno para producirlo. Nadie va a verlo❞.

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

UNA CASA CON DEMASIADAS VENTANAS (Alfombra roja y escaparate de maniquíes. Sexo y violencia en la pequeña pantalla: Espartaco versus Juego de tronos. El pasado vergonzoso de Sex and the City. Orígenes y finales de Mad Men)

PhotoEn el gimnasio me pasaron un cuestionario donde querían saciar las típicas curiosidades para su propia estrategia comercial, cómo has oído hablar de nosotros y tal. Preguntaban por qué había decidido apuntarme allí y entre su lista de razones, incluían “Para socializar”. Le pregunté a la recepcionista que me atendía, si de verdad había algún pelele que marcaba la casilla esa. Me respondió en tono borde, como si estuviese hablando de ella: “Pues sí. No te imaginas cuántos”. Y no, no podía, porque nunca había visto un gimnasio, donde la gente viene a sudar, a moverse muy rápido, soltar gruñidos y a que se le escape un pedo del esfuerzo, como un posible escenario de encuentros y ligues (aunque, bien pensado, ¿no es lo mismo que sucede en una disco?). Por supuesto, allí se definían como un club preocupado por la salud y el mantenimiento físico (llamar gimnasio al gimnasio era como cosa del pasado), y organizaba entre sus socios pequeñas fiestas, donde confirmábamos los progresos de nuestro cuerpo en otros ojos que no fuesen espejos de pared.

Todo esto, en el terreno del cine, para contarles que ni se imaginan las razones peregrinas que llevan a las películas y series de televisión a triunfar o hundirse: a veces es una cuestión de calendarios o estrenos que coinciden, escándalos guarros, cobertura mediática morbosa, una franja horaria mala, un embarazo en camino, un rodaje conflictivo, un noviazgo semiclandestino dentro y fuera del plató. El cine no es solamente cine, sino también chismorreo y moda. La ceremonia de los Oscars, un coñazo aun para sus invitados, pasaría inadvertida si no fuese por su pasarela en la alfombra roja. O miren cómo se lo montan en Cannes y en qué se ha convertido. ¿A quién le importa lo que suceda en esas cavernas de Platón donde nos obligan a guardar silencio mientras se proyectan películas? El espectáculo está en otra parte: desvíen la mirada hacia esas piernas sin final, esa espalda descubierta, esos zapatos tachonados, esa chaqueta, esos escotes enjoyados, ese Armani, ese Vera Wang, ese desfile de marcas que son las que realmente apadrinan todo ese pifostio del séptimo arte. Por ahí saludan los artistas, esos maniquíes glorificados vestidos por sus mecenas, agitando la mano, adoptando expresión de foto, anticipando la ametralladora caliente de los flashes. A un lado ese escaparate de trajes a precios imposibles y de este otro, nosotros, restringidos a permanecer detrás del cordón (policial) con el resto de los pobres mortales. Eso es cine.

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Los actores metidos en la industria, saben, así como los políticos, que cuando tratamos con la audiencia, el público o la masa, también estamos tratando con borregos. Así que sus asesores de imagen les obligan a esconder sus propia personalidad o sus estimulantes perversiones para no causar la estampida del rebaño. Al actor, que es un producto, una marca, le toca morderse la lengua para no malograr su próxima película, que no es solamente suya sino de un montón de gente que ha puesto su alma en ella para que luego venga la estrella de turno y lo eche a perder todo en una interviú cualquiera. No es de extrañar que los actores parezcan gilipollas cuando se dejan entrevistar en su gira de promoción. Deben de estar acojonados: si dicen algo que se sale de los márgenes de la conveniencia social, le puede costar miles de espectadores, léase borregos, a la taquilla. Los periodistas, que también son grandes actores, aguantan el tipo escuchando toda esa mierda: “Oh, sí, mi personaje es muy interesante” (aquí el actor cambia a una pose intelectual), “yo creo que XXX es una mezcla de… Además, he tenido la oportunidad de trabajar con YYY, del que soy un gran fan, es el mejor director con el que he trabajado y ha sido tan paciente” (aquí se le humedecen los ojos, pero sin lágrimas, para que no se le corra el maquillaje) “y también quiero agradecerle a mi compañero de reparto ZZZ, por su generosidad. He aprendido tanto a su lado. Hemos sido una gran familia”. 

Uno ya sabe que un rodaje es como ir a la guerra y que la gente pierde los nervios y hay grandes peleas, donde unos se retiran a llorar a su caravana, otros amenazan con renunciar, otros sufren infartos. Los periodistas deberían hacer boicot a tanta sandez, levantarse de sus sillas y dejarles con la boca abierta. Para escuchar toda esa cantidad de falsedad aduladora, uno puede quedarse en su casa y escribir las respuestas por ellos.  Pero ni unos ni otros tienen narices de hacerlo, unos por salvar su entrevista y otros por salvar la película. Todo es cuestión de imagen. ¿Seguro que estamos hablando de cine?

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Vincent Chase (Adrian Grenier)

Les decía que el triunfo del cine tiene menos que ver con el cine que con todo lo demás. ¿Recuerdan ese capítulo de Entourage (“Un día en el Valle” segundo capítulo de la tercera temporada) en el cual Vincent Chase (Adrian Grenier) pasa un día lleno de angustia porque no sabe cuánto dinero va a hacer la película que protagoniza en el primer fin de semana? Su reputación está en juego en esa guerra de números condicionada, o eso temen, por unos apagones de luz que se han venido dando en las salas de cine a causa de la ola de calor.

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Izquierda: Los Soprano (David Chase, 1999-2007). Derecha: Spartacus: Sangre y arena (Steven S. DeKnight, 2010-2013)

La HBO, como buena cadena de pago, aprendió a ganarse su audiencia gracias a repetidas concesiones gráficas al desnudo y la violencia. Así en Los Soprano, se gozaba del Bada Ding, el típico club de striptease para mafiosos y de las amantes ocasionales de su protagonista. Pero la HBO sólo era una novicia mirándose las bragas. Después vino la serie Espartaco (Steven S. DeKnight), que fue más allá con tres temporadas y una miniserie, admitiendo hacer entrega de un guión cochambroso escrito para chavales con espinillas. Nunca escondió cuáles eran sus reclamos, que reposaban sobre la entrañable fórmula del sexo y la violencia. Casquería digitalizada y cuerpos en pelotas dando rienda suelta a su pasión superlativa. Eso era Espartaco, divertimento sin límites, los guionistas se inspiraban con la portada de la Playboy y leyendo los cómics de Conan. Nadie discutía la verosimilitud de sus argumentos porque un pezón es irrebatible, una espada esparciendo sangre es irrebatible. Su público no quería aprender historia ni le importaba el realismo de las heridas. Disfrutaban de su vídeo juego. Por eso cuando la HBO propuso hacer Juego de Tronos (David Benioff, D.B. Weiss) que era una empresa ambiciosa y sin visos de triunfar como lo ha hecho, arrancó de forma timorata, jugando sobre seguro, ofreciendo desnudos en cada episodio para mantener el interés en una serie cuya temática shakesperiana gira alrededor de la codicia y el poder. A sabiendas de que un buen guión no es suficiente. Nunca lo es.

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Juego de Tronos (David Benioff y D.B. Weiss, 2011)

Es interesante hacer notar que sus escenas picantes han ido disminuyendo poco a poco a lo largo de las temporadas, conscientes de que a sus seguidores más entregados les causaba un poco de risa ese despliegue de erotismo facilón, con diálogos sostenidos en mitad de una cabalgada sexual para querer justificar la inmodestia de tanta piel al aire (¿y quién diseña estrategias políticas mientras folla? Seamos serios. Es como si la parienta se pusiese a hablarte de los chavales en el cole mientras se abre de piernas). Lo que la HBO ha ido aprendiendo, y nosotros un poco con ella, es que una cosa es hacer una serie adulta y otra intercalar contenidos adultos. Dicho en plata, en la junta directiva habían llegado al acuerdo de que no querían solamente una serie que invitase al onanismo sino para recoger un Emmy y agradecérselo a la madre.

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Sexo en Nueva York (Darren Star, 1998-2004)

Sex and the City o, como lo llamábamos por aquí, Sexo en Nueva York, era, como ambos nombres indican, una inteligente radiografía de la vida sexual y la vida en pareja de un grupo de amigas neoyorquinas, pero lo que su público femenino demandaba eran más historias de Manolos, Loubotines y Chaneles, zapatos o sandalias de exhibición que no sirven para andar con ellos. La serie también recurría a escenas jocosas de sexo donde el hombre era cosificado al punto de ser aun menos que un pene, simplemente una billetera abierta y un bulto en la bragueta. La mujer, presumiendo de independencia económica, seguía siendo una persona incompleta, obsesionada con la idea de encontrar su media naranja para sentirse validada. Pero una cosa era Sex and the City y otra la precuela que quedó esbozada en dos temporadas (no aguantó más, no aguantamos más). Eso ya podía considerarse una desvergüenza para Michael Patrick King, la mente maestra criminal de la serie original, que se valió del estandarte feminista para hacer de sus protagonistas modelo de conducta de la generación homosexual. Lo de El diario de Carrie fue la excusa para hacer algo más de pasta meándose encima del legado de otros. O así lo vio él. “Mi Carrie Bradshaw empezó a los 33 y la llevé a los 43 -ni siquiera sé quiénes son los padres de Carrie Bradshaw-… la idea de volver hacia atrás y hacer de ella algo menos evolucionado, es algo que no me imagino haciendo. No tengo ninguna conexión con esa precuela”. Si en las últimas películas uno sentía ese hedor de quien está por estirar la pata por culpa de esas escenas en las que olvidaban la trama para auto homenajearse,  la precuela, aun más bochornosa, remató cualquier posibilidad de continuidad. Lo cual nos parece bien porque hay cosas que si permanecen muertas, duran mucho más tiempo.

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Sexo en Nueva York (Darren Star, 1998-2004)

El diario de Carrie se basa en el supuesto de que una idea no envejece si sus actores se renuevan. A veces ha dado resultado, como en X-Men y otras no tanto como en el Asombroso Spiderman. El relevo generacional en El diario de Carrie ha obligado a bajar la barrera de la edad de su público, que es como decir que ha puesto el listón de inteligencia más bajo, con lo que ya no tenemos las complejidades de una mujer adulta y cínica en sus líos de pantalones, sino a una mocosa de instituto cocinada en los tópicos romances de instituto, en la línea del Club Disney.

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Adam Driver y Lena Dunham en Girls (Lena Dunham, 2012)

Para encontrar vida más allá, es decir, un producto digno que repita la mezcla del pijerío, el amor, la sexualidad y Nueva York, prueben mejor con Girls (Lena Dunham), que tiene una estupenda primera temporada, y donde también se hizo famoso Adam Driver en camino de hacer de villano para la nueva entrega de Star Wars.

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Don Draper en Madmen (Matthew Weiner, 2007)

Mad Men ofrecía aun menos, ni pezones, ni disparos, ni mafiosos ni aliens, y sin embargo es una de las cinco mejores series de la historia de la televisión. En ella se nos cuenta las vidas desquiciadas de un grupo de publicistas asentados en la Nueva York de la década de los 60. Es un retrato de época y asimismo una historia acerca de la búsqueda truncada de la felicidad, esa promesa y esa mentira que los creativos de la agencia propalan para vender su producto y en cuyas redes caen ellos mismos, pasando de cómplices a víctimas en el tejemaneje consumista. Especia su discurso con las continuas crisis de identidad de su protagonista Don Draper (Jon Hamm), sus encrucijadas morales y el vacío existencial de turno. Y aunque vaya de todo eso, nosotros sólo oiremos comentar los trajes de sus protagonistas durante la sesión de fotos para el estreno de cada nueva temporada. Aquello que la HBO no podía prever cuando le ofrecieron y rechazó un producto de tanta calidad pero sin atractivo de masas, es que su fórmula del éxito para durar estas siete temporadas no estaba en un argumento que adolecía de atractivos comerciales, sino en el glamour de sus personajes, en la moda sesentera que iban a exportar, en los vestidos, en el aspecto saludable de sus secretarias, en el rostro cerúleo y hermoso de January Jones, en el porte de Jon Hamm, en la sensualidad voluptuosa y bien vestida de Christina Hendricks.

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De izquierda a derecha: January Jones, Jon Hamm y Christina Hendricks. Madmen (Matthew Weiner, 2007)

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Matthew Weiner

Por las galerías del rechazo, que son las más complicadas de andar y las más solitarias aun cuando todo el mundo deba recorrerlas para llegar a alguna parte, los gerifaltes resabidos de las grandes cadenas lo miraban  llegar desde su apoltronamiento oficinista. Se decían: “aquí viene el tío rarito, ese que escribía sueños muy largos en Los Soprano” y hacían limpiar el polvo de los pósteres enmarcados que colgaban como títulos de medicina, recordando las series que tenían circulando y el dinero que generaban. “Muy bueno, todo muy bueno pero… ”. ¿Pero a quién coño le importa tu historia? Querían decirle y no se atrevían para mantener buenas relaciones con un escritor que les serviría para pulir sus otros guiones. “Necesitaríamos crear una base de fans con esta serie y ahora mismo… En fin, buena suerte.” o “Lo siento, es demasiado bueno para producirlo. Nadie va a verlo”.

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Revolutionary Road (Sam Mendes, 2008).

Los únicos interesados fueron el modesto canal AMC (American Movie Classics), donde emitían viejas pelis norteamericanas. Aceptaron el guión de Weiner porque estaban deseando crear sus propios contenidos y hacía muy poco les habían quitado de las manos la posibilidad de filmar la versión de la novela Revolutionary Road, que fue a a manos de Sam Mendes en su lugar. Mad Men guardaba muchas similitudes con el libro de Yeats, que es una mirada impasible sobre las contradicciones y demonios de un matrimonio suburbano a mediados de los 50. Desde entonces AMC ha ido aprovechándose de lo que la HBO no se atrevía a producir y le ha puesto como punta de lanza en el panorama televisivo. A día de hoy han producido cosas como Breaking Bad y The Walking Dead.

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Izquierda: Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008-2013). Derecha:  The Walking Dead (Frank Darabont, 2010).

Mad Men, es verdad, al principio sólo se hizo popular entre los articulistas del medio pero de una forma u otra ese prestigio le ayudó a sobrevivir a la espada de Damocles que pendía sobre su cabeza. Ante su incierto futuro, Matt Weiner nos ofreció tentativas de tres finales, en la primera, segunda y cuarta temporada, por miedo a que su contrato no fuera renovado. Eran capítulos que cerraban un arco argumental pero uno no sabía distinguir si se trataba de un desenlace feliz o amargo, había que dejar pasar tiempo, antes de tomar partido, para que las emociones se aposentaran.

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Madmen (Matthew Weiner, 2007)

El 17 de mayo termina la serie y sabremos absolutamente toda la historia. ¿No es extraño poner fecha tan precisa al final de una curiosidad? Mad Men sigue siendo uno de esos ejemplos de talento que sigue sin tener detrás el reconocimiento de la masa por eso de que el rebaño no va tras los mejores pastos sino a por la plasta de caca más fresca. Pese a todo, quién iba a esperarlo, el secreto de su éxito (humilde, claro, pero éxito) estaba como siempre en los detalles más frívolos. De esta forma el número de televidentes que no pasaba del millón ha triplicado su cifra aunque sea nada más que para comentar sobre los vestidos en la peluquería.

No hay moraleja. Para hacer cine vale cualquier excusa y el cine es una excusa para otros fines si se quiere. Este negocio es un queso gruyer, con todos esos agujeritos y ventanas donde no se sabe si el gruyer es el queso o la ausencia intencionada del queso es el gruyer.

 

                                                                                  Shenzhen, 14 de abril de 2015

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MICKEY ROURKE | Fisonomía de un caradura sin cara (II)

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Mickey no hace solamente del hermano mayor de Matt Dillon (que seguirá sus pasos profesionales al interpretar después de él a Hank Chinaski, el alter ego del poeta alcohólico Charles Bukowski), es además el hermano mayor simbólico de un nueva mesnada de actores, como Diane Lane y Larry Fishburne.[...] Rourke se muestra como ese chico duro y vulnerable, aureolado por la tragedia con un cigarrillo gastado en la comisura de la boca y la expresión de alguien vagamente ausente, vagamente atormentado, vagamente melancólico.

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Matt Dillon y Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

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PhotoPuedes contar con el viejo Mickey para mantener viva la llama del escándalo. Los periodistas le quieren: “¡Ey, Mr. Rourke! ¿Puede enseñarme el dedo de nuevo? ¿Puede cagarse en mi puta madre? Es para el programa matinal, sabe usted… “. Y él lo hace, porque tiene buen corazón y para cuidar esa imagen de tipo duro tan ensayada. Pero a veces se le va la mano, como le pasó más de una vez con su exmujer Carré Otis, esa belleza más colgada de la heroína que del sexo, y todo vuelve a irse a la mierda. Porque en Hollywood hasta los rufianes deben inhibirse y cuentan con asesores, abogados, publicistas, representantes. En Los Ángeles todo el mundo hace carrera y es lo que tanto le ha costado aprender. Ahí le teníamos, saliendo a la plazoleta de las entrevistas, vendiendo su versión de personaje humilde y redimido que se ha pasado años haciendo las paces con los advenedizos del mundo del espectáculo, pontificando sobre el nuevo Mickey —un tío con las pelotas de antes y una lengua más corta—, pero no deja pasar ni unas semanas del estreno de su gran éxito El Luchador (Darren Aronofsky, 2008) para escupir sobre el periodista canalla que sugirió su relación amorosa con Evan Rachel Wood, la joven actriz de reparto y ex de Marilyn Manson, que interpreta a su hija: “Decidle al maricón que escribió esa mierda que me gustaría romperle sus putas piernas”.

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Mickey Rourke y Evan Rachel Wood en El luchadorThe wrestler-  (Darren Aronofsky, 2008).

Ya sabemos que su padrastro era un cabrón que le llenaba de miedo mientras su padre legítimo se disolvía en alcohol, que su madre ignoraba voluntariamente los abusos y que el suyo era un vecindario diseñado para brutos con ensoñaciones criminales. Sabemos eso y no sabemos nada porque la hostia determinante se la llevó Mickey con su otro Mickey, es decir, el Mickey del barrio pobre versus el Mickey estrella de cine. Los cambios en su personalidad se hicieron notar durante el rodaje de Diner en 1982, una comedia inofensiva que supuso el estreno como director de Barry Levinson (el mismo que luego filmaría cosas como El secreto de la pirámide o The Young Sherlock Holmes, Good Morning, Vietnam y Rain Man). Por ahora Levinson está en su primera película y ni siquiera se acuerda de dar la orden de empezar. Hasta los actores bisoños tienen más experiencia que él.

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Mickey Rourke en Diner (Barry levinson, 1982).

Barry retrata las memorias de su pandilla de Baltimore, un grupo de amigos con un sentido del humor ligero, muy distinto del de la banda de machos a la que Rourke estaba habituado. La película se centra en uno de esos pequeños café restaurantes, anclados un poco en mitad de la nada, donde los camareros reciben a los clientes llamándoles por su nombre de pila. Allí descargan su artillería verbal, entre cafés y sándwiches, hacen bromas adolescentes aun cuando lindan en la treintena y estiran un poco más su complejo de Peter Pan en espera de que la vida adulta los engulla del todo.

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Diner (Barry levinson, 1982)

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Mickey Rourke, Kevin Bacon, Daniel Stern y Tim Daly en Diner (Barry levinson, 1982).

Mickey, sin duda, se erige como la estrella de esa hornada de futuras celebridades, haciendo de un mamonazo guaperas con deudas impagables, que oscila entre la lealtad a sus amigos y un gusto perverso por hacerle cabronadas a sus ligues. En el reparto está Steve Guttenberg, encumbrado más tarde gracias a ese saco de chistes malos e historias mediocres que coleccionó la franquicia de Loca Academia de Policía. También aparecen Kevin Bacon, en estado perpetuo de borrachera, y Daniel Stern, Paul Reiser, Ellen Barkin y Tim Daly. La mayoría logrará hacerse un nombre en pelis para niños o en series de comedia. Ninguno volará tan alto ni caerá tan bajo como Mickey. Decir que la convivencia entre él y sus compañeros de reparto fue compleja, es un eufemismo y Rourke ni siquiera se tomó la molestia de aparecer en los extras del DVD haciendo piña con los demás. Cuando le preguntan sobre la cinta, dice que sigue sin verle la gracia. Con todo, cosechó buenas críticas y una estupenda recaudación y supuso para él un peldaño importante hacia el pedestal de la posteridad fílmica.

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De izquierda a derecha: Don’t look now (1973), Performance (1970), The man who fell to earth (1976) películas de Nicolas Roeg.

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Nicolas Roeg

Nicolas Roeg le sale al paso antes de que se estrene Diner. Es uno de esos directores por el que tantos se desviven por trabajar aunque sus pelis no produzcan pasta y tengan problemas de distribución. Roeg, pese a sus rarezas, sigue siendo recibido como el hombre que parió Don’t look now (1973), una de las películas de terror más innovadoras de la historia, travistió a Mick Jagger para hacer Performance (1970) y autentificó a David Bowie como alienígena en The man who fell to earth (1976). No le pregunta, telefonea directamente a Mickey: “¡Ey, tipo duro, tengo algo para ti!” Y es todo lo que necesita decir. No es una cuestión de dinero sino de currículum, trabajar con Roeg significa hacerte respetar en el gremio, pasar de ser el culo de un artista al artista de cuerpo entero.

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Eureka  (Nicolas Roeg, 1983)

Para Eureka (1983) interpreta a un abogado, un italiano de ademanes suaves y malas intenciones. No es su mejor papel ni le sienta bien esa facha de hombre apocado que se mueve en las sombras. La película es irregular, con escenas memorables y juegos oníricos que pasa de la superstición, la astrología, la codicia y la demencia a un cruento asesinato. Gene Hackman es un millonario que ha logrado su fortuna escavando oro en el Yukon y ha comprado una isla en el Caribe donde mata el tiempo en la perezosa contemplación del océano y comportándose como un imbécil. Se aborda la consabida fábula que podría aplicarse a Mickey: el hombre que se jode a sí mismo cuando ha encontrado lo que busca. En el caso del personaje de Gene Hackman, permite que medren a su alrededor parásitos avariciosos: la hermosa Theresa Russell, haciendo de su hija consentida y aportando algún interludio erótico en compañía de un Rutger Hauer en plan de picaflor francés, o Joe Pesci, como el sempiterno mafioso, que conspira esta vez para construir un casino en la isla del millonario. Es una película confusa, como no podía menos de ser con Nicolas Roeg, donde un juicio de asesinato pasa a ser el escenario de una especie de terapia matrimonial y es el epicentro de una historia que cuenta muchas cosas aunque no estemos seguros de todo lo que dice.

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Matt Dillon y Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

Francis Ford Coppola le invita a subirse en su barco para una realización de bajo presupuesto basada en una de las novelas de Susan E. Hinton (la segunda que adapta) acerca de pandilleros juveniles. Rusty Jame (Matt Dillon) es un joven desnortado que idealiza un pasado de guerras entre bandas y aspira a estar al nivel de la leyenda de su hermano, un Mickey Rourke que deplora las expectativas del barrio puestas en él, una especie de hijo pródigo, ausente por largas temporadas en misteriosas odiseas personales y al que todos conocen por el apodo de El chico de la motocicleta.

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Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

La aparición de Mickey Rourke no puede ser más fulminante, interrumpiendo la pelea entre Rusty y otro mocoso que le hiere con un trozo afilado de cristal. Mickey salva la vida de su hermano escoñando su propia motocicleta contra el rival de Rusty. Mola Mickey, mola El Chico de la Motocicleta. Todo lo hace bien aunque esté un poco ido de la olla.

Es sabido que Coppola reescribió su parte para darle más protagonismo. Mickey se presentaba cada día en el rodaje con un objeto nuevo que ponía en el bolsillo de Coppola y, durante sus líneas, trataba de pensar en este, oculto en la tela sobada de los pantalones del director. La idea la había tomado de algo que escuchó decir a Brando: cuando te centras en lo que estas diciendo, se nota demasiado. En la vida real, la gente habla de una cosa y esta pensando en otra.

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Izquierda: Marlon Brando.  Derecha: Nicolas Coppola y Matt Dillon en Rumble Fish (Francis Ford Coppola, 1983).

La película está dedicada al hermano mayor de su director. “Mi primer y mejor maestro”, reza en los créditos, y cuyo hijo debutaba con su auténtico nombre, Nicolas Coppola, que no tardaría en cambiarlo, para no deber nada a su linaje, por el de Nicolas Cage. Por encima de todo, La ley de la calle (Rumble Fish, 1983) es una historia de hermanos y Rourke se siente inmediatamente identificado con su papel. Traslada sus sentimientos por Joey, su hermano menor al que en esos días le han diagnosticado un cáncer, al personaje de Rusty James en la película; recuerda los días de impotencia infantil, cuando no podía defenderle de los abusos físicos en casa, y ahora, como entonces, sigue sintiéndose desarmado. 

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Mickey Rourke en Rumble Fish -La ley de la calle- (Francis Ford Coppola, 1983).

Rodada en blanco y negro, ambientada en los 50, La ley de la calle es osada, artística, filosófica, respira aires de cine europeo, y se acompaña de una banda sonora irreverente de mano de Stewart Copeland, el baterista de los The Police. Mickey no hace solamente del hermano mayor de Matt Dillon (que seguirá sus pasos profesionales al interpretar después de él a Hank Chinaski, el alter ego del poeta alcohólico Charles Bukowski), es además el hermano mayor simbólico de un nueva mesnada de actores, como Diane Lane y Larry Fishburne. La película goza de la presencia de de un barman estrafalario interpretado por Tom Waits, y de Dennis Hopper haciendo del padre borracho de Matt y Mickey. Rourke se muestra como ese chico duro y vulnerable, aureolado por la tragedia con un cigarrillo gastado en la comisura de la boca y la expresión de alguien vagamente ausente, vagamente atormentado, vagamente melancólico. La peli es espléndida y también un fracaso porque el director ya es el Coppola post Apocalipsis, post El Padrino, es decir, el Coppola personal y de Corazonada, que quiere demostrar a la industria su capacidad de hacer cine de autor sin plegarse a los estereotipos de Hollywood, es un nombre que evoca a otro hombre, a otro Coppola, y no a este de fiascos económicos y audacias catastróficas.

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Willem Dafoe y Debra Feuer en Vivir y morir en L.A. (William Friedkin, 1985).

En la vida de Mickey Rourke aparece su primera Harley y una flota de descapotables. Pasa demasiado tiempo de juerga y en el espacio conyugal son todo peleas por celos y recriminaciones. Mickey es un hombre tradicional en el peor sentido de la palabra, posesivo, de raíces católicas, quiere una esposa bonita y atada a la casa, odia verla salir para el rodaje de alguna secuencia subida de tono. Willem Dafoe padecía sus amenazas y el carácter voluble de Mickey cuando trabajaba con su mujer para To live and die in LA (William Friedkin, 1985). Aquella idílica casa de Beverly Hills iba convirtiéndose en una jaula con barrotes de oro. Asimismo estos son los años más felices en la profesión.

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Debra Feuer y Mickey Rourke.

The pope of Greenwich Village (Stuart Rosenberg, 1984) es una gran película de actores. Nadie sabe cómo se las arreglaron pero hasta los extras rascándose los huevos o sonándose la nariz están inmensos. Ahí resplandece Eric Roberts, “el mejor actor con el que he trabajado”, dice Mickey no en vano, un poco resignado, eclipsado por la buena estrella de Eric que, aunque no haga de galán, es el auténtico protagonista. Eric entonces no vagaba por ahí con el sambenito de ser el hermano de Julia Roberts (¿Julia quién? se hubieran reído por esos años), era la promesa de triunfo y sostén en la familia, recabando elogios sonados, visitas de modelos despelotadas a su remolque y nominaciones a los Globos de Oro por The King of the Gypsies (Frank Pierson, 1978) y Star 80 (Bob Fosse, 1983). Como Mickey, cuanto más se acercaba a la cumbre, más coqueteaba con el abismo. Su talón de Aquiles era su nariz-aspiradora enganchada a la cocaína colombiana. Un año después del estreno de la cinta, la vida profesional de Roberts entraría en barrena a causa de varios escándalos y arrestos policiales que lo metieron de cabeza en la batidora de películas televisivas con el resto de su generación de mediocres. Ahora hace de malhechor de tres al cuarto y se sincera en patéticos productos de reality shows acerca de sus problemas de drogas y los discontinuos procesos de rehabilitación. Pero eso vendría después.

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Mickey Rourke y Eric Roberts.

En The Pope of Greenwich Village, la química entre los tres protagonistas, porque también hay que agregar a Daryl Hannah en el lote, es absoluta. Los papeles principales iban a recaer en un principio sobre Al Pacino y Robert De Niro, anticipándose a su gran encuentro en Heat (Michael Mann, 1995), pero Mickey y Roberts estuvieron a la altura de las circunstancias. Quizás por encima de ellas.

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Mickey Rourke, Daryl Hannah y Eric Roberts en The pope of Greenwich Village (Stuart Rosenberg, 1984)

Mickey gastó 10.000 dólares en su propio vestuario, así como en Diner había intentado maquillarse por sí mismo para escándalo del equipo, que le pedía que se cortara un poco con la sombra de ojos porque aquella no era una jodida peli de vampiros. Su compromiso en el rodaje y la verosimilitud de sus escenas ocasionó accidentes menores, como la vez que Daryl Hannah tiene que pegarle en la cara y, llevada por el ardor de la escena, le rompe de verdad la corona de una muela. Si bien la peli no es de esa clase que van por ahí fanfarroneando de taquilla, The pope of Greenwich Village subsiste como referente interpretativo para todos esos pardillos que se van creyendo la hostia.

Una curiosidad halagüeña: a los nostálgicos les gustará saber que el trío se verá las caras de nuevo en la película Skin Traffik (Ara Paiaya) de estreno previsto para este año aunque posiblemente no pase ni por los cines. Entretanto, Eric y Mickey han seguido haciendo un par de trabajos juntos en Spun (Jonas Åkerlund, 2002), con una escena que es más que nada un homenaje cómico a sus antiguos personajes, y en The Expendables (Sylvester Stallone, 2010)

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Manhattan Sur -Year of the Dragon- (Michael Cimino, 1985)

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Michael Cimino

Mickey tenía el glamour del artista de culto pero él aspiraba a más, al reconocimiento absoluto no solamente de los críticos sino de las masas, responsables de costear su estilo de vida. Su mapa de ruta incluía una nueva película con Michael Cimino, el director más maldito de todos, que iba buscando su redención por hundir financieramente a todo un estudio. Cimino iba a hacer las cosas bien y traía consigo al guionista en boga de esos años, un tal Oliver Stone, encumbrado en la historia del cine por sus guiones de El expreso de mediachoche (Alan Parker, 1978) y El precio del poder (Scarface, Brian De Palma, 1983) y que prometía seguir dando leña con Platoon (1986). La película, Manhattan Sur (Year of the Dragon, 1985) llevaba las trazas de ser un éxito pero una vez más el público le hizo la cobra. Oliver Stone había sido demasiado severo retratando a su protagonista, un policía egocéntrico, obsesivo, iracundo y racista, con el fantasma de la guerra de Vietnam aflorando en su ética implacable de trabajo. La película peca de un argumento descosido y de ser políticamente incorrecta de cara a las minorías asiáticas, pero también ofrece un ritmo trepidante y unas secuencias de acción que Tarantino sigue citando como parte del santoral de sus referencias fílmicas. Para meterse en la piel del capitán de policía Stanley White, Mickey pasó tres meses en el asiento de copiloto de un coche patrulla, respondiendo a llamadas por homicidio, y sacrificó su atractivo físico dejándose avejentar quince años. La película fue recibida por abucheos, manifestaciones de protesta y fuerte tirón de pelos en las reseñas de los periódicos donde se la tenían jurada a Cimino. Mickey sólo tenía palabras de desprecio hacia esos intelectuales de gafitas que atienden a la sala para actuar de voceros del paladar norteamericano.. También fue la primera vez que se planteó dejar el cine y abrir una tienda de motocicletas.

Empezó a tomarse su carrera con más calma ahora que el dinero no era un problema y todo empezaba a traérsela floja. Si bien ya es el personaje irascible y fanfarrón solicitado por la prensa amarilla, también es un tío enrollado, que cultiva amistades patibularias y consiente a sus colegas meterle la mano en el bolsillo en fiestas donde hacen rodar al unísono el hielo de sus copas. Son sonados sus dispendios, sus parrandas dionisíacas, sus tratos con modelos de fama súbita. El nombre de Mickey pega como sinónimo de desenfreno nocturno. De esta forma trata de apaciguar sus insatisfacciones artísticas. Quiere seguir haciendo películas, pero busca algo distinto y más provocado. Sucederá en compañía de una rubia bien dotada, manteniendo una relación obsesiva y degradante bajo el testimonio de las cámaras, para Nueve semanas y media.

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Mickey Rourke y Kim Basinger en Nueve semanas y media (Adriane Lyne, 1986)

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Rourke es un tío duro que a diferencia de otros tipos duros como Steve McQueen, sí sabe llorar. Y lo hace como nadie. Con ese terremoto facial que mueve al llanto histérico y, de repente, con un gesto brusco del cuello, se esfuerza por reprimirlo, ya que después de todo es un hombre y la exposicion de sus sentimientos linda con lo obsceno. Se ha fabricado su imagen de tío duro con corazón de puta buena. Es lo que le encaja y lo que la gente paga por ver: su voz suave y dulce hasta que los cigarrillos la enronquecieron; sus estados de ánimo encontrados, antojadizos y violentos; su inmensa humanidad enterraba bajo capas de músculos y sufrimiento. Rourke seduce con sus papeles de tío bueno disfrazado de tío malo, o ,como le reprochaba Daryl Hannah en The Pope of Greenwich Village, un hombre a un solo paso de hacer lo correcto aunque nunca llegue a darlo. Mickey es un seductor entre lo masculino y lo estudiadamente afeminado como cuando se pasa los dedos por el labio inferior dando a entender que su caricia va dedicada a las zonas erógenas de su clientela femenina.

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Adrian Lyne

Adrian Lyne lo entendía perfectamente y confiaba en su magnetismo fotogénico para poner caliente a una sala de cine entera. Lyne había filmado Flashdance (1983) unos años atrás, película que tuvo sus días de gloria como parte de una tendencia basada en coreografías, canciones pegadizas y bailarines en mallas, y que hoy consideramos sobreapreciada y hortera. Lo mejor estaba por llegar, sin embargo, y también sería el responsable de poner de moda los thrillers y dramas eróticos abanderados por Nueve semanas y media (1986), título que ofreció protagonizar a Mickey Rourke y este aceptó, entusiasmado con un guión tan perturbador, con un personaje, misterioso, cruel y romántico, que es como se veía a sí mismo y también quería que le viesen los demás.

Para Nueve semanas y media, volvió a hacerse habitual del gimnasio y perdió peso. Se recluyó en la suite de un hotel, dejando a su esposa sola (“No es la mejor terapia para un matrimonio en crisis”, confesó) y se mentalizó para pasar a ser el actor que llegó más lejos que ninguno.

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Kim Basinger en la portada de Play Boy en  febrero de 1983.

Kim Basinger era básicamente una desconocida de buen ver que había aparecido en el firmamento hollywoodiense gracias a su trabajo de modelo. Apuntaba maneras de actriz en la película para televisión Katie: Portrait of a Centerfold (Robert Greenwald, 1978) interpretando a una reina de la belleza de provincias con las miras puestas en una carrera como estrella de cine, que en su lugar padece el escarnio social, cimentado por el deseo reprimido, la envidia y una moralidad pacata, cuando accede a posar desnuda para una revista. El drama de su protagonista podría haberse visto repetido en carnes de la propia actriz cuando, para promocionar su papel de chica Bond en Nunca digas nunca jamás (Irvin Kershner, 1983), se dejó fotografiar para la portada de Playboy. La jugada le salió bien y un año después estaba seduciendo al personaje de Robert Redford para la película de béisbol El mejor (The Natural, Barry Levinson, 1984) en un papel de villana con escrúpulos. Usando su cuerpo esculpido y sexualmente maduro de treinta y tres años, con las cejas depiladas y rubio peluquería, Basinger se alza como el modelo de belleza norteamericana en los 80, la Marilyn de los 60 y la fantasía sexual de medio mundo en su papel estelar en Nueve semanas y media donde hace de una tratante de arte impresionable que acaba de salir de una larga relación. Rourke es un corredor de bolsa, con sonrisa gamberra, dulce y posesivo, de maneras suaves pero implacable, con el que tendrá una historia turbia, basada en el fornicio, la adrenalina y la sumisión.

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Mickey Rourke y Kim Basinger en Nueve semanas y media (Adriane Lyne, 1986)

Pero la química, contra lo que su audiencia espera, es solo imaginaria y restringida a las horas de rodaje. Basinger odiaba el tufo a tabaco que Mickey desprendía y lo apodaba “Cenicero Humano”. Mickey, obsesionado con Billy Idol, ponía a todo volumen su canción Rebel Yell para entrar en personaje, dando por culo al resto del equipo. La culpa también la lleva Adrian Lyne que para preservar la tensión sexual y su intimidad como pareja cinematográfica, no dejó que se conocieran hasta unos minutos previos de rodar juntos la que es también la escena del encuentro.

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Mickey Rourke y Kim Basinger.

Adrian Lyne y Mickey Rourke mantuvieron una relación de respeto basada en continuos desacuerdos que dirimían haciendo lo que a cada uno le daba la gana. Mickey, en la onda Billy Idol, quería llevar el pelo en punta y Adrian daba instrucciones opuestas al peluquero. Justo antes de empezar el plano, Mickey se rehacía el peinado. Entretanto, el estilo visual de Adrian, compuesta por atmósferas de humo seco, tinieblas artificiales y haces de focos ladeados, recargaban tanto el estudio que acabaron causando a Mickey una bronquitis.

Mickey se miraba en el espejo de Marlon Brando y esperaba convertirse en su relevo en unos años. Nueve semanas y media iba a ser para él lo que El último tango en París (Bertolucci, 1972) fue para Brando, aunque la sangre (¿o debería decir los fluidos?) no llegase al río. Cuando le tocó ver el nuevo montaje, con los cortes impuestos para evitar una calificación de película adulta, volvió a sentirse estafado. Con todo, la película funciona bien como relato de obsesiones peligrosas, y sus escenas haciendo el bandarra con la puerta de la nevera abierta entre él y Kim Basinger se han convertido en el equivalente a la sodomización con mantequilla entre Maria Schneider y Brando. Rourke, el semental de la década, daba una lección a los aspirantes a follador sobre cómo satisfacer a una mujer aunque acabe diciéndole te quiero a una puerta que se cierra.

 

Shenzhen, 24 de abril, 2015

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«14 Rasgos distintivos del buen superhéroe»

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Lobezno inmortal (2013)

14 Rasgos distintivos del buen superhéroe

Por Pablo Cristóbal y Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas y Pablo Cristóbal

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Los superhéroes son:

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CONCLUSIÓN. Por supuesto, los requisitos para entrar en el club súper heroico son imposibles aunque los superhéroes a día de hoy son una presencia ineludible, están dibujados en el menú de la franquicia de comida y han colonizado la mayoría de las carteleras del cine. Quien quiere promocionar un producto, pinta a un superhéroe. En España, Anacleto, Zipi y Zape, Moradelo y Filemón y demás horteradas de Bruguera, han seguido el ejemplo y están dando el salto del museo nauseabundo de la historia de la cultura cateta hasta las pantallas de cine. De no ser por este advenimiento de superhéroes, nadie se acordaría del producto nacional (exceptuando Súper López. Súper López tenía un pase: volaba, pasaba por verdaderas aventuras, era divertido y no repetía sus historias como hacían el resto de las criaturas de Ibáñez). Los superhéroes yanquis huelen a negocio y perpetuidad y son ahora el epicentro de una nueva moda que enriquece muchos bolsillos. Ya no estamos solos en nuestro culto, compuesto por esa polvareda multicolor de héroes alimentados por las ascuas de la II Guerra Mundial, que no envejecen y tampoco mueren (o mueren demasiadas veces para recordarnos lo mucho que los quisimos). Hemos sido invadidos y vencidos por el sistema. Las heroínas de entonces ya no solamente se contonean para nosotros. Nos toca compartir el espectáculo del asombro con esas generaciones que en su día se burlaron de nuestros vicios. Pero han llegado tarde y se han perdido la edad de oro, la edad de plata, la edad de bronce de los cómics. Se han perdido a Frank Miller, Chris Claremont, Alan Moore, Neil Gaiman, Grant Morrison, Peter Milligan o Jamie Delano en plenas facultades. Ellos no conocen la historia sino la versión que se han montado las películas y las series. Para nosotros esta avalancha de ahora son como una fotografía que recrea un tiempo perdido y también lo desdibuja. Hay tanto de mentira como de recuerdo. Pero seguimos picando el cebo porque quien fue adicto en su día va a serlo siempre y las historias de nuestra infancia y tortuosa adolescencia van a quedar con nosotros hasta que la espichemos. No hay mal que por bien no venga, y al menos esa canalla pija que nos enseñaba la lengua ya no se hace la longuis cuando nos sentamos a explicarle cómo empezó todo. Veréis, fue en un tórrido lunes, en un kiosco cualquiera… 

 

Este artículo fue escrito simultáneamente entre Madrid y Shenzhen, 3 de mayo del 2015

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El dinero no cae del cielo | Cine en yellow (I)

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007)

EL DiNERO NO CAE DEL CiELO.  Cine en yellow                                   (1)

Escrito por Pablo Cristóbal y Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

Los hermanos Coen, el dúo consanguíneo con más talento fílmico de los últimos años, comparten temáticas y geografías comunes en tres de sus obras portentosas: No es país para viejos (2007), Sangre fácil (1984) o el noir (filmado en blanco) de Fargo (1996). Sean desiertos de arenisca o moquetas de nieve, sus páramos aparentemente tranquilos participan del relato que descansa en un equilibrio frágil, más cerca de lo indómito que de lo cívico, donde la línea entre el bien y el mal se desdibuja para estos habitantes ariscos, sobre todo cuando entra en escena el factor del dinero y la codicia. Ese fajo de billetes que se aparece como por arte de magia  —como en esa clase de espejismos donde todo es demasiado bueno para ser verdad— y que los protagonistas “toman prestado” por las excusas más altruistas que puedan inventarse. Ese maletín, esa caja fuerte al alcance de cualquier mano adiestrada, que se ve, se desea y se roba intencionadamente con ayuda de un plan tan ingenuo como desastroso.

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Arriba: No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007). Abajo izquierda: Sangre fácil (Hermanos Coen, 1984). Abajo derecha: Fargo (Hermanos Coen, 1996).

De este modo, y en la tradición de tantos personajes bajo la batuta de otros directores, los protagonistas alcanzan brevemente sus sueños, como en Un plan sencillo (Sam Raimi, 1998), La cosecha de hielo (Harold Ramis, 2005), Labios ardientes (Dennis Hopper, 1990) o Giro al infierno (Oliver Stone, 1997), para despertar con la sensación de que todo se va a la mierda.

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Derecha: Giro al infierno (Oliver Stone, 1997). Izquierda: Labios ardientes (Dennis Hopper, 1990).

Y, en efecto, todo se va a la mierda.

La codicia es el motor de las grandes fortunas y también de los grandes crímenes. Es, para la mayoría de los mortales, un falso hatajo emponzoñado en sangre y carroña. Es el alimento necesario de las historias, el denominador común para que los personajes (y la Historia de la humanidad en general) arranque hacia algún lado, para que se den las guerras, las persecuciones, los juegos de seducción y las celebraciones en los clubs de striptease, para que existan los padrinos, los tahúres, los estafadores, los asesinos a sueldo… El dinero ilícito sirve para que todo se ponga en movimiento, es la visible diana que portan los que lo poseen: ese dinero maldito suele llevar a previsibles situaciones de vida o muerte, celos y engaño, a sembrar la desconfianza entre maridos y mujeres, hermanos y primos, abogados y clientes. Y celebrar sus asesinatos.


La bolsa de deporte en No es país para viejos, la maleta en Fargo o la caja fuerte en Sangre fácil, el capital —a juicio de los Coen— es un contratiempo peligroso. Razón no les falta a dos cineastas que necesitan la ayuda de grandes productores para poner en marcha sus películas, obras maestras las más, que aspiran como casi siempre a la Palma de Oro en Cannes pero también se venden por todo el mundo como cine de relato independiente a pesar de una producción absolutamente dependiente.

Los hermanos Coen nunca condescendieron a filmar The Matrix (hermanos Wachowski, 1999), El libro de Eli (hermanos Hughes, 2010), Aliens vs. Predator 2: Requiem (hermanos Strause, 2007) o Capitán América: El Soldado de Invierno (hermanos Russo, 2014), fieles a sus curiosidades y obsesiones, tampoco se embarcaron en el estilo de los hermanos Dardenne para ganarse a la crítica más snob. Los Coen denuncian abiertamente la avaricia como el primer gran pecado capital —el resultado de tanto sueño americano que no es otra cosa que el consumo desproporcionado y la cosificación del hombre en medio de la producción— y lo hacen con sutileza y convicción en dos secuencias clave de No es país para viejos: la primera, en la que el personaje interpretado por Josh Brolin compra una chaqueta a unos jóvenes —por un precio desorbitado, fruto de su necesidad— para pasar la frontera entre Mexico-EEUU sin llamar la atención. También les pide una cerveza, a lo que el más pícaro del grupo le pregunta cuanto estaría dispuesto a pagar por ella. Otro de los jóvenes, reconociendo la situación de abuso que se está produciendo, reprende a su amigo: “no seas capullo, dale la maldita cerveza”.

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007)

La segunda secuencia donde se pone de manifiesto esta idea del dinero como detonante de la mezquindad congénita en el ser humano es cuando, tras un fortuito accidente, Bardem, símbolo de la amoralidad mercenaria, debe improvisar un cabestrillo y para ello recurre a la ayuda de dos niños. Uno de ellos está dispuesto a ofrecerle su camisa altruistamente pero el villano de la película no acepta ese gesto de caridad sino que se la compra dándole un billete manchado de sangre, el mismo billete, podría pensarse, que le ofrecen a Nicolas Cage en Snake Eyes (Brian de Palma, 1998) para comprar su silencio y complicidad. En cuanto los niños reciben el pago puede escuchárseles discutir sobre la repartición de las ganancias.

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007)

El conflicto recuerda al de esos dos hobbits emparentados en árbol genealógico que, pescando tranquilamente, encuentran el famoso anillo de poder y corrupción, y uno de ellos —el sibilante Smeagol—, termina asesinando a su propio primo, recreando el mito de Caín y Abel —porque la envidia y la avaricia suelen ir de la mano aunque no sean necesariamente lo mismo—.

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El señor de los anillos: El retorno del rey (Peter Jackson, 2003).

Pero, dentro del campo de la inmaterialidad también hay una maldad precursora a esta codicia, una maldad primigenia que se expresa corpóreamente en la figura de actores como Javier Bardem, Billy Bob Thorton o Peter Stormare y que no parece estar tan interesada en el dinero como en la psicopatía pura y dura.

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De izquierda a derecha: Javier Bardem, Billy Bob Thorton y Peter Stormare.

En No es país para viejos la mirada enajenada de Javier Bardem como el psicópata Anton Chigurh va un poco más allá de la mala uva que transpiraban sus papeles en Perdita Durango (Alex de la Iglesia, 1997) o el archienemigo de James Bond en Skyfall (Sam Méndes, 2012), su enfermizo y demonizado personaje en No es país… es, básicamente el mismo agente del mal que interpretara Billy Bob Thorton en Fargo, la serie (2014-); y a su vez comparte fobias con el villano de cartoon Leonard Smalls (Randall ‘Tex’ Cobb) de Arizona Baby (hermanos Coen, 1987) que arrasaba con todos los animales que se cruzaban en su camino —uno, subido a su moto lanza granadas a las liebres que merodean cerca del asfalto; el otro, dispara desde su coche a un águila posada plácidamente en el arcén—.

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Randall ‘Tex’ Cobb en Raising Arizona (Hermanos Coen, 1987).

También existe una correlación entre dos personajes recientemente interpretados por Bardem —Silva en Skyfall y Anton Chigurh en No es país…— con dos de los más famosos villanos que pueblan la fauna de Gotham City. Hablamos de los dos enemigos del hombre murciélago cuyas continuas apariciones por sus viñetas han dado dos versiones cinematográficas tan conocidas como desiguales: El Joker (Nicholson/Ledger) y Dos Caras (Tomy Lee Jones/Aaron Eckhart). Así, la maldad de Bardem en Skyfall —a priori presentado como un Julian Assange maléfico según Juan Carlos Monedero en su libro Cuando las películas votan— termina finalmente por delatar un trasunto del Joker ya que: 1) Descubre su verdadero rostro con una amarga y monstruosa sonrisa al quitarse la prótesis dental que mantiene su cara uniforme. 2) Se deja atrapar como parte de un plan maestro mayor. 3) Es un terrorista. 4) Revela su atracción homosexual hacia su oponente. 5) Hay un claro dualismo entre “hermanos” criados por una misma madre o una misma urbe, Gotham o la agente M (Judi Dench) son niños perdidos que establecen una rara vis filial. 6) Bardem se convierte en el mayor antagonista de esta nueva saga de James Bond, al igual que no ha habido enemigo comparable en toda la saga de DC al trabajo de Heath Ledger en The Dark Knight (Christopher Nolan, 2008).

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Javier Bardem en Skyfall (Sam Méndes, 2012).

Ahora, en la película de los Coen —Anton Chigurh (Bardem) al igual que Dos caras (Tomy Lee Jones/Aaron Eckhart) lanza una moneda al aire para decidir su propia suerte pero también la que correrán las personas que encuentra a su paso— tenemos la misma filosofía del azar (no hay bien ni mal ni correcto ni incorrecto, no hay acción y consecuencia, sino el baile aéreo de la moneda).

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No es país para viejos (Hermanos Coen, 2007) y El caballero oscuro (Christopher Nolan, 2008).

En No es país para viejos los actores Josh Brolin y Tomy Lee Jones (que hiciera el peor Dos Caras filmado, jugando a estar a la par con el histrionismo de Jim Carrey) coinciden en una película donde nunca aparecen juntos ni en un mismo plano ni en ninguna secuencia. El mal siempre aventajando al cansado y decepcionado paladín de la justicia, que ya no entiende, que ya no quiere involucrarse en un mundo donde el crimen es tan arbitrario como un accidente de tráfico. El horror que el coronel Kurtz (Marlon Brando) invocaba en Apocalipsis Now (Francis Ford Coppola, 1979) ya no está en la guerra lejana de selvas rociadas en napalm, sino en nuestras propias almas, en el mensaje que digerimos a diario en la publicidad omnipresente. Luchar por mantenerse apartado es también pelearse con la propia sociedad, con su raíz ancestral e inamovible que los hermanos Coen denuncian de forma admirable, sacando las tripas al paciente y dejándolo expuesto para que abominemos de nuestras propias entrañas.

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